Que no se libre nadie
No es un número redondísimo (lo sería 1000), pero como ahora se conmemora todo cada año, para así no salir nunca de un bucle que simplemente se agranda hasta el infinito, estaré a tono con esta época si me detengo y miro atrás.
Lo que más me asusta, tras dieciséis años y medio soltando parrafadas, es que habrá jóvenes de veinte, veinticinco o treinta que no habrán conocido otra firma en esta última página de EPS, por lo que podrán creer que llevo aquí siempre.
Y no: tuve mucha vida antes de aterrizar aquí merced a la amable invitación del director Jesús Ceberio, y hasta había pasado ocho años con columnas dominicales en otro sitio.
Cuando me incorporé a este suplemento lo hice con timidez, según mi recuerdo, pese a que mis colaboraciones en el periódico se habían iniciado en el remoto 1978.
Aquella pieza inaugural se tituló
“Delitos para todos”, y si la memoria no me falla (del primero a los de enero de 2019 están recopilados en volúmenes, pero me da pereza ponerme a buscarlo), hablaba de cómo se iba ampliando la lista de actividades ilegales para que todos pudiéramos ir a prisión por algún motivo.
Me doy cuenta de que esa tendencia no ha hecho sino ir a más: cada vez hay más cosas prohibidas y no entiendo cómo no estamos la mayoría en las cárceles.
A falta de espacio en ellas, se ha inventado la “pena de redes sociales”, gracias a la cual mucha gente no está entre rejas pero ha perdido su empleo, su carrera, su reputación, se ha convertido en apestada y ha sido objeto de insultos multitudinarios.
Así que, en efecto, hoy no se libra de culpa casi nadie, sea famoso o desconocido.
Cuando ocupé este rincón todavía gobernaba Aznar, y hube de dedicar muchas columnas a la infame Guerra de Irak en la que nos involucró ese Presidente megalómano.
Nadie sabía aún de la existencia de Zapatero, y los atentados del 11-M eran poco imaginables.
Y ETA mataba gratuitamente, como lo había hecho durante los siete lustros anteriores.
Vivía yo entonces donde sigo, en el centro de Madrid, que ha cambiado y se ha degradado espantosamente.
Había tiendas útiles para los habitantes.
Los comerciantes fueron expulsados por el brutal encarecimiento de los alquileres y los vecinos lo están siendo por la proliferación de los pisos turísticos.
Se podía caminar con desahogo, sin verse arrollado o atascado por demenciales grupos de extranjeros con maleta y móvil pegado al ojo.
La gente ya vestía canallescamente en verano, pero no era lo de ahora: cada vez que me cruzo con un varón con pantalones largos y sin espantosas deportivas (afean todos los andares), me dan ganas de abrazarlo;
si veo a una mujer con gratas y finas sandalias, mi impulso es besarle no los pies (tendría que tirarme al suelo), pero sí la mano. Descuiden, jamás lo haría, no tanto porque se me considerara un cursi y porque nunca haya besado manos (que también), sino porque es muy probable que se me denunciara por asalto.
Me he hecho mayor en esta esquina.
Alguna ventaja ofrece: cuanto más lo soy, menos me importa agradar, caer bien, contentar a los lectores de este diario, que, si bien muy variados, comparten ciertos rasgos predominantes.
No pretendo lo contrario, claro está: ni desagradar ni caer mal ni provocar el descontento.
Pero sí decir lo que pienso, y si lo que pienso y digo no gusta a muchos, qué se le va a hacer, son gajes del oficio de los que no cabe quejarse: nadie me obliga a permanecer aquí ni yo me empeño.
El día que la directora me comunique que ya está bien, desapareceré.
De hecho me pregunto si 800 columnas no son ya un abuso por mi parte y por la de la revista que me acoge.
Me resulta inevitable pensar cuántas sandeces habré escrito, en cuántas destemplanzas habré incurrido.
Lo cual no obstará para que continúe soltando unas e incurriendo en otras, mientras no me apee o me apeen.
A veces se le calientan a uno los dedos sobre el teclado, es irremediable.
En 2003 todavía se emitía Los Soprano, esa cumbre.
Fue la principal causante de la adicción a las series y de su hiperinflación actual, con cientos de bodrios (salvo excepciones) que los “seriólogos” elogian sesudamente con papanatismo. Las películas aún no duraban dos horas y cuarto como mínimo, ni se copiaban entre sí con desfachatez absoluta.
La literatura no estaba invadida por detectives e inspectoras “raros” (el que no padece Alzhéimer padece Asperger, o es enano, o se le han muerto los hijos, y casi todos son bordes) ni por relatos más o menos autobiográficos de sufrimiento y abuso: hoy no parece haber nadie con una vida y una infancia más o menos aceptables.
El que mejor lo ha pasado se queja de su extremada pobreza, pero, según lee uno, descubre que se considera pobreza extrema haber tenido empleo, piso, coche y haber sacado adelante a una familia. Quienes más presumen de pobres desconocen lo que es la verdadera pobreza.
Y es que el mundo se ha llenado de víctimas.
Casi todos se afanan por serlo para alimentar su resentimiento, y por que de paso se condene a quienes consideran sus verdugos indirectos.
Me temo que ya lo dije hace 800 artículos: vengan más delitos y agravios, y que no se libre nadie.