Debo coger un AVE a las 4. Salgo con mis maletas, llenas de libros y demás, a las 3.
Desde mi punto de partida hasta la estación suelo tardar un máximo de quince minutos en taxi, el cual me cuesta entre seis y siete euros.
Si voy con tanta antelación es porque, en el Madrid de Carmena, ese trayecto se ha convertido en un suplicio.
Uno no sabe cuánto le costará atravesar Sol y la Carrera de San Jerónimo, una calle estrecha que lleva ya dos años más angostada —un embudo— por culpa de las interminables obras de Canalejas. En vista de que esa calle es un atolladero, el Ayuntamiento la empeora permitiendo un incesante desfile de buses turísticos de dos pisos que taponan el único carril hábil, en vez de desviarlos por otra ruta mientras duran las obras (échenles un año más como mínimo).
Como el tráfico es aquí un purgatorio, démosle la categoría de infierno, debe de haber pensado Carmena.
Llego a Atocha tras treinta y tantos minutos de taxi, que me sale por trece euros.
Como hay que pasar el equipaje y la gabardina por el escáner, bajo la rampa sin dilación.
Delante de mí va una joven con un inmenso maletón sin ruedas, casi un baúl.
Lo va arrastrando con penalidad y por supuesto no la puedo adelantar.
Al llegar a la cola, veo que hay masas poco explicables.
No es fin de semana y faltan días para la Semana Santa.
Como hay un gentío con bultos grandes, Renfe ha inhabilitado uno de los tres escáneres, luego se avanza a paso de tortuga.
La joven sigue tirando a duras penas de su maletón, se le desvía, se le tuerce, se golpea y me golpea con él, me mira con apuro, le digo que nada, sigo detrás.
Por fin alcanza el escáner, y entonces descubre que, si bien puede tirar de su baúl con esfuerzo, lo que no puede es levantarlo del suelo a pulso.
Le pregunta a la escaneadora si le echa una mano.
Ésta, con sequedad, le contesta que no puede abandonar su puesto. “Abandonarlo”, en este caso, significa levantarse, dar tres pasos, ayudarla y volver a su asiento.
Ninguna otra maleta pasaría por la cinta mientras tanto, eso es obvio.
“¿Y qué hago?”, dice la joven. “Que la ayude alguien”.
La joven me mira implorante.
Desde hace más de dos meses padezco un tirón o una tendinitis o una ciática (dejémoslo indeciso: contar dolencias me parece una falta de consideración) causados por las excesivas caminatas que me di durante los dieciséis días de huelga de los taxistas.
Me duelen la pierna y la cadera, no estoy en condiciones de añadirme el esfuerzo de levantar un maletón.
Pero claro, ya soy un señor antiguo, y estoy educado como lo estoy.
Entre las masas de la cola (hombres y mujeres de toda edad) nadie mueve un dedo.
Allí la famosa “sororidad” brilla por su ausencia, y en cuanto a los varones, quién sabe, lo mismo temen ser tachados de machistas si ayudan a la joven.
Como yo no temo eso sino que lo doy por descontado —diga lo que diga y haga lo que haga—, echo mano al bulto, lo alzo a pulso (en efecto pesa un quintal) y se lo deposito en el escáner a la joven que calculó mal.
Me da las gracias con expresión de alivio, luego subo mi equipaje y la cola tira adelante.
Esta minúscula anécdota sería sexista y no deberían leerla niños ni niñas según los responsables de la escuela Tàber (titularidad de la Generalitat) y de las también barcelonesas Montseny y Fort Pienc, que han considerado eso, sexista, una frase de Caperucita Roja en la cual se dice que “un cazador que pasaba por allí” —¡un hombre!— salvó del Lobo a Caperucita y a su abuela.
Así que han retirado ese pecaminoso volumen de la biblioteca, lo mismo que La bella durmiente (porque el Príncipe la salva, y con un beso no consentido), y La leyenda de Sant Jordi, sustituido por La revolta de Santa Jordina, donde la chica es la heroína y el dragón no tiene por qué morir.
Cómo va a matarse a un bicho, con lo buenos que son, incluidas las boas constrictor, las tarántulas y las hienas.
Que un hombre ayude o salve a una mujer es “tóxico”, luego los cuentos en que eso suceda, o en los que no haya “paridad” entre los personajes, se deben secuestrar, suprimir y prohibir.
Los profesores y padres de la Tàber y demás han de ser por fuerza conscientes de su similitud con los censores franquistas y con los cabestros nazis que purgaban libros y los quemaban, pero les dará igual: todos ellos se creen sabedores de lo “pernicioso” y lo destierran sin contemplaciones.
Esta gente estricta ha encontrado nada menos que 200 títulos “tóxicos, que reproducen patrones sexistas”, el 30% del fondo.
Y todos son objetables en cierto grado a excepción del 10%, los que sí están escritos “desde una perspectiva de género”.
La sociedad catalana se ha acostumbrado tanto a los modos totalitarios de la Generalitat que nada tiene de extraño que una escuela dependiente de ella se comporte como la Inquisición.
Estas “virtuosas”, con sus sociólogas y pedagogas que las aplauden, sólo admiten que un varón ayude a otro y una mujer a otra mujer. Pero, como dije antes, en la vida real hay veces en que la tan cacareada “sororidad” no aparece y un señor antiguo con la pierna mala resulta ser el único dispuesto a echar una mano a quien tiene menos fuerza física.
Por ejemplo, para levantar un peso.