La esposa
de Felipe VI luce en Japón por primera vez el collar de chatones, una de
las piezas más valiosas de las llamadas "joyas de pasar" de los
Borbones.
Para la ocasión, los reyes han lucido algunas de sus piezas y
condecoraciones más importantes. El rey Felipe llevó el collar del
Toisón de Oro, así como la banda azul clara de la Gran Cruz de la Orden
de Carlos III. Por su parte, sobre su vestido verde con flores y cinturón verde de la próxima temporada diseñado por Matilde Cano, que cuesta 339 euros (que ha acompañado con una diadema de terciopelo rosa palo de la sombrerera sevillana Nana Golmar), doña Letizia también llevó una banda, la que le fue otorgada en su visita de Estado a Japón en 2017,
y diversas condecoraciones. Sin embargo, la pieza más importante y
valiosa que lució era el gran collar de chatones de los Borbones. Dicho
collar (del que hay dos muy similares) es una de las llamadas "joyas de
pasar" —es decir, que pertenecen a la familia y pasan de unas reinas a
otras— más importantes del joyero real. Hasta el momento, la reina
Letizia no lo había lucido en ninguna ocasión.
Cameron
Douglas fue adicto a la cocaína y la heroína, vendió metanfetaminas y
llevó una vida de autodestrucción que en 2009 le llevó ocho años a la
cárcel.
La vida para los hijos de las estrellas de Hollywood no parece
sencilla a tenor de la cantidad de casos en los que los que fueron
niños, en ese mundo que se intuye dorado, terminan confesado las
secuelas que la vida de sus padres ha ido dejando en la suyas.
El último en confesar sus secretos ha sido Cameron Douglas, hijo de Michael y nieto de Kirk Douglas. En un libro que se publica este martes, Long Way Home,
cuenta que haber nacido en una de las familias que se considera como la
realeza de Hollywood no ha hecho que su vida haya sido un cuento de
hadas. Durante años, Cameron fue adicto a la cocaína y la heroína, se
convirtió en vendedor de metanfetaminas y su vida parecía abocada a la
autodestrucción, hasta el punto de que en 2009 fue condenado a ocho años
de prisión.
Cantidad de casos en los que los que fueron
niños, en ese mundo que se intuye dorado, terminan confesado las
secuelas que la vida de sus padres ha ido dejando en la suyas.El último en confesar sus secretos ha sido Cameron Douglas, hijo de Michael y nieto de Kirk Douglas. En un libro que se publica este martes, Long Way Home,
cuenta que haber nacido en una de las familias que se considera como la
realeza de Hollywood no ha hecho que su vida haya sido un cuento de
hadas. Durante años, Cameron fue adicto a la cocaína y la heroína, se
convirtió en vendedor de metanfetaminas y su vida parecía abocada a la
autodestrucción, hasta el punto de que en 2009 fue condenado a ocho años
de prisión. Ahora, rehabilitado de sus adicciones y proclamando a los
cuatro vientos que la culpa de su deriva fue exclusivamente suya,
también descubre detalles sobre la vida de un niño en las fiestas de su
famoso padre: "Cuando era un niño muy pequeño, recuerdo que mi padre me
hacía repartir porros entre los invitados a sus fiestas". Tampoco le
debió resultar sencillo asumir en su juventud la enorme fama de sus
familiares: "Es extraño crecer viendo a tu padre y a tu abuelo como
gigantes proyectados en pantallas y vallas publicitarias", escribe
Cameron Douglas en su libro. "¿Cómo compites con Kirk Douglas? ¿Cómo
vives a la sombra de Michael Douglas?".
Las memorias giran en torno a este tema, a la dinámica de una familia
no convencional en la que crece un niño y después un joven con un padre
acostumbrado a fiestas sin fin. "Mi padre me decía: 'oye, lleva esto a
tu tío', y yo lo hacía sin darme cuenta hasta años después de lo que
realmente había hecho. A medida que crecía iba de un lado a otro, subía a
los balcones [afirma en referencia a la mansión familiar] y veía más de
los que se suponía debía ver: A adultos haciendo las cosas que hacen
los adultos que viven vidas excesivas", dice Cameron Douglas
en sus memorias. Después esperaba a que amaneciera, a que los amigos de
su padre se retiraran a descansar a sus habitaciones y él revolvía
entre sus cosas para ir recogiendo las sobras de las sustancias que
habían dejado.
Cameron, que ha recuperado una cercana relación con su padre,
reconoce ahora que entonces su unión iba a saltos: "Explosiva cuando
estábamos juntos y largos períodos en los que estábamos separados".
Una
tensión en la que la carrera y las fiestas de su padre, tenían mucho que
ver.
Cuando la profesión de Michael Douglas
comenzó a exigir que pasara períodos más largos fuera de casa, encontró
una solución para remediarlo: durante un almuerzo con Diandra, la madre
de Cameron, se fijó en uno de los camareros que les atendían y tras una
breve conversación, le contrató para que viviera en su casa e hiciera
de canguro de su hijo para que tuviera una influencia masculina
permanente en su vida.
El camarero, de origen salvadoreño, se convirtió
en la sombra de Cameron que afirma que le rompieron el corazón cuando a
los 10 años, esta persona que se había convertido en su figura paterna, fue despedido porque encontraron botellas de vodka debajo de su cama y se negó a dejarlo de forma definitiva.
Después llegó la separación de sus padres,
el tratamiento por adicción al sexo de su progenitor a quien su madre
pilló en la cama con otra mujer y la imparable progresión del hijo en
sus adicciones. De adolescente comenzó a fumar marihuana y a beber en
exceso. Cuando tenía 20 años llevaba pistola y traficaba con
metanfetaminas para conseguir dinero. A los 25 años afirma que se
inyectaba cocaína hasta tres veces cada hora. "Odiaba lo que quedaba de
mi vida a causa de las drogas, pero no podía parar", afirma ahora que
tiene 40 años y ha recuperado el control después de pagar el precio de estar en la cárcel. Su padre, Michael Douglas, de 75 años también se ha manifestado sobre
esta dura etapa: "Hubo momentos en los que casi perdimos la
esperanza... La vida se convirtió en una serie de crisis. Pensé que lo
iba a perder".
Una nueva edición de su novela ‘La campana de cristal’ y un relato inédito devuelven a Sylvia Plath a las librerías.
Escribía Sylvia Plath
(Boston, 1932-Londres, 1963) como si pintara, pero también, como si
escenificara, como si reviviera, como si recompusiera algo roto. Que
escribiera su primer poema a los ocho años, al poco de morir su padre
—figura clave de su poesía, representada siempre por algo relacionado
con las abejas, pues era aficionado a la apicultura—, apunta en ese
sentido. También lo hace La campana de cristal. Su única novela
es un clásico del feminismo, sí, pero, sobre todo, de la literatura
universal y de un nihilismo en extremo pasional, nacido de una neurosis
casi mística —o lo raro que es ser espectador de tu propia vida cuando
no le encuentras sentido—. Publicada apenas un mes antes de su suicidio
—tan
morbosamente cotidiano que pudo condenar, y puede que lo hiciera
durante demasiado tiempo, a su obra a mero apéndice de su malograda y
fascinante persona—, la obra vuelve, seis décadas después, vía
Literatura Random House, en una nueva traducción, a cargo de Eugenia
Vázquez Nacarino, la voz, en español, de Lucia Berlin. Y lo hace
acompañada del inédito Mary Ventura y el noveno reino, un relato que coquetea con lo fantástico y el terror. Obsesionada con acabar con los roles impuestos a la mujer desde niña
—nunca pudo entender por qué su madre fue incapaz de escapar de la jaula
de su condición de viuda y madre—, Plath creció imponiéndose a todos y a
todo. Desde niña destacó en todo lo que hizo y ya en la universidad (la
Smith de Massachusetts, el centro privado solo para chicas en el que se
ambienta el tórrido verano de La campana de cristal), le
escribió a un amigo: “Líbreme de cocinar tres veces al día, líbreme de
la inexorable jaula de la rutina y la costumbre. Amo la libertad.
Deploro las restricciones y las limitaciones. Yo soy yo. Yo soy
poderosa. Creo que me gustaría llamarme: La chica que quería ser Dios”. Sin embargo, fue en esa época cuando intentó matarse por primera vez. Porque toda esa fuerza interior, ese deseo imparable, se topaba con todo
tipo de obstáculos que su monstruosa neurosis convertía en agujeros negros dispuestos a devorarla. Su vida puede verse así en el periplo de Esther Greenwood, la narradora de La campana de cristal, esa universitaria autodestructiva que no encuentra sentido a su existencia, pero tampoco a la de todos los demás. “No sé hasta qué punto pesa hoy su figura frente a su obra, pero sí
considero que es una de esas escritoras que, robando la idea a Edith
Södergran, escribieron para quienes la leerían en el futuro. Cuanto más
tiempo pasa, cuanto más la releo, más hallazgos me brinda y más grande
me parece. Creo que conocer su biografía permite leerla de otra forma,
no mejor ni peor, sino distinta”, dice la poeta Elena Medel, que
colecciona compulsivamente ediciones de Ariel, el primer poemario póstumo de Plath. “Regreso a los poemas de Ariel
cada vez que afronto un nuevo libro o cuando un poema se me resiste”
confiesa. Cree la poeta que la obra de Plath “parte de un supuesto
confesional, de experiencias de una intimidad honda, pero la
autobiografía no ocupa el centro: todo lo contrario. Sirve como punto de
partida, como excusa, porque trabaja con lo personal universal, por así
decirlo: una primera persona en singular que se ofrece como propia a
quien la lee”. Eso es exactamente lo que ocurre en La campana de cristal, y en el pequeño, pero solo en tamaño, Mary Ventura y el noveno reino. Para la traductora Eugenia Vázquez Nacarino, resucitar la única novela de Plath ha sido como cumplir un sueño. La campana de cristal
no solo fue una lectura de juventud que la marcó, sino también uno de
los primeros libros que leyó en inglés. Le apetecía “muchísimo” meterse
en la piel de esa mujer fuerte que, dice, “escribió un retrato feroz de
la presión social que se ejercía sobre las mujeres a mediados de los
años cincuenta en EE UU y, por extensión, en el mundo occidental”. Una
mujer fuerte a la que derribó el fin de su tormentosa relación con Ted
Hughes, pero, también, en realidad, la vida, esa limitada y muerta jaula
de cuidados A Vázquez Nacarino, que tiene una muy pasional forma de trabajar, pues
intenta “habitar”, en la medida de lo posible “la mente” del escritor al
que traduce, le parece que la escritura de Plath imita, sin saberlo, a
su persona. “Ella decía de sí misma que podía irse de un extremo
irreconciliable a otro, porque era así, porque lo quería todo, vivir en
el campo y a la vez en la ciudad, y tiene una forma de escribir que
refleja esa personalidad cambiante, cínica y súper cándida, algo que se
nota incluso en la forma en que construye las frases, en la manera de
adjetivar, en el uso de los colores, en la plasticidad de su prosa, muy
creativa, en cierto sentido, sinestésica”, dice. También, afirma, que
siempre fue “una espectadora de sí misma”..
Feminismo y electrochoques
Nacida en Boston, en 1932, Sylvia Plath mostró gran talento desde su infancia. Publicó su primer poema con 8 años. Feminista, no quiso aceptar el rol que la sociedad esperaba de las mujeres. Intentó suicidarse en su primer año en la universidad, por lo que fue tratada con electrochoques. En Cambridge conoció al poeta Ted Hughes, con el que se casó en 1956. Su matrimonio acabó por las infidelidades de su marido. Plath se instaló en Londres con sus dos hijos. Se suicida el 11 de febrero de 1963 asfixiándose con gas, cuando se encontraba enferma y casi sin dinero.
Sofonisba
Anguissola y Lavinia Fontana, grandes maestras del 1600 italiano,
protagonizan una exposición cruzada en el Museo del Prado.
Es la segunda
muestra protagonizada por creadoras en sus 200 años de historia
Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana tienen poco de recién llegadas
a la historiografía del arte, aunque su prolongada ausencia del canon
occidental haya invitado a pensar lo contrario. El Museo del Prado
se sumó ayer a las instituciones internacionales que en los últimos
años están llenando el vacío de mujeres artistas con la presentación de
una exposición contundente de las dos pintoras del 1600 italiano (hasta
el 2 de febrero). No son las primeras grandes maestras que han llenado
las salas del museo. Más allá de la monográfica de Clara Peeters, en
2016, ya en 1985 unos cuadros excepcionales de Artemisia Gentileschi
resplandecieron en la exposición Pintura napolitana. De Caravaggio a Giordano.
Hoy las cosas han cambiado y los préstamos de las artistas están muy
disputados entre los museos internacionales. También en esta ocasión la
iniciativa ha despertado una enorme curiosidad, a juzgar por la sala a
rebosar, ayer, durante la presentación de la exposición por parte de la
comisaria, Leticia Ruiz.
Y puede que sea por las razones equivocadas
—las mujeres son ahora trending topic—, aunque eso sea en el
fondo irrelevante: lo importante es que las grandes maestras se expongan
y se conozcan como la calidad de sus trabajos merecen.
Desde que Ann Sutherland Harris y Linda Nochlin hicieran en Los
Angeles County Museum la primera gran exposición de mujeres artistas a
mediados de la década de 1970, Mujeres artistas 1550-1950,
ambas han ocupado páginas y libros completos; reflexiones y muestras
monográficas. Ya nadie pondría en tela de juicio que Anguissola
(Cremona, 1535-Palermo, 1625) y Fontana (Bolonia, 1552-Roma, 1614) son
dos referentes del arte occidental, capaces de sostener la comparación
con cualquiera de sus contemporáneos. Ambas fueron además artistas
reconocidas en su momento: en la corte de Felipe II
en el caso de Anguissola, hija de una conocida familia de Cremona, y
entre los sofisticados círculos boloñeses en el de Fontana, quien pronto
mostró sus aspiraciones profesionales. Pese a todo, en su caso, como en
el de otras mujeres artistas, el relato excluyente las ha ido borrando
de la narrativa, hasta hacerlas desaparecer casi por completo. A estas dos mujeres separadas por veinte años les une, además, un
acercamiento novedoso hacia la educación de las damas entre las clases
intelectuales de entonces: las jóvenes debían recibir una instrucción
esmerada en las artes y las letras, pues, como dijera Castiglione en Il cortigiano
(1528), las cosas que pueden entender los hombres las pueden entender
las mujeres también. Esta respuesta de reafirmación personal, tan
extendida entre las señoras de la época, podría justificar los numerosos
autorretratos de ambas que se exponen en el Prado y en los cuales se
representan pintando o tocando la espineta, como perfectas damas del
Renacimiento.
Aquí se encuentra una de las primeras contradicciones de las muchas
que plantea a cada paso el papel de las artistas. Si por un lado, los
autorretratos en diferentes actividades subrayan el orgullo de una
formación cuidada, por el otro, desactivan la idea misma de
profesionalidad: no son únicamente pintoras. No hay nada que temer. En esta ocasión se ha optado por exponerlas juntas y tal vez es
posible hacerlo solo por las enormes diferencias entre ambas, por sus
estilos a ratos divergentes, incluso por sus vidas, condicionadas por
sus lugares de procedencia y sus circunstancias familiares. Y su
diferencia de estilos no es, desde luego, un asunto menor cuando se
habla de mujeres artistas: durante mucho tiempo se han incluido todas en
un gran cajón de afinidades por el simple hecho de ser mujeres. Parecía
que las mujeres han pintado como mujeres sin más, aunque nadie haya
sabido explicar muy bien en qué consisten las afinidades básicas, aparte
de menos oportunidades de formación —las mujeres no podían compartir
taller con otros chicos— y los clásicos obstáculos de los que hablaba la
escritora australiana Germaine Greer. Pese a todo, cabe preguntarse por las razones de la transformación de
un proyecto individual de partida, dedicado solo a Sofonisba
Anguissola, a otro en el que comparte protagonismo con otra mujer, como
si las mujeres necesitaran siempre muletas de otros nombres, otros
hombres, otras mujeres incluso. ¿No es posible hacer una exposición de
una mujer sola, como se hace de Goya, El Greco o Picasso? Sin duda, esas sospechas provienen de esa deformación profesional que
me mantiene alerta siempre que se exponen mujeres artistas. Ya pasó con
la estupenda muestra de Clara Peeters que, sin que nadie entendiera por
qué, acababa con el cuadro de un artista muy conocido pero colocado
allí sin mucho sentido. Sin embargo, viendo las modulaciones de la brillante muestra,
comisariada por Leticia Ruiz, teniendo sobre todo la ocasión de ver
juntos tantos retratos de dos pintoras casi antitéticas —Anguissola la
contenida y poco prolífica; Lavinia productiva y dúctil, a veces casi
simbolista—, comparando las expresiones de las hermanitas jugando al
ajedrez de Anguissola con las del arreglo de novia de Fontana, queda
claro que es un privilegio ver el relato que cuentan estas dos mujeres
artistas cuya desaparición impuso la historia.