Ulrich Alexander Boschwitz, que murió en un bombardeo nazi, dejó lista la novela ‘El pasajero’, que conmovió al público alemán cuando se publicó por vez primera en 2018.
Juan Carlos Galindo
Cerca de las once de la noche del 29 de octubre de 1942,
Ulrich Alexander Boschwitz muere junto a otros 361 refugiados, la
mayoría judíos, a bordo del Abosso, hundido a 700 millas
náuticas de las Azores por el submarino alemán U-575.
Tiene 26 años.
Termina así una odisea iniciada con las leyes raciales de Núremberg en
1935 y que había llevado a este escritor berlinés de un lugar a otro,
perseguido y odiado por los que fueron sus compatriotas y repudiado por
los europeos a los que pedía acogida.
Sin embargo, sin saberlo,
Boschwitz había lanzado un mensaje que tendría gran repercusión en su
país 80 años después.
Cuando murió llevaba encima la nueva versión
manuscrita de su libro El pasajero, publicado en Suecia, el
Reino Unido y EE UU entre 1938 y 1940 e ignorado en Alemania.
Dos meses
antes había escrito a su madre para darle indicaciones sobre qué hacer
con su edición.
Todo eso desapareció
con su muerte.
Quedaba, sin embargo, una copia escrita a máquina que,
tras diversos avatares, terminó en los años sesenta en el Archivo del Exilio Alemán de la Biblioteca Nacional en Fráncfort.
Olvidada por todos, en 2018 vio la luz por primera vez en Alemania y se
convirtió en un gran éxito de público y crítica en un país donde las
referencias al horror nazi siguen generando un enorme interés.
“La novela fue olvidada porque no quedaba nadie vivo
para ofrecérsela a las editoriales”, explica a EL PAÍS desde Berlín el
editor Peter Graf, responsable del hallazgo y publicación de este libro.
También, porque el tema no era precisamente el predilecto de los
editores después de la II Guerra Mundial y el Holocausto. Graf llegó a
él gracias al crítico del diario Haaretz Avner Shapira, quien
le puso en contacto con Reuella Shachaf, sobrina de Boschwitz. “Cuando
la leí me di cuenta rápidamente de que era una novela importante porque
hablaba al lector de hoy.
En Alemania ha tenido una gran acogida y se
lee como un documento pero también como un aviso.
¿Qué ocurre con los
que no son víctimas? ¿Ayudan o se convierten en cómplices de los
agresores?”, se pregunta.
Relato del infierno de un burgués judío perseguido por los nazis, El pasajero (en España, a partir del 25 de marzo editada por Sexto Piso con traducción de José Aníbal Campos) es la crónica de una deshumanización, un conciso libro de denuncia con ritmo de thriller que entronca con El proceso de Kafka o con las obras de Imre Kertész y lanza angustiosas preguntas al lector de hoy.
La novela, cargada de impresiones autobiográficas, se inicia en noviembre de 1938, durante La noche de los cristales rotos.
Su protagonista, Otto Silbermann, es un orgulloso alemán, un
comerciante con mucho dinero, veterano condecorado de la I Guerra
Mundial.
Pero también es judío y eso es intolerable para el sistema
nacionalsocialista.
Cuando su socio lo estafa y lo insulta, cuando el
camarero de su bar predilecto deja de servirle, cuando todo el mundo le
da la espalda, Boschwitz está contando lo que sufrió su familia desde
1933.
El libro, escrito en menos de un mes entre Luxemburgo y Bruselas,
adonde había huido, muestra a un hombre que lo pierde todo, al que se le
hunde en lo material y se le niega la condición humana, y ahí Boschwitz
sabía de qué hablaba.
Tras pasar por Francia, el autor huye al Reino Unido, desde
donde es enviado en 1940 junto a otras 40.000 personas a la Isla de
Man. Llegará a Australia meses después en el Dunera, un barco
tristemente célebre por las condiciones brutales de hacinamiento y
violencia en las que miles de personas fueron deportadas.
Al llegar allí
le esperaba el internamiento en otro campo de prisioneros.
Solo a
partir de 1942 se empezó a liberar a quienes se alistaban para luchar
contra los nazis, pero Boschwitz no era un hombre de acción, su batalla
estaba en otro lado y, sin embargo, encontró la muerte en el mar, en
otro intento de huida, bajo el fuego de los torpedos alemanes.
¿Cómo acabará todo esto? Uno se siente desamparado, como un niño
pequeño. ¿Quién lo hubiera pensado? Vaya cosa.
En plena Europa. En el
siglo XX”, asegura el autor por boca de su protagonista, en un momento
de especial desesperación. “Boschwitz consiguió hacer visible lo
inconfesable contando el destino de un individuo.
Los lectores han
sabido transferir su significado al presente con la cuestión de cómo nos
comportamos cada uno siempre de fondo”, sostiene Graf.
“Realmente creo que este libro tiene algo que le puede hacer triunfar”,
decía Boschwitz a su madre en una carta en 1939.
Acertó, aunque fuera 80
años después.
Atrapado en su propia paranoia, el personaje de Silberman
huye dentro de Alemania, por donde se desplaza en trenes puntuales e
impecables, aquellos mismos convoyes de horarios ajustados que poco
después llevarían con la misma precisión a millones de personas a las
cámaras de gas. “Los lectores de hoy saben qué ocurrió hasta 1945.
Boschwitz se imaginó que aquello podía pasar, pero no lo sabía. Este
libro solo podía ser escrito tras los pogromos de 1938 y es esa cercanía
la que le da su fuerza como testimonio”, reflexiona Graf. Lejos de ser
un relato en blanco y negro, la fuerza de El pasajero radica
además en la narración de los efectos que esta huida provoca en el
perseguido, alguien que llega a odiarse y a odiar a su pueblo, un humano
que puede ser mezquino si eso le ayuda a sobrevivir, que encuentra en
sí los defectos del otro.