Escribo desde mi casa como el canario canta en la mina: mientras pueda hacerlo aquí, podrán decir que hay una democracia en España.
Como he escrito la mayoría de las columnas de esta serie campañesca
muy lejos de mi domicilio, me voy a permitir componer la última desde
mi casa, unas horas antes de votar.
La casa es un tema importante en mi literatura porque no la concibo como un refugio ni como una protección frente al mundo. Estar en casa es para mí la forma más genuina de estar en sociedad, y tal vez se deba a que vivo en el centro de la ciudad, no apartado en una colina ni rodeado de bosque.
Las ventanas, como la piel de una persona, son barrera y contacto al mismo tiempo.
Asumo la caricatura: ejerzo una profesión de señoritos pese a venir de un origen obrero con el que ya no me identifico; pertenezco, por ello, a una élite que compensa su debilidad económica con el prestigio de lo que, desde el eufemismo, se llama capital cultural, que no sirve para pagar coches caros, pero sí para estar en la pomada.
Hay muchísimas cosas que me distancian del arquetipo (entre otras razones, porque nadie encaja en ninguno), pero de lejos no se ven.
Mi casa es un reflejo de lo que soy.
Un piso reformado en el centro de una ciudad, una vivienda burguesa de techos altos diseñada para médicos o abogados de otros tiempos.
Edificios que eran demostraciones de poder pequeñoburgués, hoy convertidos en miradores de una sociedad a medio descomponer. Vivir aquí, desde donde escribo, es en sí mismo una declaración política: nos gusta la ciudad, la sentimos nuestra y no queremos contemplarla desde lejos ni acudir a ella los fines de semana a comprar, sino que entendemos sus calles como una extensión del domicilio.
Escribo desde mi casa como el canario canta en la mina: mientras pueda hacerlo aquí, podrán decir que hay una democracia en España.
El día en que solo tengan voz los señores serios que aportan mucho a la sociedad, que arreglan tuberías, que construyen puentes, que trasplantan riñones, que limpian aceras y que producen energía, pero no son capaces de desperdiciar una columna de un diario importante hablando de su propia e insignificante casa, tiemblen por la democracia que han perdido.
A menudo reivindico la inutilidad de lo que soy y de lo que hago. No aporto a la sociedad nada urgente ni necesario: no arreglo tuberías, no construyo puentes, no trasplanto riñones, no limpio las aceras, no produzco energía.
Y, sin embargo, aquí estoy, ocupando un lugar que muchos creen relevante.
Vindico esa inutilidad que me convierte en objeto del odio de ciertas masas enfurecidas (que confío en que esta noche se conviertan en masillas cabreadas sin poder político), no para autoinculparme, sino porque el diletantismo, la pérdida de tiempo y la banalidad son atributos de una democracia fuerte.
No hay pijoprogres ni bobos en Corea del Norte.
Apenas hay alguno en China.
Supongo que pertenezco, grosso modo, a esa pseudoclase social que los franceses llaman bobos (bourgeois-bohème) y que el columnismo derechón y populachero español llama, con mucha menos sutileza, pijoprogres.
La casa es un tema importante en mi literatura porque no la concibo como un refugio ni como una protección frente al mundo. Estar en casa es para mí la forma más genuina de estar en sociedad, y tal vez se deba a que vivo en el centro de la ciudad, no apartado en una colina ni rodeado de bosque.
Las ventanas, como la piel de una persona, son barrera y contacto al mismo tiempo.
Asumo la caricatura: ejerzo una profesión de señoritos pese a venir de un origen obrero con el que ya no me identifico; pertenezco, por ello, a una élite que compensa su debilidad económica con el prestigio de lo que, desde el eufemismo, se llama capital cultural, que no sirve para pagar coches caros, pero sí para estar en la pomada.
Hay muchísimas cosas que me distancian del arquetipo (entre otras razones, porque nadie encaja en ninguno), pero de lejos no se ven.
Mi casa es un reflejo de lo que soy.
Un piso reformado en el centro de una ciudad, una vivienda burguesa de techos altos diseñada para médicos o abogados de otros tiempos.
Edificios que eran demostraciones de poder pequeñoburgués, hoy convertidos en miradores de una sociedad a medio descomponer. Vivir aquí, desde donde escribo, es en sí mismo una declaración política: nos gusta la ciudad, la sentimos nuestra y no queremos contemplarla desde lejos ni acudir a ella los fines de semana a comprar, sino que entendemos sus calles como una extensión del domicilio.
Escribo desde mi casa como el canario canta en la mina: mientras pueda hacerlo aquí, podrán decir que hay una democracia en España.
El día en que solo tengan voz los señores serios que aportan mucho a la sociedad, que arreglan tuberías, que construyen puentes, que trasplantan riñones, que limpian aceras y que producen energía, pero no son capaces de desperdiciar una columna de un diario importante hablando de su propia e insignificante casa, tiemblen por la democracia que han perdido.
A menudo reivindico la inutilidad de lo que soy y de lo que hago. No aporto a la sociedad nada urgente ni necesario: no arreglo tuberías, no construyo puentes, no trasplanto riñones, no limpio las aceras, no produzco energía.
Y, sin embargo, aquí estoy, ocupando un lugar que muchos creen relevante.
Vindico esa inutilidad que me convierte en objeto del odio de ciertas masas enfurecidas (que confío en que esta noche se conviertan en masillas cabreadas sin poder político), no para autoinculparme, sino porque el diletantismo, la pérdida de tiempo y la banalidad son atributos de una democracia fuerte.
No hay pijoprogres ni bobos en Corea del Norte.
Apenas hay alguno en China.
Supongo que pertenezco, grosso modo, a esa pseudoclase social que los franceses llaman bobos (bourgeois-bohème) y que el columnismo derechón y populachero español llama, con mucha menos sutileza, pijoprogres.