Una biografía recién publicada del gran modisto fallecido indaga en su vida más desconocida.
Hay muchas maneras de acercarse a Karl Lagerfeld,
múltiples lentes con las que observarlo.
El personaje de las gafas oscuras y la coleta blanca identificable. El diseñador que reinó en la moda de las últimas cuatro décadas.
El hombre de negocios políglota y cosmopolita, el íntimo rival de Yves Saint-Laurent, el modisto de Chanel y otras marcas de lujo.
Y también un alemán de su tiempo.
Lagerfeld nació en 1933 (aunque él siempre mantuvo una brumosa ambigüedad al respecto) en el país en el que, ese mismo año, llegaba al poder Adolf Hitler.
Murió en París el pasado 19 de febrero.
Fue un miembro de la generación de los niños marcados por la guerra y, más tarde, por el sentimiento de culpa colectiva. Algunos —más jóvenes que Lagerfeld, como la generación del 68, o algo mayores, como el escritor Günter Grass— pidieron cuentas a sus mayores o dedicaron la vida a dar vueltas y vueltas a este pasado. Él optó por otra vía, como explica Raphaëlle Bacqué en Kaiser Karl (editorial Albin Michel, en francés).
El libro es una indagación en la vida y en la psique del icono de la moda y, al mismo tiempo, un retrato de un microcosmos —o un zoológico humano, el de la haute couture y el prêt-à-porter, el del glamur y el dinero, el de las fiestas desenfrenadas— en una ciudad y en una época muy concretas.
En este caso, París entre los años cincuenta y el principio del siglo XXI.
Hay muchas maneras de acercarse a Karl Lagerfeld,
múltiples lentes con las que observarlo. El personaje de las gafas
oscuras y la coleta blanca identificable.
El diseñador que reinó en la moda de las últimas cuatro décadas. El hombre de negocios políglota y cosmopolita, el íntimo rival de Yves Saint-Laurent, el modisto de Chanel y otras marcas de lujo. Y también un alemán de su tiempo.
El libro es una indagación en la vida y en la psique del icono de la moda y, al mismo tiempo, un retrato de un microcosmos —o un zoológico humano, el de la haute couture y el prêt-à-porter, el del glamur y el dinero, el de las fiestas desenfrenadas— en una ciudad y en una época muy concretas.
En este caso, París entre los años cincuenta y el principio del siglo XXI.
La vía Lagerfeld a la hora de abordar su alemanidad fue la del silencio.
O, directamente, la de la fabulación. Aspiró siempre a ser el escritor de su propia vida, y lo logró.
Nunca permitió que nadie controlara su historia ni la contara en su lugar.
Y esto también se aplica —o se aplica sobre todo— a sus orígenes, a su infancia y a la Segunda Guerra Mundial.
“En sus primeros años en París, borra radicalmente su origen alemán”, dice Bacqué, reportera del diario Le Monde. Bacqué se refiere a sus primeros años en París,
1950, un hijo de papá que llega a la capital del arte y de la moda para conquistarla, con Francia todavía recuperándose de la guerra, el recuerdo de la ocupación nazi aún vivo y el odio a Alemania a flor de piel para muchos franceses.
Aquel adolescente —lector sofisticado y dibujante obsesivo, empapado de cultura francesa— usa en sus conversaciones mundanas la despectiva palabra francesa boche para referirse a los alemanes.
Y habla un francés impecable. “No solo atenúa su acento, sino que miente sobre la nacionalidad de su padre, Otto Lagerfeld”, añade Bacqué.
Se trata, para Karl, de evitar que se le pregunte qué hizo durante la guerra.
No es que Otto hubiese sido nazi: nunca militó en el partido, según Bacqué.
Tampoco participó en las acciones bélicas: era demasiado mayor. ¿Qué había que ocultar, exactamente?
Papá Lagerfeld era un hombre de negocios: burguesía de Hamburgo,
cosmopolita y emprendedora.
“Dirigía Glücksklee, filial alemana de una empresa estadounidense de leche concentrada.
Durante la guerra había negociado con el régimen para conservar la dirección de las fábricas.
Y fue proveedor de la Wehrmacht [el ejército alemán] hasta 1945”, explica la autora.
Nada distinto, a primera vista, de tantos alemanes que, sin participar del fervor hitleriano, se acomodaron o se beneficiaron del régimen.
Pero suficiente para que incomodara a su hijo cuando intentaba abrirse camino en París.
Bacqué recuerda en el libro que, en sus primeras entrevistas al adquirir cierto reconocimiento en París, Karl decía: “Mi padre era sueco, era un barón”.
También decía que era danés u holandés. Estos equívocos no eran tan raros en la época: Fritz Trump y su hijo Donald, futuro presidente de Estados Unidos, mantuvieron durante tiempo que eran de origen sueco y no alemán.
“No conozco nada del pasado de mis padres. Significa que existe, pero no sé nada de él. No me concierne”, diría Lagerfeld en una entrevista.
La relación de Karl con sus orígenes evolucionó.
Coincidió con su relación, a partir de los setenta, con el dandy autodestructivo Jacques de Bascher, fascinado por Alemania. Entonces recuperó el ligero acento alemán que antes había disimulado.
Su referencia era la República de Weimar, cosmopolita, culta y decadente, no los años de la guerra que había pasado en Bad Bramstedt, un pueblo a 40 kilómetros de Hamburgo.
“Yo no vi nada de la guerra”, le dijo a Bacqué.
Después le reconoció que desde ahí veía los bombardeos aliados sobre la ciudad hanseática: “Sí, vi el cielo rojo y los aviones”.
“Siempre quiso controlar enteramente su vida y se aplicó a escribir la leyenda”, resume Bacqué.
“En el fondo, y excepto con la muerte de Jacques, lo consiguió”.
Cuando Bacqué le entrevistó, unos meses antes de morir, el Kaiser ya había asumido desde hacía tiempo su identidad alemana, e incluso de jactaba de su “columna vertebral prusiana”, una capacidad de trabajo ilimitada.
El personaje de las gafas oscuras y la coleta blanca identificable. El diseñador que reinó en la moda de las últimas cuatro décadas.
El hombre de negocios políglota y cosmopolita, el íntimo rival de Yves Saint-Laurent, el modisto de Chanel y otras marcas de lujo.
Y también un alemán de su tiempo.
Lagerfeld nació en 1933 (aunque él siempre mantuvo una brumosa ambigüedad al respecto) en el país en el que, ese mismo año, llegaba al poder Adolf Hitler.
Murió en París el pasado 19 de febrero.
Fue un miembro de la generación de los niños marcados por la guerra y, más tarde, por el sentimiento de culpa colectiva. Algunos —más jóvenes que Lagerfeld, como la generación del 68, o algo mayores, como el escritor Günter Grass— pidieron cuentas a sus mayores o dedicaron la vida a dar vueltas y vueltas a este pasado. Él optó por otra vía, como explica Raphaëlle Bacqué en Kaiser Karl (editorial Albin Michel, en francés).
El libro es una indagación en la vida y en la psique del icono de la moda y, al mismo tiempo, un retrato de un microcosmos —o un zoológico humano, el de la haute couture y el prêt-à-porter, el del glamur y el dinero, el de las fiestas desenfrenadas— en una ciudad y en una época muy concretas.
En este caso, París entre los años cincuenta y el principio del siglo XXI.
El diseñador que reinó en la moda de las últimas cuatro décadas. El hombre de negocios políglota y cosmopolita, el íntimo rival de Yves Saint-Laurent, el modisto de Chanel y otras marcas de lujo. Y también un alemán de su tiempo.
El libro es una indagación en la vida y en la psique del icono de la moda y, al mismo tiempo, un retrato de un microcosmos —o un zoológico humano, el de la haute couture y el prêt-à-porter, el del glamur y el dinero, el de las fiestas desenfrenadas— en una ciudad y en una época muy concretas.
En este caso, París entre los años cincuenta y el principio del siglo XXI.
La vía Lagerfeld a la hora de abordar su alemanidad fue la del silencio.
O, directamente, la de la fabulación. Aspiró siempre a ser el escritor de su propia vida, y lo logró.
Nunca permitió que nadie controlara su historia ni la contara en su lugar.
Y esto también se aplica —o se aplica sobre todo— a sus orígenes, a su infancia y a la Segunda Guerra Mundial.
“En sus primeros años en París, borra radicalmente su origen alemán”, dice Bacqué, reportera del diario Le Monde. Bacqué se refiere a sus primeros años en París,
1950, un hijo de papá que llega a la capital del arte y de la moda para conquistarla, con Francia todavía recuperándose de la guerra, el recuerdo de la ocupación nazi aún vivo y el odio a Alemania a flor de piel para muchos franceses.
Aquel adolescente —lector sofisticado y dibujante obsesivo, empapado de cultura francesa— usa en sus conversaciones mundanas la despectiva palabra francesa boche para referirse a los alemanes.
Y habla un francés impecable. “No solo atenúa su acento, sino que miente sobre la nacionalidad de su padre, Otto Lagerfeld”, añade Bacqué.
Se trata, para Karl, de evitar que se le pregunte qué hizo durante la guerra.
No es que Otto hubiese sido nazi: nunca militó en el partido, según Bacqué.
Tampoco participó en las acciones bélicas: era demasiado mayor. ¿Qué había que ocultar, exactamente?
“Dirigía Glücksklee, filial alemana de una empresa estadounidense de leche concentrada.
Durante la guerra había negociado con el régimen para conservar la dirección de las fábricas.
Y fue proveedor de la Wehrmacht [el ejército alemán] hasta 1945”, explica la autora.
Nada distinto, a primera vista, de tantos alemanes que, sin participar del fervor hitleriano, se acomodaron o se beneficiaron del régimen.
Pero suficiente para que incomodara a su hijo cuando intentaba abrirse camino en París.
Bacqué recuerda en el libro que, en sus primeras entrevistas al adquirir cierto reconocimiento en París, Karl decía: “Mi padre era sueco, era un barón”.
También decía que era danés u holandés. Estos equívocos no eran tan raros en la época: Fritz Trump y su hijo Donald, futuro presidente de Estados Unidos, mantuvieron durante tiempo que eran de origen sueco y no alemán.
“No conozco nada del pasado de mis padres. Significa que existe, pero no sé nada de él. No me concierne”, diría Lagerfeld en una entrevista.
La relación de Karl con sus orígenes evolucionó.
Coincidió con su relación, a partir de los setenta, con el dandy autodestructivo Jacques de Bascher, fascinado por Alemania. Entonces recuperó el ligero acento alemán que antes había disimulado.
Su referencia era la República de Weimar, cosmopolita, culta y decadente, no los años de la guerra que había pasado en Bad Bramstedt, un pueblo a 40 kilómetros de Hamburgo.
“Yo no vi nada de la guerra”, le dijo a Bacqué.
Después le reconoció que desde ahí veía los bombardeos aliados sobre la ciudad hanseática: “Sí, vi el cielo rojo y los aviones”.
“Siempre quiso controlar enteramente su vida y se aplicó a escribir la leyenda”, resume Bacqué.
“En el fondo, y excepto con la muerte de Jacques, lo consiguió”.
Cuando Bacqué le entrevistó, unos meses antes de morir, el Kaiser ya había asumido desde hacía tiempo su identidad alemana, e incluso de jactaba de su “columna vertebral prusiana”, una capacidad de trabajo ilimitada.
Pero al preguntarle por los años de la guerra, se iba por las
ramas.
“Era huidizo.
Respondía a mis preguntas precisas sobre su padre contándome mil anécdotas divertidas sobre su infancia, su madre, la vida en el campo, pero evitaba cuidadosamente abordar el verdadero tema de la guerra”, recuerda la biógrafa.
Con su francés sincopado, podía parecer verborreico, pero sabía evitar las zonas incómodas.
“Yo solo vendo una fachada”, solía decir Lagerfeld. “La verdad propia solo nos la debemos a nosotros mismos”.
Respondía a mis preguntas precisas sobre su padre contándome mil anécdotas divertidas sobre su infancia, su madre, la vida en el campo, pero evitaba cuidadosamente abordar el verdadero tema de la guerra”, recuerda la biógrafa.
Con su francés sincopado, podía parecer verborreico, pero sabía evitar las zonas incómodas.
“Yo solo vendo una fachada”, solía decir Lagerfeld. “La verdad propia solo nos la debemos a nosotros mismos”.