12 may 2019
Entre el dolor y el placer..................................Daria Bignardi
Para bien o para mal acabamos siendo víctimas de nuestro carácter. La
autora heredó de su madre un ansia obsesiva que arruinó y salvó su vida.
QUERIDA MADRE: Si escribo, es gracias a ti, porque con tu ansia obsesiva me arruinaste y salvaste la vida al mismo tiempo.
Y precisamente por eso odié el ansia durante muchos años —no a ti: a ti te idolatraba—, hasta el punto de negarla, eliminarla y avergonzarme de ella.
No entendía que la energía que me guiaba o me paralizaba, que me obligaba a someterme a las pruebas más difíciles y agotadoras aunque nada tuvieran que ver conmigo, que me empujaba a estrechar lazos con personas que me hacían sentir incómoda, que no me abandonaba ni siquiera cuando dormía, que me despertaba de madrugada con la mente rebosante de cosas que debía hacer, decir, o escribir… no era más que una forma de aquella ansia. Siempre intenté protegerte del dolor, a ti y a todos los que a mi entender sufrían.
A todos menos a mí misma.
Puede que ese sea el motivo por el que yo siempre haya intentado rodearme de personas muy distintas a mí: constantes, autónomas, sólidas, pacientes y nada ansiosas.
Pero, a veces, esa clase de personas no son las más sensibles y les cuesta entender y aceptar el tormento de quienes sufren de ansia.
El ansia puede ser peligrosa porque no nos permite notar el cansancio, nos deja desnudas, expuestas, frágiles, vulnerables y exhaustas.
En los peores momentos, incluso puede condicionar nuestra vida, paralizarnos y consumirnos: porque nos hace obsesionarnos con lo negativo y perder de vista todo lo demás, excepto para desesperarnos cuando las cosas hermosas de la vida, que damos por supuestas, desaparecen.
El ansia, sin embargo, también puede convertirse en una gran energía creativa, una marea que nos conduce hasta donde nunca nos hubiéramos creído capaces de llegar.
Creo que todo lo que he hecho —desde abandonar a los 20 años la pequeña ciudad de provincias para marcharme a Londres en busca de trabajo sin saber apenas inglés; instalarme a los 23 en Milán sin conocer a nadie; encontrar trabajo en la prensa y en la televisión; escribir libros—, lo he hecho siguiendo una necesidad urgente primero de libertad y luego de poder expresarme, de crear algo que compartir con los demás para aplacar así la inquietud que desde siempre me empuja, me aguijonea y me atormenta.
Fue el ansia lo que me impulsó a cultivar mi vocación por la escritura y la lectura.
De niña, leía y escribía de forma compulsiva: primero cuentos, luego libros juveniles y después todos los libros que encontraba en casa.
Y cuando ya los había leído todos dos o tres veces, iba a comprar libros usados a la librería, al quiosco, a los mercadillos, o los cogía en préstamo de la biblioteca.
Y cuando no tenía libros, leía los periódicos y las revistas, y cuando se me acababan, leía la etiqueta del agua mineral, los prospectos de los medicamentos, las normas del ascensor, las vallas publicitarias…
No podía evitarlo, tenía que leer y escribir.
“Te vas a estropear la vista”, me decías, con los ojos puestos sobre las páginas de un libro.
Creo que dicha necesidad imperiosa era un efecto de tu herencia que me ha encaminado hacia el ansia, sí, pero también hacia la vida, hacia mi destino y hacia mi necesidad de compartir: que ha hecho de mí, para bien o para mal, lo que soy.
Y precisamente por eso odié el ansia durante muchos años —no a ti: a ti te idolatraba—, hasta el punto de negarla, eliminarla y avergonzarme de ella.
No entendía que la energía que me guiaba o me paralizaba, que me obligaba a someterme a las pruebas más difíciles y agotadoras aunque nada tuvieran que ver conmigo, que me empujaba a estrechar lazos con personas que me hacían sentir incómoda, que no me abandonaba ni siquiera cuando dormía, que me despertaba de madrugada con la mente rebosante de cosas que debía hacer, decir, o escribir… no era más que una forma de aquella ansia. Siempre intenté protegerte del dolor, a ti y a todos los que a mi entender sufrían.
A todos menos a mí misma.
Puede que ese sea el motivo por el que yo siempre haya intentado rodearme de personas muy distintas a mí: constantes, autónomas, sólidas, pacientes y nada ansiosas.
Pero, a veces, esa clase de personas no son las más sensibles y les cuesta entender y aceptar el tormento de quienes sufren de ansia.
El ansia puede ser peligrosa porque no nos permite notar el cansancio, nos deja desnudas, expuestas, frágiles, vulnerables y exhaustas.
En los peores momentos, incluso puede condicionar nuestra vida, paralizarnos y consumirnos: porque nos hace obsesionarnos con lo negativo y perder de vista todo lo demás, excepto para desesperarnos cuando las cosas hermosas de la vida, que damos por supuestas, desaparecen.
El ansia, sin embargo, también puede convertirse en una gran energía creativa, una marea que nos conduce hasta donde nunca nos hubiéramos creído capaces de llegar.
Creo que todo lo que he hecho —desde abandonar a los 20 años la pequeña ciudad de provincias para marcharme a Londres en busca de trabajo sin saber apenas inglés; instalarme a los 23 en Milán sin conocer a nadie; encontrar trabajo en la prensa y en la televisión; escribir libros—, lo he hecho siguiendo una necesidad urgente primero de libertad y luego de poder expresarme, de crear algo que compartir con los demás para aplacar así la inquietud que desde siempre me empuja, me aguijonea y me atormenta.
Fue el ansia lo que me impulsó a cultivar mi vocación por la escritura y la lectura.
De niña, leía y escribía de forma compulsiva: primero cuentos, luego libros juveniles y después todos los libros que encontraba en casa.
Y cuando ya los había leído todos dos o tres veces, iba a comprar libros usados a la librería, al quiosco, a los mercadillos, o los cogía en préstamo de la biblioteca.
Y cuando no tenía libros, leía los periódicos y las revistas, y cuando se me acababan, leía la etiqueta del agua mineral, los prospectos de los medicamentos, las normas del ascensor, las vallas publicitarias…
No podía evitarlo, tenía que leer y escribir.
“Te vas a estropear la vista”, me decías, con los ojos puestos sobre las páginas de un libro.
Creo que dicha necesidad imperiosa era un efecto de tu herencia que me ha encaminado hacia el ansia, sí, pero también hacia la vida, hacia mi destino y hacia mi necesidad de compartir: que ha hecho de mí, para bien o para mal, lo que soy.
Chloe ..........................................................Rosa Montero
De todas las enfermedades raras, esta niña tiene la más rara: sólo se
conocen 12 casos.
En España hay un proyecto de investigación para buscar tratamiento.
DANNY VAN DE Grift, la esposa y luego viuda del escritor Robert Louis Stevenson,
escribió una carta a un amigo en la que contaba la espantosa agonía y
muerte de su hijo de cuatro años.
Tenía tuberculosis ósea y los huesos se le rompían y le atravesaban la carne.
Se trata de uno de los textos más atroces que jamás he leído, un testimonio difícilmente soportable.
Pero, al mismo tiempo, posee una belleza estremecedora, la autenticidad del amor absoluto y de la pena más pura y más sagrada. Son palabras que taladran.
A veces, pocas veces, te topas con un relámpago de vida semejante. Con un rayo de sufrimiento que deslumbra, por la resistencia asombrosa de sus víctimas, por la grandeza de su lucha.
Tengo en mis manos la maravillosa carta de otra madre coraje, Jorgelina Borda.
Su hija, Chloe, “una guerrera valiente como nadie”, enfermó a los tres años:
“Al principio se caía todo el tiempo, esa fue la primera señal de que algo pasaba, era una niña preciosa y feliz pero de repente no era capaz de subir un escalón ni la entendíamos cuando hablaba… ¡Todo fue tan rápido! La perdíamos semana a semana, era un deterioro psicomotor violento”.
Cómo cortan, cómo escuecen esas tres palabras: la primera señal. Es la felicidad perdida, la puerta del infierno que se abre.
Hay dolores tan grandes que se parecen a la locura.
Me gustaría callarme y dejar hablar a esta madre de elocuencia devastadora, copiar sin más su carta en carne viva.
Pero es un texto largo y hay que resumirlo.
Durante años buscaron un diagnóstico inútilmente, mientras Chloe perdía el habla, la movilidad, la capacidad de beber.
Consultaron a neurólogos de todo el mundo y, en su desesperación, a curanderos y hasta a un sacerdote milagrero en Argentina.
En lo más negro de la negrura, Jorgelina vio en televisión a un científico español, el doctor Matilla, hablando de cosas que le sonaron cercanas, y ni corta ni perezosa se presentó con Chloe en su laboratorio del Institut Germans Trias i Pujol.
Hace tan sólo unos meses, y tras largos esfuerzos conjuntos, el doctor Matilla y el doctor Posada del Carlos III de Madrid descubrieron por fin lo que tiene Chloe: es el resultado de una mutación en el gen VPS13D, la enfermedad más rara de todas las enfermedades raras: sólo se conocen 12 casos en todo el mundo y Chloe es la única en España.
Qué desdichada singularidad, qué burlona la vida.
Dentro de este diluvio de congojas se atisba sin embargo cierto respiro: el equipo del doctor Matilla está preparando un proyecto de investigación para buscar un tratamiento.
Los biomarcadores demuestran que existen muchas esperanzas de lograrlo, y además usarían una nueva técnica más rápida, eficiente y barata que utiliza peces en vez de ratones.
El estudio llevaría dos años y supondría un avance en la cura de este tipo de enfermedades.
El problema es que se necesitan 200.000 euros para financiarlo:
“Pero los conseguiré sea como sea, porque, si no lo hago, un día no muy lejano Chloe dejará de caminar, de comer y de hablar, y mientras esto sucede, ¡sufrirá tanto!”.
A la niña, en efecto, le duele todo el cuerpo, aunque en los últimos años (ahora tiene 10) ha recuperado el habla y ha vuelto a comer y caminar gracias a un programa conjunto de fisioterapeutas, logopedas y tratamientos enzimáticos.
Todo con un esfuerzo descomunal. “Los niños se ríen de ella porque camina mal, habla mal y come mal; ella sólo se pregunta por qué se burlan, pero no les guarda rencor…
Chloe es buena, diferente, dulce, preciosa… Cultiva un pequeño huerto en casa y llora si se le rompe una hoja a sus plantas”.
Chloe frágil y fuerte, Chloe heroína y mártir: a veces la vida te deja un espacio inverosímilmente pequeño para vivir, un rincón sin apenas oxígeno, y, aun así, hay gente que escoge no volverse loca y perseverar, que sonríe y cuida huertos diminutos.
Jorgelina ha creado una campaña de Gofundme para reunir los fondos: busca investigacionparachloe.org.
“Llevo tantos años subiendo esta montaña y ahora desde donde estoy puedo ver la cima, pero aún está lejos y hay mucha nieve.
Aunque, ¿sabes qué?, detrás de la cima congelada veo un cielo azul infinito y un inmenso sol cuyos rayos me calientan”.
Derritamos ese hielo entre todos.
En España hay un proyecto de investigación para buscar tratamiento.
Tenía tuberculosis ósea y los huesos se le rompían y le atravesaban la carne.
Se trata de uno de los textos más atroces que jamás he leído, un testimonio difícilmente soportable.
Pero, al mismo tiempo, posee una belleza estremecedora, la autenticidad del amor absoluto y de la pena más pura y más sagrada. Son palabras que taladran.
A veces, pocas veces, te topas con un relámpago de vida semejante. Con un rayo de sufrimiento que deslumbra, por la resistencia asombrosa de sus víctimas, por la grandeza de su lucha.
Tengo en mis manos la maravillosa carta de otra madre coraje, Jorgelina Borda.
Su hija, Chloe, “una guerrera valiente como nadie”, enfermó a los tres años:
“Al principio se caía todo el tiempo, esa fue la primera señal de que algo pasaba, era una niña preciosa y feliz pero de repente no era capaz de subir un escalón ni la entendíamos cuando hablaba… ¡Todo fue tan rápido! La perdíamos semana a semana, era un deterioro psicomotor violento”.
Cómo cortan, cómo escuecen esas tres palabras: la primera señal. Es la felicidad perdida, la puerta del infierno que se abre.
Hay dolores tan grandes que se parecen a la locura.
Me gustaría callarme y dejar hablar a esta madre de elocuencia devastadora, copiar sin más su carta en carne viva.
Pero es un texto largo y hay que resumirlo.
Durante años buscaron un diagnóstico inútilmente, mientras Chloe perdía el habla, la movilidad, la capacidad de beber.
Consultaron a neurólogos de todo el mundo y, en su desesperación, a curanderos y hasta a un sacerdote milagrero en Argentina.
En lo más negro de la negrura, Jorgelina vio en televisión a un científico español, el doctor Matilla, hablando de cosas que le sonaron cercanas, y ni corta ni perezosa se presentó con Chloe en su laboratorio del Institut Germans Trias i Pujol.
Hace tan sólo unos meses, y tras largos esfuerzos conjuntos, el doctor Matilla y el doctor Posada del Carlos III de Madrid descubrieron por fin lo que tiene Chloe: es el resultado de una mutación en el gen VPS13D, la enfermedad más rara de todas las enfermedades raras: sólo se conocen 12 casos en todo el mundo y Chloe es la única en España.
Qué desdichada singularidad, qué burlona la vida.
Dentro de este diluvio de congojas se atisba sin embargo cierto respiro: el equipo del doctor Matilla está preparando un proyecto de investigación para buscar un tratamiento.
Los biomarcadores demuestran que existen muchas esperanzas de lograrlo, y además usarían una nueva técnica más rápida, eficiente y barata que utiliza peces en vez de ratones.
El estudio llevaría dos años y supondría un avance en la cura de este tipo de enfermedades.
El problema es que se necesitan 200.000 euros para financiarlo:
“Pero los conseguiré sea como sea, porque, si no lo hago, un día no muy lejano Chloe dejará de caminar, de comer y de hablar, y mientras esto sucede, ¡sufrirá tanto!”.
A la niña, en efecto, le duele todo el cuerpo, aunque en los últimos años (ahora tiene 10) ha recuperado el habla y ha vuelto a comer y caminar gracias a un programa conjunto de fisioterapeutas, logopedas y tratamientos enzimáticos.
Todo con un esfuerzo descomunal. “Los niños se ríen de ella porque camina mal, habla mal y come mal; ella sólo se pregunta por qué se burlan, pero no les guarda rencor…
Chloe es buena, diferente, dulce, preciosa… Cultiva un pequeño huerto en casa y llora si se le rompe una hoja a sus plantas”.
Chloe frágil y fuerte, Chloe heroína y mártir: a veces la vida te deja un espacio inverosímilmente pequeño para vivir, un rincón sin apenas oxígeno, y, aun así, hay gente que escoge no volverse loca y perseverar, que sonríe y cuida huertos diminutos.
Jorgelina ha creado una campaña de Gofundme para reunir los fondos: busca investigacionparachloe.org.
“Llevo tantos años subiendo esta montaña y ahora desde donde estoy puedo ver la cima, pero aún está lejos y hay mucha nieve.
Aunque, ¿sabes qué?, detrás de la cima congelada veo un cielo azul infinito y un inmenso sol cuyos rayos me calientan”.
Derritamos ese hielo entre todos.
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