El músico escribe sobre el lado más sórdido de la fama en su autobiografía.
La vida de Moby
(Harlem, Nueva York, 1965) es como una de esas fábulas con moraleja que
garantizan que la fama y el dinero no dan la felicidad; en su caso, de
hecho, estuvieron a punto de llevárselo por delante.
En 1999, el músico
trabajaba como dj, había logrado un éxito más bien discreto con
un par de temas electrónicos y acababa de quedarse sin discográfica en
América.
Su carrera pendía de un hilo y, cuando presentó su nuevo álbum,
Play, en una tienda de discos de Nueva York ante apenas 30
personas, él mismo estaba convencido de que iba a ser el último que
grabase.
Pero entonces llegó la vuelta de tuerca. Play acabó
vendiendo más de 10 millones de copias, todas sus canciones se
reprodujeron en anuncios, series o películas, y se convirtió de la noche
a la mañana en una estrella de rock que le hablaba de tú a Bowie, Bono o
Madonna, optaba a los Grammy, salía con actrices famosas y compraba casas como quien juega al Monopoly.
Y, sin embargo, en realidad todo era mucho más sórdido y complejo.
Ese
éxito fue el detonante de su caída libre a los infiernos, y Moby se pasó
la primera década del nuevo milenio deprimido, con ataques de pánico,
borracho, drogado, en orgías o acostándose con “cualquiera que dijera
que sí”.
Su espiral autodestructiva culminó en 2008 con un intento de
suicidio.
“Me había tomado 15 copas, cocaína por valor de 200 dólares y
un puñado de Vicodin”, escribe en Then It Fell Apart, el segundo volumen de su recién publicada autobiografía (el primero, Porcelain, que salió a la venta en 2016, abarcaba de 1989 a 1999). En el libro, del que medios como The Times o Rolling Stone
han publicado largos extractos, Moby no parece sentir ninguna empatía
hacia sí mismo cuando describe sus horas más bajas sin ahorrarse
detalles escabrosos, y habla de la perpetua insatisfacción y de la
sensación de soledad que nunca logró sacudirse a pesar de la fama, o a
causa de ella.
Sus memorias también están repletas de anécdotas en las que aparecen
otros nombres conocidos.
Las hay casi entrañables, como la de la cena
con Lou Reed a la que le invitó su idolatrado David Bowie, que era su vecino.
Las hay chismosas, como cuando habla de sus efímeras relaciones sentimentales con Christina Ricci o Natalie Portman
—“durante unas semanas había intentado ser el novio de Natalie, pero
una noche por teléfono me informó de que había conocido a otra persona.
Me sentí aliviado por no tener que contarle lo dañado que estaba”,
relata—, o recuerda una madrugada de copas con Ewan McGregor en la que Russell Crowe
le acabó gritando en el baño de un antro. Las hay deplorables, como la
de la Navidad en la que le arrojó un cuchillo al escritor Jonathan Ames o
cuando afeó al público de uno de sus conciertos que no llevaran drogas
para darle.
Pero la anécdota que más ruido está generando tuvo lugar en
una fiesta en 2001, cuando sus amigos le retaron a que frotara sus
genitales contra Donald Trump,
y recogió el guante:
“Bebí un chupito de vodka para prepararme, saqué
mi pene flácido de los pantalones y pasé casualmente por delante de
Trump, tratando de rozar el borde de su chaqueta con mi pene.
Afortunadamente, no se dio cuenta, ni siquiera se movió”.
Hoy, por
cierto, Moby es abiertamente crítico con las políticas del presidente de
Estados Unidos y en las redes sociales utiliza a menudo el hashtag #impeachment.
Su padre murió
por conducir bebido cuando él tenía dos años y, según ha contado, a
finales de los 60 a su madre le atraía más colocarse con sus amigos que
ocuparse de un niño.
En el libro, admite que la atención que le granjeó
la fama se volvió una suerte de droga, lo único que le hacía sentirse
valioso y legitimado.
De hecho, uno de sus rituales semanales consistía
en acercarse a un quiosco para buscar su foto en las revistas.
Cuando sus discos dejaron de vender, el espejismo se desvaneció:
Estaba enfadado conmigo mismo porque no podía escribir un hit.
Angustiado de que mi carrera se estuviera desplomando. Y avergonzado por haberme convertido en un mal chiste entre los hipsters”.
Veinte años después de aquel mítico Play que lo cambió todo, Moby vive en Los Ángeles, no sale de gira (excepto para presentar sus libros), desayuna smoothies en vez de éxtasis, no ha probado el alcohol desde octubre de 2008 y tiene un restaurante de comida vegana, Little Pine (él lo es desde 1987), cuyos beneficios íntegros destina a asociaciones por los derechos de los animales.También sigue creando música —con la que ya no espera generar expectación ni ganar dinero— y continúa dando declaraciones algo inverosímiles (como la entrevista a The Guardian en la que sugirió que había inspirado a Apple sobre el iPhone), aunque le costaría mucho más encontrarse en las revistas en el caso de que aún se buscara.
Pero eso, al igual que tantas otras cosas, ya no lo hace.