Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

6 may 2019

Isabel Pantoja: auge, caída y fango de la última folclórica

Hay toda una generación de espectadores televisivos que cree saber quién es. Pero, en realidad, no tiene la menor idea de su dimensión cultural.

isabel pantoja
Isabel Pantoja lo tenía todo para ser un icono pop como han acabado siendo sus coetáneos, pero hoy existe lejos de la idolatría que despiertan ellos entre los modernos, los progres y el pueblo llano. En la imagen, la tonadillera tras una actuación en Barcelona en 2010. Foto: Getty

 

Ella sabía lo que el público quería y estaba dispuesta a dárselo, con intereses: aquel fue un concierto llorado en el que la cantante entraba y salía de personaje difuminando la barrera entre luto real y luto teatral. 
Ricardo Cantalapiedra comparó el nuevo repertorio de Pantoja con los relicarios de Quintero, León y Quiroga que “rezumaban sangre, tragedia y llanto, el peligro que puede tener esta nueva etapa es que se la llegue a confundir con la imagen patética de Juana La Loca gritando por los caminos sus amores con un muerto”.

Lo que quería confesar la cantante era que estaba “algo cansada de llevar esta estrella que pesa tanto”. Pues cómo de cansada debe de estar ahora.
 Marinero de luces fusionaba el melodrama barroco de la copla con los arreglos ochenteros de la canción ligera y funcionaba como una terapia psicológica, una confesión católica y una exclusiva al Hola.

En diez canciones, Pantoja recorría las fases del duelo: del delirio alucinógeno de Pensando en ti, en la que el difunto se le aparecía (“te miro, me sonríes y después te vas”), a la abnegación de ser viuda eterna en Era mi vida él (“que nadie me repita la palabra amor/ volver a ser feliz es imposible/ murieron tantas cosas esa tarde que no me queda nada por vivir”, además de referencias a su vigor sexual: “un día fui volcán entre sus brazos”) y finalmente al final feliz con Mi pequeño del alma
Esta canción presentó en sociedad a Paquirrín, que con menos de dos años acompañaba a su madre mientras ella le prometía un voto de castidad: “Serán tus besos los únicos besos del mundo”. Marinero de luces vendió un millón de ejemplares, una cifra que en aquella época solo alcanzaba Julio Iglesias, porque todos los españoles quisieron llevarse a casa un souvenir de la tragedia.
Cantalapiedra aseguraba que Pantoja parecía “el sueño de algún poeta sentimental”, pero también era una fantasía para las masas: aquella España fascinada con las telenovelas venezolanas encontró su propio culebrón patrio.
 La cantante después repetiría el éxito virando hacia el pop con composiciones de Perales (Se me enamora el alma) o Juan Gabriel (Así fue).
 Y cuando debutó como actriz en Yo soy esa en 1990, la Reina Sofía envió a su hija Cristina al estreno para perpetuar la imagen campechana de la familia real e investir a Pantoja como la tonadillera favorita de la corte.

“La película es todo un monumento kitsch a la canción española, concebida además para el goce y disfrute morboso de ver a la viuda de España vestida de nuevo de novia y en brazos de un galán [José Coronado]” escribió Elsa Fernández-Santos, “La noche del estreno parecía una de esas antiguas que hoy vemos con nostalgia del NO-DO de los años 40 y 50”.  
Yo soy esa recaudó 650 millones de pesetas, que al cambio y ajustando a inflación es una recaudación similar a la de Spiderman: Homecoming.
A cientos de kilómetros de aquel cine de la Gran Vía en el que Isabel Pantoja recreaba la España de posguerra estaba la nueva España, la que miraba al futuro de la Expo, de los Juegos Olímpicos y del ladrillazo en las costas mediterráneas.
 La España que le iba a quitar el acento a Yo soy esa.
 En 1991, un año después del estreno de aquella película y mientras Martes y 13 (que habían hecho giras en espectáculos de variedades con Pantoja en los 70) ridiculizaban la amistad de Pantoja con Encarna Sánchez, Jesús Gil conseguía la mayoría absoluta en el ayuntamiento de Marbella. 
Isabel Pantoja no lo sabía, pero en ese momento su legado artístico quedó condenado.
Isabel Pantoja lo tenía todo para ser un icono pop como han acabado siendo sus coetáneos (Jurado, Raphael, Iglesias), pero hoy existe lejos de la idolatría (irónica, quizá, pero apasionada) que despiertan ellos entre los modernos, los progres y el pueblo llano. El icono pop requiere trascendencia cultural, algo de lo que Pantoja va sobrada, pero también simpatía colectiva.
 Y eso es algo que ella nunca despertó, al apostar todas las fichas de su relación con el público a la lástima y la compasión, pero jamás al carisma que desbordaba Rocío Jurado, por ejemplo.
La cultura pop exige además un peaje de misterio: el artista siempre debe estar por encima de la persona. 
Y no hay nada más mundano, más ordinario y más vulgar, por muchos motivos que tuviera para reaccionar así, que ver a la Pantoja forcejear con un paparazi gritando:
 “No me vas a grabar más, esta es mi casa” (refiriéndose a Cantora, la finca que heredó de Paquirri y que hace las veces de Graceland para nosotros y Manderlay para ella).

O pasearse con su novio corrupto con una sonrisa furiosa exclamando: 
 “Dientes, Julián, dientes, que es lo que les jode”.
 O asediada por miles de personas que una vez más le gritaban “¡guapa!” pero también “ladrona”, “sinvergüenza” y “choriza” al salir del juzgado condenada a dos años por blanqueo de capitales. 

De nuevo, Pantoja estaba en el centro de las pasiones del pueblo, pero ahora como chivo expiatorio: la masa demandó un sacrificio humano ante la corrupción y el sistema le entregó a uno de sus ídolos.
 Que Pantoja o Iñaki Urdangarín, esposo de la espectadora de honor en aquel fastuoso estreno en la Gran Vía, entrasen en la cárcel representó la moraleja que la sociedad española necesitaba.
Isabel Pantoja le había jurado a España que no volvería a enamorarse. 
 Y allí estaba, subida a una calesa con otro hombre. Un hombre casado. 
Ella se obstinó en proteger su derecho a la intimidad, quizá con una soberbia desproporcionada (¿acaso todo en ella no ha sido siempre desproporcionado?), sin ser consciente de que su intimidad nunca le perteneció: ella misma se la había entregado al pueblo en aquel concierto televisado.

Cuando llamó a Chabelita mientras esta concursaba en GH Vip el septiembre pasado, le recordó que “soy tu madre, la que se muere por ti”.
 Cuando no le dejaba ver a su nieto, Pantoja le contó a Ana Rosa Quintana que su madre Ana (la madre de la artista definitiva) tenía “las pestañas blancas de tanto llorar”.
 Isabel Pantoja no puede tener sentido de la ironía porque vive su vida en términos de copla.
 Y hubo una época en la que eso garantizaba los aplausos del público, pero hoy solo sirve para hacer televisión. 
El 46,7 % de la audiencia sintonizó Telecinco para verla saltar al mar la semana pasada.
 ¿Será una mala idea participar en Supervivientes, teniendo en cuenta que mostrar su personalidad es lo que ha hundido su leyenda? Solo hay una forma de averiguarlo. 
Y nadie va a querer perdérselo.

Macarena García : “Aún me cuesta sentirme del todo libre”

La musa de 'La llamada' estrena 'A pesar de todo', una historia de reconciliación entre hermanas y confiesa sus inseguridades recién cumplidos los 31 años.




El vídeo, Macarena García, actriz.

 Muchas gracias, pero es que yo no soy tan consciente de que eso suceda. 

Aún se me hace raro salir en la tele como entrevistada.

 Me siento una trabajadora más. Es verdad que desde hace tiempo siento mucho cariño por parte de gente muy joven, incluso niños. 

Creo que el mensaje de tolerancia y respeto que ha querido contar mi hermano Javi y el grupo de amigos con el que he tenido la suerte de trabajar en La llamada ha calado entre ellos. Nos ven como una familia, y lo somos.

 

5 may 2019

La Dolce Vita que nunca existió.........................Paolo di Paolo

Paolo di Paolo, leyenda de la fotografía que solo ejerció durante 16 años, expone a sus 93 años un relato desmitificado e íntimo de la Italia del 'boom' económico.

Pier Paolo Passolini, en el monte del Testaccio.
Pier Paolo Passolini, en el monte del Testaccio.

 

Señoritismo subido..................................Javier Marías

Los medios privados suelen tener accionistas y dueños, como es natural: por eso son privados. Cada uno es dueño de contratar a los colaboradores que desee.
HE CONOCIDO A GENTE ASÍ. Siempre ha habido gente así. Lo que es más nuevo es que haya tanta gente así. 
Que el mundo esté plagado de individuos insatisfechos a los que nunca nada les parece bien, y, sobre todo, nunca les parece bastante.
 Como nada les parece bastante, tampoco tienen nunca nada que agradecer.
 Lo que se les da, regala o concede, los favores que se les hacen y el buen trato que reciben, todo lo consideran minucias porque, según ellos, todo les es debido.
 Hace poco hemos visto una acabada encarnación de estos sujetos que hoy proliferan en uno de nuestros dirigentes, Pablo Iglesias. Durante la reciente campaña le dio por denunciar y atacar a los medios de comunicación, a los que acusó de estar sometidos a accionistas, empresarios, políticos y banqueros. 
Los medios privados suelen tener accionistas y dueños, como es natural: por eso son privados y no estatales.
 Cada uno es libre de contratar a los colaboradores que desee, por su calidad, por su afinidad ideológica o intelectual, también por su rentabilidad: si alguien es muy visto o leído y crea controversia, seguramente compensa contar con su presencia o su firma, independientemente de la afinidad. 
Durante todos los años de existencia de Podemos, esta formación ha tenido a su servicio, como caja de resonancia, como altavoz, a una cadena televisiva, la Sexta
 Todavía es así.
 Da la impresión de que los responsables de sus informativos dispongan de teléfono rojo o línea permanente con Iglesias, su pareja y demás acólitos. 
Uno cae en esa cadena y es raro el momento en que no estén en pantalla uno o varios de ellos, con preferencia por el caudillo.
 Cada acto o declaración suyos son cubiertos generosamente.
 Se suceden larguísimas entrevistas con él o ella o los subalternos. Nunca TVE ha favorecido de manera tan descarada a ningún Presidente del Gobierno, ni del PSOE ni del PP.
 Que yo sepa, sólo se le aproxima TV3 con sus loas y monográficos sobre la Generalitat y su procés, sobre los presos y los “exiliados”, más bien emigrantes privilegiados, mantenidos por las asociaciones independentistas y quizá la propia Generalitat.
¿De qué, si no, viven en Suiza —país caro donde los haya— Marta Rovira y Anna Gabriel
¿Quién paga mensualmente el palacete de Waterloo, más comidas, viajes, personal, luz, calefacción, teléfono, agua, wifi y demás? Iglesias no se limitó a arremeter contra los medios, sino que señaló, entre otros, a Atresmedia, a la que pertenece precisamente la Sexta. Algunos profesionales de esta cadena se le revolvieron, con razón, y, con palabras más suaves, lo tildaron de ingrato. 
A lo que Iglesias respondió muy desaho­gado y crecido que él no tenía nada que agradecerles, que algún provecho habrían sacado ellos de su presencia —escandalosamente continua— en sus pantallas.
 Sí, he conocido a gente así.
 Si alguien se porta bien conmigo o me ayuda, es porque eso le beneficia, porque yo hago subir las audiencias.
 Hay estudios que demuestran que, al menos hoy, es al contrario: cuando aparece Iglesias en la Sexta, muchos espectadores se van a otro canal.
 Pero a la gente así no se la convence con la realidad.
 Una vez traté a un editor —quizá el personaje más egocéntrico y envanecido del mundo literario, y miren que los autores no solemos distinguirnos por nuestra humildad— 
que creía que, si un escritor triunfaba y gozaba de éxito crítico y comercial —y de paso le reportaba prestigio y dinero—, no era por su talento sino gracias a él: por haber recibido el honor de ser publicado en su sello mágico.
 Que esos mismos escritores siguieran cosechando éxitos en otras editoriales —o los aumentaran— nunca lo disuadió de su engreimiento y su folie des grandeurs.
 Pocos días más tarde, Iglesias reiteró su falta de agradecimiento, esta vez al Gobierno, el cual había satisfecho con presteza su petición de que le pusieran vigilancia a las puertas de su famoso chalet, porque grupos de detractores merodeaban y armaban bulla. “Si el Gobierno cree que debo agradecerle que cumpla con su obligación y con la ley, no tiene ni idea de su función”, vino a decir. Ignoro lo que estipula la ley al respecto, pero en todo caso la solicitud de protección partió de él.
 Qué más da: él es tan importante que ni las gracias ha de dar, aún menos a los sufridos guardias que velan por la seguridad de su familia.
 Hoy es frecuente esta actitud, la comparte un porcentaje alto de la sociedad, aquejado de un señoritismo subido. 
Recientemente un colega y amigo se disculpó en público por haber declinado educadamente la petición de hacerse una foto en un momento en que le venía mal.
 Los peticionarios se lo habían reprochado por carta como si él debiera estar a su permanente disposición.
 Hace nada rechacé una invitación a dar charlas en dos ciudades francesas, explicando por qué no me era posible.
 Me respondieron con quejas y riñas veladas (“tenía la corazonada de que era usted un tipo de persona que…”), sin pararse a pensar que no tengo por qué aceptar nada, aún menos si embarcarme en compromisos y viajes me impide escribir lo que trato de escribir. Demasiada gente se cree única o que lo suyo merece prioridad.
 Y que jamás hay que dar las gracias por nada, claro está.