Cualquier espectador medianamente iniciado solo necesita ver un par de
imágenes y escuchar un diálogo para identificar al autor de ese cine.
El inconfundible mundo de ese artista tan fiel a sí mismo llamado Robert Guédiguian también está ambientado casi siempre en una Marsella que
ya nos resulta familiar (escenario que siempre habíamos asociado en el
cine con la mafia y el tráfico del heroína), contándonos historias de
perdedores dignos educados en la supervivencia y protagonizado
inevitable o vocacionalmente por su esposa Ariane Ascaride, por ese
señor tan calvo como humano llamado Jean-Pierre Darroussin y por el más
duro, turbio o atormentado Gérard Meylan.
Imagino que las razones para que utilice machaconamente a la misma
actriz y a los mismos actores película tras película no obedece
exclusivamente al amor que siente por su esposa o para evitar que esta
le pida el divorcio, ni a la presumible y vieja amistad que profesa
hacia esos intérpretes, sino porque cree que esos rostros y esa forma
de ser, de sentir y de actuar responde modélicamente a los personajes
que crea, que son los irremplazables transmisores de su mundo.
Guédiguian, concienciado autor de un cine
político (ya sé que algún listo creyó descubrir la teoría de la
relatividad al afirmar que todo el cine es político, pero tampoco es
eso), actitud que le emparenta con el inglés Ken Loach y el italiano
Gianni Amelio, a veces acierta plenamente y en algunas ocasiones
(pocas) puede resultar previsible o cansino, pero jamás hay rasgos de
impostura ni de fórmula en su cine.
Hay mucho corazón en él. Y compromiso con lo pretende contar.
Cosas que no supones una bula, que precisan estar acompañadas de complejidad y de talento. Y Guédiguian lo tiene. Las nieves del Kilimanjaro (que nadie se despiste creyendo que
es una nueva adaptación del relato de Hemingway) es el Guédiguian que
más me ha conmovido desde hace mucho tiempo.
Y confieso que al principio me asaltan temores de asistir a un panfleto puro y duro.
El protagonista es un líder sindical del puerto que se prejubila, que
en medio de la crisis ha colaborado para encontrar un pacto posibilista
con la empresa.
No es un pringado, un falsario, un oportunista, un trepa.
Es alguien honrado y con inquebrantable
sentimiento de clase, respaldado por una familia cálida, con un
presente y un futuro nada amenazantes, con elementos para llenar su
tiempo en una jubilación que no presenta síntomas de depresión
.
Un suceso brutal y traumático, una violencia incomprensible, va a
alterar la cabeza y la percepción sobre las personas y las cosas de
este hombre y de su esposa, gente con sentimiento de afirmación en la
vida y que estaban punto de hacer el soñado viaje a África que les han
regalado sus hijos y sus amigos.
Guédiguian va a retratar de forma veraz y compleja los sentimientos,
las contradicciones y los dilemas morales de gente decente después de
sufrir una barbarie, el desasosiego y el cuestionamiento de principios
que parecían estar muy claros, la complicada solidaridad de los que han
encontrado un buen trato en su despido hacia los verdaderamente
desesperados, la morralla joven que no cobra indemnizaciones, ni pacta
convenios, ni va a encontrar trabajo, ni está respaldada por ningún
colectivo en tiempos sombríos.
E inevitablemente, asocio algunas cosas que me está contando Guédiguian con la potente y emocionante Los lunes al sol.
Y celebras la lucidez, la sutileza , la piedad, el respeto y el afecto de este director hacia sus criaturas.
Y que no haga trampas con ellos.
Y que sepa contagiarlo al espectador. Guédiguian no es un progre
esquemático y previsible. Es inteligente, es honesto, es de verdad. Como
su cine.
La princesa de Hannover lleva una vida más alejada del foco mediático que antes pero sigue moviendo los hilos de palacio.
Carolina Grimaldi,
princesa de Hannover y de Mónaco, cumple este jueves 63 años. Llega a
esta edad de madurez con la misma discreción con la que se mueve en esta
etapa de su vida: alejada del foco mediático en el que estuvo décadas
por su alocada juventud, sus sonados romances y sus matrimonios
frustrados. Ahora se presenta en sociedad como hermana del príncipe
Alberto en contadas ocasiones y como devota madre y tierna abuela. Pero
poco más se sabe de la hija de Grace Kelly y Rainiero de Mónaco. La
aristócrata ha sabido convertir su vida a estas alturas de su existencia
en un enigma. Pero lo que nadie duda es de que en la sombra sigue
moviendo muchos hilos en el Principado.
En estos tiempos en que los príncipes no quieren serlo,
la figura de Carolina de Mónaco se contempla como una adelantada a su
época. Con la oposición de sus padres se convirtió en temprana esposa de
Phillippe Junot, con quien tuvo un breve matrimonio de dos años. Todo
un escándalo en la época. La princesa del glamur se casaba con un playboy
16 años mayor que ella. Cuando las jóvenes de las casas reales no se
relacionaban nada más que con aristócratas ella salía con tenistas y
actores. Y se prestaba a robados pactados para financiarse sus
caprichos. Todo ello hasta que se cruzó en su vida Stefano Casiraghi, el
joven italiano de una familia bien situada, del que se enamoró como
nunca y con quien tuvo tres hijos. Un amor con trágico final por la
repentina muerte de su esposo en un accidente con una lancha en una
carrera de velocidad en el mar.
Carolina no ha tenido suerte en el amor, aunque ha conocido muchos. El último con Ernesto de Hannover, padre de su hija menor. Una unión a la que llegó tras años de amistad y que se rompió por la vida de excesos de él. Es un misterio por qué la pareja no ha firmado el divorcio pese a que
ha transcurrido una década desde que se dijeron adiós. Hay medios
alemanes que aseguran que se debe al deseo de la princesa a serlo de
Hannover, que tiene más entidad entre los miembros de la realeza que
serlo de Mónaco. Así, en el ranking de nobles su puesto protocolario está por delante del de su cuñada Charlene.
Alberto y Carolina de Mónaco.GTRES
Que Carolina y Charlene no se soportan no es ningún secreto.
Carolina es elegante, simpática, educada pero también, dicen los de su
entorno, ambiciosa, cabezota, altiva y conspiradora. No cree que
Charlene esté a la altura del papel que ocupa. Y si al principio la
acogió fue porque pensó que podía tutelarla, pero la exnadadora
sudafricana no se ha dejado. Reafirmada en su puesto de primera dama
de Mónaco tras ser madre por partida doble no admite injerencias de la
hermana mayor de su esposo. Por eso, evitan coincidir en los actos
públicos y si no les queda más remedio, ni se miran. La mano izquierda
de Alberto de Mónaco para manejar los asuntos entre su esposa y su
hermana no ha servido de mucho. Carolina considera a Charlene una
advenediza con un particular matrimonio con Alberto a quien, eso sí, ha
dado los herederos que necesitaba para asegurar la línea sucesoria en el
Principado. Con su hermana Estefanía ha vivido momentos de alejamiento en los que
casi ni se veían. Ahora, con los años, la situación se ha calmado. No
son amigas pero al menos se relacionan. De lo que sí presume Carolina es de sus cuatro hijos y de sus siete
nietos. Ante el público se presenta como una amante madre y una cariñosa
abuela. Si antes ocupaba portadas por sus acompañantes masculinos
ahora lo hace por tener en brazos a alguno de sus nietos. Los tres
hijos que tiene casados —Andrea, Carlota y Pierre— lo han hecho con
descendientes de familias bien situadas pero alejadas de la realeza. Ellos pertenecen a esa generación de jóvenes ricos que huyen de la fama
pero no de los privilegios. No les gustan los palacios y sí las grandes
mansiones en las que pueden llevar una vida más a su gusto.
Carolina de Mónaco, a los 63 años que cumple este jueves, se ha
integrado en este tipo de vida. No se sabe si tiene pareja. Si reside en
Montecarlo o en París. De vez en cuando se deja ver. La última vez el
pasado martes, en París, donde asistió al desfile de Chanel en el que
recordó a su querido amigo, el diseñador Karl Lagerfeld, fallecido hace casi un año.