Paolo di Paolo, leyenda de la fotografía que solo ejerció durante 16 años, expone a sus 93 años un relato desmitificado e íntimo de la Italia del 'boom' económico.
Daniel Verdú
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La serie de verano se llamaría La larga carretera de arena, un viaje de norte a sur de Italia a través de sus playas.
Un ensayo fotográfico sobre las costumbres vacacionales de un país en plena mutación social para el semanal Il Tempo. Pero aquel año, en el asiento de copiloto del MG del fotógrafo Paolo di Paolo (Larino, 1925) se sentó un tal Pier Paolo Pasolini, un intelectual que apenas había escrito algunos libros de poesía y una novela y que no abrió la boca en siete días de viaje.
Miraba, paseaba, se quedaba absorto en segundo plano.
No bebía, tampoco hablaba de mujeres, claro.
Solo al llegar a Cinquale, la playa frecuentada por Thomas Mann o Malaparte, cuando el fotógrafo recitó un poema de Rilke, comenzó a forjarse una amistad, a la manera que uno podía ser amigo de Pasolini.
De aquello salio también un libro y un reportaje maravilloso, cuyas mejores imágenes muestra el propio Di Paulo, a los 93 años, paseando con su bastón y una tranquila elegancia por los rincones de su Mundo perdido, la exposición que el MAXXI le dedica en Roma.
Un buen día, con solo 46, disparó por última vez.En lugar de explotar su valioso trabajo, enterró sus mejores fotos temiendo perjudicar a unos protagonistas demasiado cercanos.Sucedió con la decena de negativos de Oriana Fallaci bailando en la orilla de una playa de Venecia donde solo pasaba René Clair un mañana de resaca del festival.“¿Alguna vez la había visto sonreír? Ahí la tiene”, muestra orgulloso Di Paolo.Lo mismo ocurrió con el trabajo que Anna Magnani le encargó en su villa del Circeo: la primera vez que alguien fotografiaba a su hijo discapacitado.O con el único reportaje que existe de Pasolini, paseando por el arrabal del Testaccio y permitiendo hacerle la que quizá fue su mejor fotografía.Todas esas imágenes fueron a parar a una caja que su hija Silvia encontró en el viejo desván de casa con 250.000 negativos de entre 1954 y 1968, la mayoría inéditos.
Di Paolo, que solo quería ser profesor de filosofía hasta que la víspera de su graduación se topó con una Leica III C en un escaparate, fue siempre un intelectual con una cámara colgada al cuello.
Un artista a veces más preocupado por la ética que la estética de su obra.
Una anomalía en una época en la que florecían los paparazzi y el oficio se llenaba de cazarrecompensas en la puerta de los restaurantes caros.
Él siempre lo odió. Cuando llegaba una actriz a Roma, de hecho, él le hacía llegar un ramo de flores y una tarjetita pidiéndole fotografiarla.
Así retrató a Kim Novak saltándose el tumulto que esperaba en la puerta de su hotel.
“Lo de los paparazis fue un fenómeno alimentado por Fellini. No había ni uno cuando yo empecé, pero él creó un modelo que luego copiaron.
¿La Dolce Vita? No existió nunca. También es una invención suya y de su publicista.
Pero la gente venía de todas partes para vivir ese fenómeno en la Via Veneto y, al final, ellos eran el paisaje”, señala mostrando una foto de tres jeques sentados en la serpenteante avenida romana.
La “fotografía laica” de la generación de Di Paolo transitó a través del rastro de las huellas de Henri Cartier-Bresson tratando de ir algo más allá.
“Teníamos esa presunción no confesada. Para él el elemento humano era compositivo, no había interpretación o profundización de un personaje.
Las personas son instrumentos al servicio de la composición. Recuerdo que estuvo en Scanno (Abbruzzo) haciendo un reportaje… son fotos espléndidas, pero ve a esas mujeres vestidas de negro una al lado del otro como si las hubiera puesto él.
No es una crítica, él es insuperable. Pero su límite era ese”, explica mientras ilustra su teoría con algunos ejemplos de su exposición.
Pero Di Paolo muestra también una sociedad que salía fatigosamente de la pobreza y del analfabetismo.
Un inestable equilibrio entre las desigualdades y el impulso renovador de unos años fundamentales para entender un país que enterraba su pasado, literalmente ilustrada en la foto del funeral del secretario general del PCE, Palmiro Togliatti.
O en la inauguración de la Autopista del Sol, eje vertebrador de una nueva Italia que ahondaría en las heridas entre norte y sur.
Ese día, en lugar de fotografiar al obispo y el alcalde cortando la cinta, Di Paolo se fue a lo alto de una colina y retrató de espaldas a una familia que vivía en una chabola observando cómo el primer automóvil acuchillaba el paisaje de olivos y campos que el país se disponía a dejar atrás.
Una Italia alejada del relato pomposo y artificial de la Via Veneto que despreciaba.
“Explotaba la creatividad en todos los campos. Y yo me sentí un afortunado artífice de esa generación.
Pudimos atravesar ese periodo siendo jóvenes, fue un despertar, un segundo Renacimiento para Italia.
Sentíamos dentro algo extraordinario.
No teníamos dinero, era difícil trabajar. Pero teníamos una felicidad extraordinaria por poder desarrollar el sentido de libertad y creatividad.
Eso nos ayudó a algunos colegas a aventurarnos en la fotografía sin saber nada de fotografía.
Esa fue la Dolce Vita para mí”. Pero fue breve.
El 8 de marzo de 1966, el día que cerró Il Tempo, Di Paolo mandó un telegrama a su histórico director, Mario Pannunzio. “Para mí y para otros amigos muere hoy la ambición de ser fotógrafo”.
No era una manera de hablar, en aquel instante, justo cuando más brillaba, liquidó su carrera.
“¿Quién me iba a publicar? La televisión había quemado la posibilidad de hacer reportajes largos y elaborados.
Un día me vino a ver un director de periódico y me dijo: ‘Cualquier cosa que tenga algo de picante, tráemela: tienes las puertas abiertas’.
Salí de su despacho y esas puertas se me cerraron a la espalda. El mundo del scoop y los escándalos no eran el mío.
Habría empezado el declive y hoy seguramente no existiría esta muestra”.
Y algunos podrían seguir soñando con la Dolce Vita.