Bill Clinton habla largo y tendido, incluso cae en el psicoanálisis al lamentar el imperdonable error que cometió al mantener sexo oral con la becaria Monica Lewinsky.
Cuenta el expresidente que lo hizo para “manejar la ansiedad”, ya que
la presión del cargo le hacía sentirse como un boxeador tras 30 asaltos
en el ring.
La antigua primera dama relata en el documental que estuvo
“semanas” sin hablar a su esposo una vez que admitió lo sucedido. Con
franqueza ingenua, Hillary explica que ambos necesitaron pasar por el terapeuta de pareja tras el escándalo.
Se define a sí misma como “la persona inocente más
investigada” de Estados Unidos y narra con humor cómo uno de sus
asesores en una ocasión se mostró contento porque un sondeo le resultaba
favorable, ya que solo un 5% aseguraba odiarla. La respuesta inmediata
de Clinton fue:
“¿Eres consciente de que eso son 25 millones de
personas?”.
Ella considera que el visionado del documental ha supuesto una
experiencia “edificante”, sobre todo para entender por qué la gente ve a
una Hillary en la que ella no se reconoce.
Asegura que hizo todo lo
mejor que pudo con lo que la vida le dio y que cuando apostó por la Casa
Blanca no tenía modelos en los que fijarse.
Es perfectamente consciente
del doble estándar.
Del sexismo.
De que las mujeres no pueden
permitirse lujos como los hombres. Y pone un ejemplo que cuantifica en
días: 25. Hillary Clinton ha hecho el cálculo y esos fueron los días que
perdió en peluquería y maquillaje durante la campaña de 2016. Ningún
hombre emplea ese tiempo en su aspecto.
“Boris Johnson se alborota el
pelo adrede, Bernie Sanders está desaliñado”, comenta.
“La gente me dice
que una mujer puede hacer lo mismo y yo les digo, seguro, muéstrenme
una”.
Hoy la furia es la expresión con más prestigio de todo el catálogo de sentimientos.
Un amigo que anda escribiendo sobre lo distópico desde antes de que
ese adjetivo se colara en el lenguaje común me confesó esta semana que
siente como que esa distopía que ocupaba sus horas de estudio le ha
alcanzado. Lo comparto. La sensación de que en este momento es el futuro
el que nos pisa los talones y nos obliga a andar con la lengua fuera,
huyendo de todos aquellos temores que nos inculcaron desde Orwell hasta
el terrorista antitecnológico Unabomber. Apareces en televisión, por
poner un ejemplo, hablando de una novela y los realizadores tienen a
bien colocarte de fondo de pantalla el ya familiar dibujito del
coronavirus, con lo cual toda tu historia y la de tus personajes se ve
infectada por esa enfermedad distópica que nos obliga a saludarnos con
el codo, realizar programas sin público y a que cada redactor lleve en
el bolsillo su propio capuchón del micrófono. También a considerar estúpido hacer planes para las vacaciones de
Semana Santa, que ya están aquí. Hay un sentimiento de alarma, que los
medios alimentan, y en este 8 de marzo, en vez de preguntarnos por los
logros, retrocesos o anhelos pendientes de las mujeres, hurgamos en las
guerrillas existentes dentro del movimiento, reduciéndolo todo a si
estamos de acuerdo en un eslogan más o menos afortunado o a si
permitimos que los trans compartan una pancarta feminista. Y tú te
niegas a definirte en 30 segundos. No por cobardía, sino porque hay
matices en cada postura que puedes comprender, y a su vez experimentas
la necesidad imperiosa de un debate sereno. Pero el ambiente no ayuda. Hoy la furia es la expresión con más prestigio de todo el catálogo de
sentimientos. Si lo que se defiende no se expresa con furia aparece como
desinflado, fofo. Es una especie de virus del comportamiento tan
contagioso como el de Wuhan. Infectados por esa enfermedad social de la furia, los
empleados americanos de la editorial Hachette salieron a la calle para
protestar por la publicación de las memorias de Woody Allen, A Propos of Nothing.
Parece no importar que la justicia haya desestimado dos veces la
culpabilidad del director en los abusos que le achaca su hija. No basta
con que actores y actrices hayan renegado públicamente de él cuando
hasta antes de ayer se rendían babosamente a sus pies; no resulta
suficiente castigo el que ya no se estrenen las películas en su país, o
que se haya convertido en un apestado social en esa ciudad que en parte
inventó. Hay que matarlo. Se trata de la damnatio memoriae que
se practicaba en la Antigua Roma con los considerados enemigos del
Estado, aunque allí, al menos, se esperaba a que el condenado falleciera
para borrar todo aquello que lo recordara.
Horas después de que Hachette anunciara la publicación del libro, el hijo herido, Ronan Farrow, comenzó su campaña destructiva en Twitter amenazando a los editores con retirar su propio libro, Catch and Kill,
que narra su esforzada investigación para sacar a la luz los abusos del
mafioso Weinstein. Nadie le niega la impecable y tozuda labor de
desenmascaramiento que realizó con el gran pope de cine, pero se le
adivina, en esa furia sin tregua que se desata en él en cuanto advierte
que alguien le abre una puerta a su progenitor, una insólita dureza de
corazón, un rencor turbio, una negación del otro como ser humano tan
obsesiva que acaba inhabilitándole como juez de esta historia. La editorial se ha rendido y no publicará las memorias. Colaboran, pues, en borrar las huellas de Allen de su país como se
desinfecta un virus muy contagioso. Y no sé quién puede alzarse con esta
dudosa victoria, si Mia Farrow, la hija que lo acusa, el hijo herido o
cierto feminismo hollywoodiense, que compatibiliza el brilli brilli
con una falta de compasión implacable. Hay tantas razones hoy para
estar asustada, tantas, que destinar la furia a matar a Woody Allen es
un síntoma distópico en sí.
Un beso en mi boca fría,
ensombrecida,
en el que resalta
la luz roja
de tus labios,
refulgentes,
cálidos,
calor suave
de tus palabras
interrumpidas.
Un beso
que otros labios
comenzaron,
otros continúan
y ninguno
cerraron.
Un beso
que, en la soledad,
es una llama
consumida
de brillo apagado
en la húmeda
oscuridad,
donde tus claveles
sangran
cubriendo
los arriates
de los míos morados.
Atardece,
sin tu beso,
derrotado el día.
Será otra noche
igual e indistinta,
de luna imparable
que anega la sombra
de tu añorado
y esperado abrazo.
En Suiza se investiga
qué calidad de regalo serían los más de 60 millones de euros que el rey
emérito habría regalado a Corinna Larsen. La examiga se confirma como
virus.
Nunca he sabido diferenciar una amistad de un virus.
Cuando
engancho con alguien es como una enfermedad. Hasta que no se me pasa la
fiebre, no me desprendo.
Soy así de intenso. María Jiménez pareciera haber vivido todavía
más de la misma manera, al límite de la salud, de la lógica, entregada a
la pasión.
Así recordamos su febril relación con Pepe Sancho, llena de
altibajos, regresos, golpes y acusaciones.
Y agregó: “No hay filin”. Jiménez activó un virus hacia Pantoja, manteniendo esa eterna y rentable tradición de la rivalidad entre las folclóricas.
España
tiene el don de forjar grandes figuras femeninas y que de alguna forma
deberían ser consideradas feministas a su manera. Como Pantoja y
Jiménez. Son propietarias de las tres F: figura, femenina y folclórica. Esto puede poner los pelos de punta a Irene Montero
pero me gusta pensar que España, un país tan machista como cualquier
otro, ser una figura de referencia siendo mujer implica una lucha. Si
sumamos ser madre, esposa y artista, a base de corazón, pasión y
talento, la conclusión es que nuestras folclóricas representan otras
formas de ser mujer. Debería ser materia obligada asistir a uno de sus
conciertos. Ambas lo han pasado muy bien y muy mal, con sus obstáculos y
sus hombres. Jiménez luchó por regresar a esta vida. Pantoja pagó condena en la cárcel. Y se lanzó a las aguas de Supervivientes sabiendo que ese salto la devolvería a su mejor estatus: estrella. Ahora denuncian que la reina de la copla podría haberse quedado con un vestuario que era prestado. Marlene Dietrich jamás devolvía la ropa que
vestía en sus películas, al punto que terminó por involucrarse en su
diseño. Travis Banton, su encargado de vestuario favorito y ella
probaron más de cien tipos de plumas hasta dar con las de un gallo
asiático para el tocado con el que aparece en el primer plano de La Dama de Shanghái. Todo esto mucho antes de la gripe aviar y del coronavirus, por
supuesto. Hoy sería impensable probar plumas de ningún tipo. Marlene
consideraba un derecho tácito quedarse con la ropa. Lo mismo puede hacer
Pantoja. ¿Realmente puede ponérselo alguien más? Sobre todo en este
mundo paranoico que vivimos. En una fiesta benéfica en la que estuve el
pasado verano, Marlene Morreau se ofreció a modelar un vestido que
estaba en subasta. Una vez exhibido en sus deliciosas curvas francesas,
la gente regateó el precio porque lo consideraba usado. Me pareció ruin.
Muchas
veces sentimos lo difícil que es devolver algo.
La examiga se confirma como virus. Un estornudo suyo puede ser
estremecedor. Sin embargo, ella luce sana y serenísima.
Me encantaría
recibir un regalo como el suyo pero también obtener ese don para estar
supertranquila en momentos superintranquilos. ¿Puede ser que adquieras
ese temple solo con viajar en vuelos privados? Según Corinna los hacía
por insistencia de Juan Carlos aunque pagados por Álvaro Orleans.
“Por
discreción y yo cumplí”, publicó este diario.
Parece que, al terminar su
amistad, como así ocurre en los divorcios, le pidieron que los
reembolsara.
Un detalle de jet set que me ha dejado mal cuerpo pero por lo visto a ella no.
Altamente exótica coronada por una belleza felina, casi inquietante, ha
negado tener ninguna relación financiera con los supuestos pagos por
las negociaciones del AVE a la Meca.
Se confirma que es amiga de Larsen o
que probablemente haya formado parte de un hipotético y sexi Team Corinna.
Lo que no ocurre con Álvaro Orleans de Borbón. Como dijo María Jiménez recordando a Pantoja: