Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

28 abr 2019

Orgullo pijoprogre..................................... Sergio del Molino

Escribo desde mi casa como el canario canta en la mina: mientras pueda hacerlo aquí, podrán decir que hay una democracia en España.

Orgullo pijoprogre
Como he escrito la mayoría de las columnas de esta serie campañesca muy lejos de mi domicilio, me voy a permitir componer la última desde mi casa, unas horas antes de votar.
 La casa es un tema importante en mi literatura porque no la concibo como un refugio ni como una protección frente al mundo. Estar en casa es para mí la forma más genuina de estar en sociedad, y tal vez se deba a que vivo en el centro de la ciudad, no apartado en una colina ni rodeado de bosque.
 Las ventanas, como la piel de una persona, son barrera y contacto al mismo tiempo.
  Asumo la caricatura: ejerzo una profesión de señoritos pese a venir de un origen obrero con el que ya no me identifico; pertenezco, por ello, a una élite que compensa su debilidad económica con el prestigio de lo que, desde el eufemismo, se llama capital cultural, que no sirve para pagar coches caros, pero sí para estar en la pomada. 
Hay muchísimas cosas que me distancian del arquetipo (entre otras razones, porque nadie encaja en ninguno), pero de lejos no se ven.
Mi casa es un reflejo de lo que soy.
 Un piso reformado en el centro de una ciudad, una vivienda burguesa de techos altos diseñada para médicos o abogados de otros tiempos.
 Edificios que eran demostraciones de poder pequeñoburgués, hoy convertidos en miradores de una sociedad a medio descomponer. Vivir aquí, desde donde escribo, es en sí mismo una declaración política: nos gusta la ciudad, la sentimos nuestra y no queremos contemplarla desde lejos ni acudir a ella los fines de semana a comprar, sino que entendemos sus calles como una extensión del domicilio.
 Escribo desde mi casa como el canario canta en la mina: mientras pueda hacerlo aquí, podrán decir que hay una democracia en España.
 El día en que solo tengan voz los señores serios que aportan mucho a la sociedad, que arreglan tuberías, que construyen puentes, que trasplantan riñones, que limpian aceras y que producen energía, pero no son capaces de desperdiciar una columna de un diario importante hablando de su propia e insignificante casa, tiemblen por la democracia que han perdido.
A menudo reivindico la inutilidad de lo que soy y de lo que hago. No aporto a la sociedad nada urgente ni necesario: no arreglo tuberías, no construyo puentes, no trasplanto riñones, no limpio las aceras, no produzco energía. 
Y, sin embargo, aquí estoy, ocupando un lugar que muchos creen relevante.
 Vindico esa inutilidad que me convierte en objeto del odio de ciertas masas enfurecidas (que confío en que esta noche se conviertan en masillas cabreadas sin poder político), no para autoinculparme, sino porque el diletantismo, la pérdida de tiempo y la banalidad son atributos de una democracia fuerte. 
No hay pijoprogres ni bobos en Corea del Norte.
 Apenas hay alguno en China.
Supongo que pertenezco, grosso modo, a esa pseudoclase social que los franceses llaman bobos (bourgeois-bohème) y que el columnismo derechón y populachero español llama, con mucha menos sutileza, pijoprogres.

 

‘Caperucita y el Lobo’ a la hora de misa en Santa Cruz

 

El descontento recorre la espina dorsal de los que esperan con las papeletas.

elecciones generales
Votantes esperan a ejercer el sufragio en el colegio Los Gladiolos, en Santa Cruz de Tenerife.
El hombre de Vox se encontró con la representante del PSOE en el colegio electoral que les adjudicaron sus partidos. El de Vox saludó:
-¡Caperucita y el Lobo!
Eso pasó en el colegio electoral de Enrique Wolfson, la zona acomodada de Santa Cruz.
 Luego allí votaron monjas (una me dijo: “A Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César”). Una señora llevaba las papeletas.
 Dispuesta a decirle al periodista el ánimo con el que venía a votar, el marido le instó, desde lo alto de la escalinata: “¡Tenemos prisa, hay que ir a misa”.
 Otra monja me había dicho: “Para que salga lo que voto ahora me voy a rezar”.
Del mismo colegio salía de votar la poeta Cecilia Domínguez Luis, premio Canarias de Literatura. 
¿Una metáfora para este tiempo? “La mariposa de la incertidumbre. La inseguridad absoluta, también ante lo que le pase a Europa”. ¿Y para qué vota? “Para que en España sigan la democracia y la libertad. ¡Ah, y la igualdad!”
En Los Gladiolos hay de todo: obreros, desempleados, clase media, drogas, estudio, malas noticias, esperanza. 
Manuel, 83 años, mecánico de barcos, espera a que su hijo lo lleve al colegio electoral.
 Tiene cinco hijos, diez nietos. Jamás dejó de votar. “Yo ahora voto por otro”. 
Genoveva se acelera; después de buscar argumentos para votar (“que mejore la vida de la tercera edad”) exclama: “¡Todos van a mamar!”
 Ha sido enfermera. “Y lo que tenemos que aguantar”.
Ese descontento recorre la espina dorsal de los que esperan con las papeletas. 
José María Garrido, catedrático, enseña Dibujo. “¿Un dibujo de este momento? Sería un boceto temporal: la legislatura durará poco. 
 Sea cual sea el resultado, a favor de la izquierda o la derecha, los socios respectivos exigirán condiciones que no se podrán cumplir. Y se acabará la historia tarde o temprano”.
Su hijo Javier es músico, maestro de escuela.
 El padre le ayuda a calificar, musicalmente, el instante de España: “Presto allegreto”. Él elabora más: “Dodecafonía multitudinaria de músicas que no llegan a completar una melodía que exprese una idea concreta”. 
¿Qué desafina? “La incapacidad de ponerse de acuerdo entre las distintas familias políticas. 
El viento no afina con la percusión, la cuerda no afina con el viento… Tendrían que afinar entre todos para que podamos escuchar una melodía que complazca”.
 
elecciones generales
Votantes esperan a ejercer el sufragio en el colegio Los Gladiolos, en Santa Cruz de Tenerife.

Elena es funcionaria; los escucha. Está rabiosa. Los políticos no se hermanan.
 Vota sin esperanza, “pero hay que votar”. Los debates habidos la han llenado de estupor, “y me han quitado las ganas”. 
Chelo, que fue enfermera clínica, comparte el desánimo, “no lanzan sino porquería por la boca, no puedo tener seguridad en ellos. Y tengo claro por quién voy a votar. Pero lo haré con rabia”. Vicente Luis, relaciones públicas, avisa: “¡Te puedo vender cualquier cosa si me dejas hablar!” 
Los políticos no saben qué pasa en la calle. No limpian la suciedad. No buscan la honestidad, no trabajan por el pueblo.
 Nada se hace por vocación, “todo está choteado”. Los contratos no sirven. Las casas se hacen por el techo.
José Espejo, administrativo, resume las razones del desánimo que se escucha: 
“Lo han desorganizado todo, hasta el consenso”.
 Maricarmen y Moneiba van “confusas”, a buscar papeletas. “A ver si un día salta la luz. Ahora todo es mentira”. 
La palabra mierda entra también en el vocabulario del descontento en Los Gladiolos.
 Al irnos de allí tres hombres caminan hacia las urnas. Fernando Martorell, operario, Héctor Domínguez, parado (trabaja en mantenimiento), Jorge García, vigilante. 
“Ningún ánimo, hay que venir”. “Promesas falsas”. “Nada va a cambiar”.
Irma Cervino, periodista, 50 años. 
“La moral me la da estar ante la urna, depositar yo misma la papeleta”. Antes de ir al colegio del parque de La Granja “una señora me dio el pan despotricando contra la política. 
Espero que el pan no estuviera duro”. 
Ante el colegio, el historiador universitario José Ramón Landazábal Sabugo.
 Tiene ilusión, ve el partido “muy igualado”. ¿Una definición del instante? “Crisis de ideologías”. 
Su madre, Mary Luz, maestra, va “con interés y con ganas”. Un camarero joven, Eric Milles, iba con este ánimo: “Todo mejora siempre”.
 Ni en ese colegio ni en otros dejaban entrar a los periodistas, de modo que fue imposible ver en persona más encuentros entre Caperucita y el Lobo.

 

 

¿Qué es ser frugal?............................... Boris Izaguirre

“Hace mucho tiempo que no me dicen cosas tan agradables”, me confesó la Reina".

La reina Letizia, vestida de Carolina Herrera, en el almuerzo posterior a la entrega del premio Cervantes, el pasado miércoles.

 

La reina Letizia, vestida de Carolina Herrera, en el almuerzo posterior a la entrega del premio Cervantes, el pasado miércoles. Getty Images
 
Sant Jordi siempre es buena excusa para volver a Barcelona.
 Los editores te convencen de verlo como una fiesta cuando en realidad se trata de una las jornadas laborales más intensas y agotadoras en la vida de un escritor.
 En la primera firma estaba sentado entre Javier Sardá, mi exjefe en Crónicas Marcianas y Màxim Huerta, mi excompañero en AR
Huerta tenía una cola esperando mientras que Javier y yo veíamos la lluvia caer y entre gota y gota un goteo de lectores.

El tiempo mejoró y nuestras firmas florecieron.
 Después, en el almuerzo que ofrece Planeta en el hotel Gallery, se ocupan dos terrazas contiguas, pero se ha vuelto costumbre que los escritores se apoderen de la terraza izquierda mientras que los políticos, asesores y la gerencia del grupo editorial se arremolinan en la derecha. Conocedores de la estrategia, no paraban de venir jefes y emisarios a buscar a los empleados para que “por favor” fueran a saludar a Inés Arrimadas y candidatos así.
 Pero salió el sol en la terraza de la izquierda y nadie se movió.
Envuelto en ese aroma llegué a Madrid para acudir al almuerzo que convocan los Reyes por el premio Cervantes. Es la segunda vez que voy.
 No hay nada como llegar al Palacio Real y ser recibido por la Guardia Real compuesta por esa calculadísima selección de varones españoles. 
Es un poco intimidante, pero conseguí subir la escalinata en ese estado de duda de si los saludaba o me hacía el interesante. 
Afortunadamente, allí te tratan como a un marqués, incluso alguno de los Guardias me llamó por mi nombre y me dijo “guapo”.
 El besamanos con los monarcas me dio la impresión de que este año fue más rápido, como una cinta de correr que de repente se acelera. 
Pero los Reyes son superprofesionales y te sostenían con sus manos y su mirada.
El rey Felipe VI saluda al escrito Álvaro Pombo antes del almuerzo posterior al premio Cervantes, en Madrid, el pasado miércoles.
El rey Felipe VI saluda al escrito Álvaro Pombo antes del almuerzo posterior al premio Cervantes, en Madrid, el pasado miércoles. Getty Images
El extenso comedor de Palacio, son en realidad tres salas con sus bóvedas archidecoradas, tiene dos flancos, el de la Reina y el del Rey. 
 Esta vez me tocó el lado del Rey y creo que la vista es mejor allí. 
 Pequeño detalle que lo solucionó la Reina siendo atentísima desde su silla.
 La vi reírse con el ministro de Cultura y en un momento dado interesarse por si estaba disfrutando el rodaballo.
 Mi vecino de mesa, el maravilloso Álvaro Pombo, no paraba de reír y jugar con la cubertería.
 “Creo que la Reina nos está viendo”, me dijo. “Sí, porque estoy seguro de que fue idea suya sentarnos juntos”, murmuré y Pombo se arqueó en su silla por la carcajada.
Álvaro se me extravió después del postre, que es cuando los Reyes se levantan y los comensales se vuelven corrillos donde esperan que los monarcas se aproximen. 
La lucha por encastillarse en esos corrillos resulta agotadora.
 Carles Crehueras, consiguió colarme en uno al que se acercaba el rey Felipe quien me preguntó sobre Venezuela. Respondí que en mi opinión la situación estaba estancada y él lo lamentó cortésmente.
Entonces fui hacia la Reina, rodeada de escritores guapos, como Manel Loureiro y Joaquín Camps, ganador del premio Azorín. 
Nada de eso me amilanó. Giré para no interrumpir bruscamente, pero ella lo resolvió extendiendo su mano para integrarme al grupo.
 Consciente de que no sirvieron aperitivo, le agradecí el almuerzo y ella me preguntó si no había oído que “a muchos les pareció frugal”.
 “¡No puedo creer que le hayan dicho eso, señora!”. “Sí, sí, ahora mismo acaban de comentármelo.
 Que los espárragos de entrada les parecieron pocos, aunque hospitalarios”. “Mi trozo de rodaballo estaba estupendo”, agregué, todo lo Masterchef Celebrity que pude:
 “Me encanta que sirvan pescado, señora”. “España es el segundo país consumidor de pescado del mundo”, sentenció y prefirió cambiar la conversación a si los escritores “famosos” llegamos a conocer a nuestros lectores.
 Me dieron ganas de decir “frugalmente”, pero me contuve y preferí contarle la anécdota de Sardá y yo en Sant Jordi. Ella sostuvo su mirada. “Yo era muy niña cuando Crónicas”, bromeó, y me permití recordarle que una vez estuvimos juntos en unos premios TP. 
“¿Y que te parecí?”. “Muy guapa”, respondí, cortesano pero sincero. 
“Hace mucho tiempo que no me dicen cosas tan agradables”. “Yo se las diría siempre, señora. Me gusta mucho como desempeña sus deberes”, solté sin complejos. Tenía ganas de decírselo pese a que algunos amigos van a dejar de hablarme.
 “Encantada de que hayas venido”, dijo alejándose. Joaquín Camps tampoco se contuvo.
 “Pues yo sí que tengo hambre”. “Vayamos al Burger King de calle Arenal”, propuse muy democrático.
 

El modista Caprile entrevista a la diseñadora de vestuario de las estrellas de cine

El modista Caprile entrevista a la diseñadora de vestuario de las estrellas de cine


Esta es una conversación entre dos amigos: la colaboradora de cabecera de Scorsese, suma pontífice del diseño de vestuario de Hollywood, y Lorenzo Caprile
El modista se enfunda el traje de entrevistador para bucear en la carrera de su colega, desde sus radicales inicios blandiendo un soplete sobre un escenario hasta su conexión íntima con algunos de los actores más codiciados de la gran pantalla.
ESTOY EN el vestíbulo del hotel Reconquista, en Oviedo. 
Apenas he tenido tiempo para cambiarme de ropa, ducharme, ponerme un poco guapo y presentable. 
Llevo toda la noche viajando para coincidir unas horas con Sandy Powell antes de que ella vuele hacia Savannah, Estados Unidos, y se incorpore a su nueva película, y yo regrese a los platós de Maestros de la costura
 Estoy cansado, también nervioso; como siempre que me encuentro con ella.
 Me vuelvo inseguro, estúpido, torpe.
 Mientras espero a que aparezca, me arrepiento una y mil veces de haber aceptado este encargo. 
Ay, Lorenzo, te metes en cada lío. 
Entrevistar a Sandy Powell, amiga, musa, maestra, ejemplo de vida, en fin, todo y más, una diosa, un mito, es que no sé ni por dónde empezar. 
Y, por cierto, ¿dónde empezó todo esto? ¿Cuándo me llamaron para encargarme esta entrevista? ¿O los de la Fundación Princesa de Asturias para que lograra traerla a Oviedo y diese una charla sobre su relación con Scorsese?
 O cuando, por fin, hace muchos años, la conocí personalmente en Capri, en el 25º aniversario de la sastrería Tirelli, la mítica casa de vestuario que vistió las películas de Visconti, Pasolini, Zeffirelli. ¿Cuándo empezó, de verdad, todo esto?
 Hago memoria y, sí, recuerdo cuándo empezó lo que hoy me ha traído hasta aquí: una tarde en Turín, a principios de los noventa, y un veinteañero que mata su soledad en el cine y queda deslumbrado por el vestuario alucinante, maravilloso y mágico de una película, Orlando
Hoy, casi 30 años después, estoy aquí para entrevistar a la diseñadora de ese vestuario: mi querida amiga Sandy Powell.
El modista Caprile entrevista a la diseñadora de vestuario de las estrellas de cine 
¿Cómo empezaste a diseñar vestuario teatral? 
Todo comenzó cuando era una niña. Tenía mis muñecas y les hacía ropa.
 También dibujaba mis propios figurines. Era un juego. Una vez corté una falda de mi madre e intenté hacerme algo y salió mal, y corté otra, y otra, hasta que salió bien.
 Me ha interesado la ropa desde que era muy pequeña y, quien más quien menos, todo el mundo cosía en casa: se compraban las telas en la tienda y los patrones.
 Mi madre tenía una máquina de coser y yo disfrutaba mirando los catálogos, escogiendo el patrón y la tela. Luego, la miraba cómo lo hacía e intentaba que me enseñara a usar la máquina e interpretar el patrón. 
Fue así como empecé a hacerme ropa para mí. Muchos años después, cuando terminé el colegio, no me planteaba ser diseñadora de moda, prefería trabajar en el teatro.
 Cuando era una quinceañera, vi actuar a Lindsay Kemp [bailarín, actor, mimo y coreógrafo británico] en su espectáculo Flowers y para mí fue una revelación: sentí que aquel era el mundo al que yo quería pertenecer.
 
Por eso estudié diseño teatral en lugar de moda, y en el segundo año de carrera conocí en persona a Lindsay en una de sus clases de danza y le pregunté si podía mostrarle algunos de mis diseños. Aunque no tenía casi nada, solo algunos dibujos, fue una excusa para tomar un té con él y nos hicimos amigos.
 Me dijo que quería trabajar conmigo y fui un poco ingenua al creérmelo, pero me lo creí, y no volví a la Facultad a terminar mis estudios.
 Al cabo de un tiempo me llamó y me fui a Milán. 
Lo primero que diseñé para él fue Nijinsky en la academia de teatro de La Scala de Milán.
 Fue mi primer trabajo.
 Todo empezó con él.
 ¿Cuántos espectáculos hiciste para él? Hice un par de figurines para la obra Façade, cuya escenografía y vestuario corrían a cargo de un figurinista italiano, Emanuele Luzzati.
 Yo vestí al personaje de la madre, interpretado por la actriz inglesa Eleanor Bron.
 Ella residía en Londres, así que Lindsay me pidió que me encargara de su vestuario. 
También hice el vestuario de The Big Parade, que trata sobre el cine mudo y la aparición del sonido. 
Después de esto, hice un poco de aquí y un poco de allí; ya sabes, cuando el vestuario se queda viejo y hay que renovarlo. 
En Flowers renové el vestido principal del protagonista. 
También hice algún vestuario para otras de sus producciones: El sueño de una noche de verano, Mr. Punch… Fuimos amigos hasta su muerte.
 Recuerdo que me encargó el vestuario de Elizabeth I, el último baile, montaje con el que fuimos al Festival de Santander en 2005, y creo que esos trajes son de lo más bonito que he hecho sobre esa época.
 Están en el almacén de Cornejo y sé que no paran de alquilarlos.
“La primera frase que aprendí en español fue: ‘¡Más lentejuelas!’. Creo que esta frase se puede aplicar a todo en la vida”
¿Cuál es la lección más importante que aprendiste de Kemp? A ser completamente imaginativa. “¡Lánzate, cualquier idea que tengas llévala a cabo!”. 
También aprendí a hacer algo increíble de la nada: con trozos de tela barata, conseguir que el traje se vea maravilloso en escena.
 Y una de las cosas más importantes que me enseñó fue a romper cosas. En aquellos tiempos eso era bastante raro. 
Le prendíamos fuego a cosas con un soplete en el escenario del teatro y hasta llegábamos a quemar el suelo.
 Supongo que quería hacer su trabajo a lo grande, valiente y teatral. La primera frase que aprendí en español fue: “¡Más lentejuelas!”. Creo que esa frase se puede aplicar a todo en la vida.
También te enseñó a no tener miedo a nada. Así es, porque me lanzó al vacío: nunca he sido una ayudante, trabajé directamente como diseñadora de vestuario. 
Lindsay también era diseñador, sabía mucho sobre vestidos y tenía claro lo que quería, así que de alguna manera él me decía: “Hazlo”, y yo lo ejecutaba.
Háblame del cineasta Derek Jarman. Allá por los años ochenta, diseñé una pequeña obra con ocho trajes y pensé que era un buen montaje.
 Conseguí su teléfono y lo llamé. 
Fue algo parecido a cómo conocí a Lindsay. Fuimos a tomar un té y me dijo: “Si quieres trabajar en el cine, una buena manera de ver las diferencias entre el teatro y el cine es hacer vídeos musicales”. Me pasé un año haciendo videoclips.
 Después trabajamos juntos en su película Caravaggio
No teníamos mucho dinero para el vestuario y había que usar la imaginación.
¿Cuáles son las diferencias que, como diseñadora, separan al cine del teatro? En el teatro diseñas para que tu trabajo sea visto desde bastante distancia y también de cerca, así que tiene que funcionar tanto mirándolo desde arriba como desde lejos, por eso ha de ser exagerado, brillante, grande y más atrevido. 
En cine todo tiene que ser más reducido, todo se hace para ser contemplado desde cerca.
 El vestuario teatral está concebido para ser usado noche tras noche; en una película, la ropa tiene que usarse también, pero con menor intensidad.
Esas son las diferencias técnicas, pero a la hora de la construcción del personaje es bastante similar, ¿verdad? La construcción del personaje es idéntica: tanto en cine como en teatro estás ayudando a la audiencia a creer que esa persona es el personaje y que se levantó por la mañana y decidió ponerse esa determinada ropa.
 La vestimenta tiene que dar información sobre el personaje.
En el diseño de vestuario, ¿qué es lo realmente importante? Lo importante es que hagas las cosas lo mejor que seas capaz.
¿Cuál fue la lección que aprendiste de él? Derek me dio uno de los mejores consejos que puede darse a cualquier persona. 
“Tienes que ir al trabajo cada día con la misma ilusión que si fueras a una fiesta”. Su lección magistral fue el entusiasmo.
 Disfrutaba trabajando, y eso es fundamental. No hay otro camino. Si no te diviertes trabajando, en nuestro caso haciendo una película, lo cual es bastante duro, no podrás soportarlo el resto de tu vida.


¿Cuáles son las diferencias que, como diseñadora, separan al cine del teatro? En el teatro diseñas para que tu trabajo sea visto desde bastante distancia y también de cerca, así que tiene que funcionar tanto mirándolo desde arriba como desde lejos, por eso ha de ser exagerado, brillante, grande y más atrevido.
 En cine todo tiene que ser más reducido, todo se hace para ser contemplado desde cerca.
 El vestuario teatral está concebido para ser usado noche tras noche; en una película, la ropa tiene que usarse también, pero con menor intensidad.
Esas son las diferencias técnicas, pero a la hora de la construcción del personaje es bastante similar, ¿verdad? La construcción del personaje es idéntica: tanto en cine como en teatro estás ayudando a la audiencia a creer que esa persona es el personaje y que se levantó por la mañana y decidió ponerse esa determinada ropa.
 La vestimenta tiene que dar información sobre el personaje.
En el diseño de vestuario, ¿qué es lo realmente importante? Lo importante es que hagas las cosas lo mejor que seas capaz. 
Y entender que de nada vale tener un vestuario fantástico en una película en la que el guion sea fallido, o preciosos vestidos con un pésimo decorado, o increíbles ropajes mal iluminados. 
Todos los componentes tienen que trabajar juntos para construir algo que funcione.
 De todos los directores con los que he trabajado, quizás el que mejor entiende este concepto de equipo sea Todd Haynes.
 Quizás porque sus películas son más pequeñas y al final todos acabamos haciendo un poco de todo. Mi película favorita de todas las que he diseñado es Velvet Goldmine. Todd y yo hacemos un buen equipo. Bueno, también con Martin [Scorsese].
“A los intérpretes les cuesta comprender que vestimos a su personaje, no a ellos.
 Una película no es un posado de Vogue
Durante la fase de preparación, ¿los actores te ayudan? Depende, a veces sí y a veces no. 
Y antes de que me lo preguntes, con los que más he conectado, con los que más me he divertido son Tilda [Swinton], Cate [Blanchett] y Daniel [Day-Lewis].
 Con los tres mantengo una buena amistad también
 Con los actores siempre hay un diálogo.
 Es necesario que confíen en ti para desarrollar el personaje. 
Si pierdes la confianza de un actor o actriz, tienes un serio problema porque todo se hace muy complicado. 
 Para los diseñadores de vestuario, el 90% del trabajo es psicológico. 
 Tienes que captar las necesidades y resolver muy, muy rápido. 
A los intérpretes lo que más les cuesta comprender es que vestimos a su personaje, no a ellos… A veces vienen con sus estilistas y es todo muy pesado. 
Una película no es un posado para la revista Vogue.
¿Está presente en el rodaje? Sí, pero no todo el tiempo. 
Muchas veces, mientras se rueda se continúa diseñando. Acudo a los rodajes cuando hay cambios de vestuario y el personaje aparece caracterizado de forma diferente en un cambio de escena o ambiente. O cada vez que hay un nuevo personaje.
 Estoy siempre allí para vestir a los actores y asegurarme de que se ponen las prendas de forma correcta.
En alguna ocasión me has comentado que te gusta todo lo relativo a la ropa, pero que no te gusta la moda en sí misma. 
 No es que no me guste la moda. Me encanta, pero mi pasión era el teatro.
 Para mí un vestuario teatral es mucho más emocionante que una colección. 
La industria de la moda trata de crear prendas para personas invisibles, cambia constantemente para que estemos comprando constantemente. 
Para mí es mucho más atractivo el proceso de crear y realizar un vestuario, y por otro lado los personajes cuentan historias.
 De todos modos, yo uso la moda como inspiración constante. 
Pero yo no estoy hecha para soportar la presión de un diseñador de moda, creo que acaban volviéndose locos. 
Es imposible crear tres o cuatro colecciones al año.
¿El mundo de la moda es un aliado de los diseñadores de vestuario o más bien un enemigo? Son ámbitos completamente diferentes. 
A los productores y a los estudios de cine les gusta la idea de que un diseñador de moda se vincule al vestuario de una película, primero por lo que supone el nombre y segundo porque paga para que sus prendas se usen en la cinta y, evidentemente, supone un ahorro estupendo. 
Pero ellos no visten a todos los extras ni van a trabajar todos los días a las cinco de la madrugada. 
Simplemente ceden algunas prendas y lanzan campañas de prensa para que esa película sea una grandiosa promoción para su marca. A veces es incómodo, pero el sistema es así.
 Intentas que afecte a tu trabajo lo menos posible y sigues adelante.
 ¿Cómo vives el otro lado de la industria cinematográfica? Me refiero a las alfombras rojas, el mundo de las estrellas, los cotilleos, los egos y los divismos.
 Creo que es una parte que no tiene nada que ver con las películas, sino con el negocio de su venta.
 Por supuesto que muchas películas necesitan contar con un nombre de un actor conocido que les proporcione el dinero para hacerla y que luego les garantice recuperar la inversión con la venta de un número sustancioso de entradas en taquilla. 
Es la parte más sórdida de esta industria. Y a veces para vender son necesarios los cotilleos, exagerar los excesos de algunos actores, crear mitos y leyendas…
 Todo esto es tan viejo como Hollywood. 
Y la alfombra roja es un asunto de promoción de actores y actrices que, al mismo tiempo, trata de vender moda, de promocionar marcas. 
Es otro negocio.
¿Qué piensas del auge de las series televisivas? Antes yo era muy esnob con la televisión. 
No quería hacer trabajos que se vieran en una pantalla tan pequeña. Pero las cosas están cambiando, no solo los tamaños de los televisores, también la calidad de las producciones.
 Aunque a mí me sigue gustando más la sensación de entrar en un teatro o en una sala de cine.
 Cuando ves la tele en tu sala, cualquier cosa a tu alrededor puede distraerte, y a mí me gusta la sensación de estar completamente perdida en la oscuridad.
 Es una experiencia única y a la vez comunitaria. 


El modista Caprile entrevista a la diseñadora de vestuario de las estrellas de cine 


¿Qué representa Scorsese en tu carrera? Soy afortunadísima porque me pidió hacer Gangs of New York y luego ha seguido contando conmigo. 
Es un gran honor y una suerte trabajar con el director vivo más importante. Nos entendemos muy bien y él confía mucho en mí. Y yo en él. 
Y normalmente me da bastante libertad para hacer mi trabajo. Sabe que yo le resuelvo todo ese rollo de la ropa y así él emplea toda su energía en su rodaje y en su película: en lo que es importante para él.

¿Qué has aprendido a su lado? Un montón de cosas, difícil decir una. 
Está completamente obsesionado con el trabajo que hace. Es un poco como Derek Jarman, sigue encontrando placer en lo que hace. Nunca parece que estuviera trabajando para ganar dinero, sino porque lo tiene que hacer, porque le encanta.
 Siempre está interesado en algo, haciendo algo, nunca le verás aburrido o pasivo. 
Para él no importan los sacrificios porque siente verdadera pasión. El cine es su vida.

¿Qué sacrificios has hecho por tu trabajo? No ver a los seres queridos durante periodos largos de tiempo. 
Creo que eso es lo más duro, especialmente cuando hay rodajes fuera.
 Es un sacrificio para mí, pero también para mi familia y mis amigos. A ti hacía dos años que no te veía, por ejemplo.

Y ahora que estás en la cima de tu carrera, ¿este sacrificio ha merecido la pena? No lo sé.
 No puedo decir que no haya merecido la pena. He hecho muchísimas cosas: de algunas me arrepiento, de otras no…
 Soy feliz con mi trabajo y con mi vida, quizás porque mi trabajo es mi vida.