Álvaro GarcíaA CARMENA le sientan bien las caídas. Cuanta más fragilidad muestra, más sólida se la percibe. La rotura de un tobillo
a pocos meses de las elecciones habría sido un desastre para cualquiera
que se dedicara a la política. Para ella no, pues los tropiezos,
increíblemente, le dan votos. Si tuviera tendencias populistas, ya se
habría arrojado por la ventana. Posee un don natural, en fin, para
convertir los accidentes domésticos en pequeñas victorias sobre la
adversidad. Un aviso a los antagonistas: de aquí a las municipales aún
puede quemarse con la plancha, electrocutarse con el secador de pelo o
resbalar al salir de la ducha y quebrarse el fémur. Ese talento se tiene
o no se tiene. Hay quien escribe un soneto de corrido y quien se
machaca los dedos al colgar un cuadro. Dirán que no es lo mismo, pero un
soneto malo hace más daño que un martillo.
Llevada y traída ceremoniosamente a bordo de la silla de ruedas por sus
concejales, parece una emperatriz de Lavapiés. Vale decir, en la medida
en que Lavapiés opera como la figura retórica que nombra la parte por el
todo, emperatriz de Madrid. Hay títulos que nos otorgan y títulos que
conquistamos sin conciencia alguna de haberlos merecido. El fotógrafo ha
cerrado el foco para obtener ese plano medio que deja fuera la escayola
y en el que destacan el abrigo y el rostro. El primero parece una toga
de fiesta de guardar que evoca su pasado. El segundo, que remite al
presente, recuerda aquel dicho de Cocteau según el cual a partir de
cierta edad cada uno es responsable de su rostro. De ser verdad, debería
usted felicitarse, regidora.
Comprar online es cómodo, económico, eficiente... Pero si nos rendimos sin condiciones al comercio digital, fulminaremos las tiendas vecinales.
QUÉ ELOCUENTES son las grandes ciudades. Están llenas de palabras, de
información, de historias. Es la narrativa del asfalto, una lectura que
suelo practicar porque camino mucho. Y resulta que en las últimas
semanas he podido ver, andando por Madrid, tres mensajes muy tristes. El
primero lo encontré en la calle de Claudio Coello y estaba en una
pequeña tienda de ropa, The Hip Tee, que yo no conocía; vendía bonitas
camisetas de alegres colores y era un local luminoso y coqueto, con un
minúsculo corazón rosa de neón sobre la puerta. Cubriendo de arriba
abajo el vidrio del escaparate, un texto en rojo: “LIQUIDACIÓN POR
CIERRE. Después de diez años trabajando con mucha ilusión nos despedimos
con todo el cariño. En esta época donde todo cambia tan rápido, os
dejamos nuestras camisetas, que fueron hechas para que las disfrutéis
mucho tiempo.
Nos vamos y os damos las gracias porque sois las mejores clientas
del mundo. Os echaremos de menos”. Cuánto mimo, cuánta lucha, cuánta
ilusión tenaz se adivinan en el texto, en la inocencia del corazón de
luz, en la voluntad de hacer las cosas bien y en esas palabras tan
conmovedoras. Es el dolor de los sueños perdidos, el ruido a cristales
rotos del fracaso. El segundo me tocó aún más de cerca, porque se trataba de un local al
que yo solía ir, una diminuta tetería de la calle de Ibiza llamada Bread and Breakfast. Tenía cuatro mesitas, un precioso suelo de antiguas baldosas
hidráulicas, buenos pasteles. Un día quedé con alguien ahí y al llegar
me lo encontré cerrado. Y de nuevo la narración punzante escrita en
blanco sobre el cristal de la puerta: “Lugar de lecturas con aroma de
café, punto de citas románticas y de escapadas… Hoy, después de cinco
años, dice adiós para siempre…”. Cómo pesa ese “para siempre” sobre los
hombros, cómo aprieta el corazón esa muerte pequeña de un negocio
obviamente creado con amor, sostenido con sobrehumano esfuerzo, abandonado al fin porque ya no
hay futuro ni esperanza. Lo que me lleva al tercer mensaje. Lo vi en una
pequeña tienda de artículos para mascotas en la calle de Menéndez
Pelayo. Se llamaba Lola y Matías, y en la fachada mostraba el dibujo de
dos perros sonrientes y dos florecitas con la leyenda “Beautiful Day”
(“Hermoso día”). Una tarde, para mi sorpresa, encontré el local
abandonado. Y alguien había escrito con aerosol negro junto a los perros
un demoledor dictamen: “Fake News”. Sí, desde luego, la alegría pueril del “Beautiful Day” no se correspondía con el escaparate cegado con papel de estraza. La felicidad, nos gruñía esa pintada, es una noticia falsa.
Supongo que los dueños, sin duda jóvenes, de estos tres comercios se
sentirán así, como si hubiera atardecido para siempre. Quisiera
mandarles ánimos y decirles que la vida es muy larga y que los humanos
somos capaces de reinventarnos mil veces. Pero no escribo este artículo
sólo para solidarizarme con ellos, sino para espantarme de lo que
estamos haciendo. . Esos cadáveres urbanos son nuestros muertos. El comercio online está
acabando como un fuego con los pequeños negocios. No es casual que me
haya topado con tres cierres en tan sólo unos días: en Madrid hay 14.000
locales vacíos. En 2018, en España desaparecieron casi 7.000 comercios;
en 2017 fueron 10.000. Sí, yo también compro online, lo
confieso. Es cómodo, económico, eficiente… Pero si nos rendimos sin
condiciones al comercio digital, como ya hemos hecho, fulminaremos las
tiendas vecinales y no sólo destruiremos miles de puestos de trabajo,
sino también nuestra vida tal y como la conocemos. Las calles serán
mucho más tristes e inseguras sin comercios; de hecho, ya lo son, porque
los barrios de nuestras ciudades se están quedando apagados,
solitarios, desabastecidos. Y cuando los gigantes online nos tengan en
su mano, cuando hayan devorado a los pequeños y carezcan de competencia,
entonces empezarán a cobrarnos los envíos y nos subirán los precios lo
que quieran. Verán, no quiero acabar con Amazon en absoluto, pero no me
parece lógico que en el último año haya multiplicado por 10 sus
beneficios.
Que ganen un poco menos y que sobreviva el comercio humano. Por todos
los santos, desenchúfate del maldito ordenador y sal a comprar a la
tienda de enfrente.
El papanatismo español hacia lo estadounidense es penoso. Aquí se
celebra Halloween, y ya ha habido amagos de reunirse a comer pavo en
Thanksgiving.
Copiones todos
ESPAÑA SE HA CONVERTIDO en uno de los países más ridículos del
planeta. Quizá esto no sea una novedad para muchos, entre los que desde
luego me cuento. Pero la ridiculez ha alcanzado su máximo (bueno, nunca
se sabe) en los últimos años. Por un lado, todo el mundo anda
proclamando a voces su “diferencia” respecto a los vecinos con los que
llevan siglos mezclándose y de los que apenas se distinguen. Los vascos y
los catalanes pretenden ser directamente “insondables” para cualquiera
no nacido en sus territorios y sin una raigambre pura. Aspiran a ser
“incomprensibles”, un arcano para el resto, cuando resultan muy simples. Por su parte, bastantes de los demás españoles vitorean a un par de
partidos (el PP y Vox) que sueltan sandeces del tipo “España es lo más grande que hay” o “Ser español es cosa seria”. Estos individuos están tan trastornados que últimamente reivindican
como el colmo de la españolidad… la caza, como si esa actividad no se
hubiera practicado desde la noche de los tiempos en todos los puntos del
globo.
La absoluta ridiculez radica en que todas esas pretensiones son falsas,
las de los catalanes, los vascos, los andaluces y los madrileños. Hace
demasiados años que España es una mera colonia voluntaria y servil de
los Estados Unidos, y que el anhelo de mis compatriotas es, ya que no
serlo (de momento es imposible), sentirse americanos y vivir como ellos.
Viniendo esta aspiración ya de antiguo, nada debería haberme
sorprendido, y sin embargo me quedé atónito hace unas semanas, al ver
que TVE estaba retransmitiendo, íntegramente y en directo, el debate del Estado de la Unión. Bien es verdad que era por la noche tarde, pero eso se debía más al
desfase horario con los Estados Unidos que a la necesidad de rellenar
con “algo” la programación de madrugada. Si lo del Estado de la Unión
hubiera coincidido con nuestro mediodía, se habría interrumpido lo
habitual a esa hora para ofrecérnoslo. Esto bajo una TVE socialista.
¿Nos importa lo más mínimo ese soporífero debate de un país extranjero y
lejano, cuyo protagonismo recae hoy en día en un perturbado profundo, Trump,
que jamás ha dicho nada ni veraz ni interesante? ¿Nos habrían
televisado el equivalente a esa sesión en Gran Bretaña, Francia,
Alemania o Italia? ¿En nuestro propio Congreso o en el Parlament de
Cataluña? Ah, no, que éste lleva toda la legislatura cerrado por decisión de los independentistas, que así demuestran lo democráticos que son y lo mucho que escuchan a todo su pueblo. El papanatismo español hacia lo estadounidense es penoso, y, en vez de
quererse independizar algunas regiones, deberíamos todos solicitar
convertirnos —por favor, por favor— en el 51º Estado americano. Aquí la
gente celebra miméticamente Halloween, y el Black Friday, y el Cyber
Monday, y ya ha habido amagos de reunirse a comer pavo en Thanksgiving
(todo se andará, y se obligará al Rey a indultar a un par de aves). Ya
hay fanáticos del fútbol con casco, deporte poco menos complicado que el
baseball, y no son pocos los que trasnochan para no perderse
la Superbowl y hablar de ella como si llevaran décadas siguiéndola. Lo
mismo ocurre con los Óscars,
claro, que cada año que pasa premian más horrores: entre los actores y
actrices, a alguien que ha engordado o enfeecido para su papel, o al que
han echado toneladas de maquillaje y prótesis para que se parezca a un
personaje real al que en nada se parece; si antes fue Oldman mal
disfrazado de Churchill, ahora son Bale y Amy Adams con caretas de
Cheney y su señora, y un tal Malek con bigote y pómulos de Freddie
Mercury. Pero también vivimos pendientes de los Globos de Oro, los Grammy, los Tony, los MTV, los Flocky, los Flicky y hasta los Razzie al peor cine.
Las embarazadas organizan las llamadas “baby showers”,
estúpidas fiestas en las que se hacen regalos a los nonatos (y de la
veneración por las mascotas, otra importación, mejor no hablemos). En
las bodas y “rebodas” se pronuncian sonrojantes discursos como los
vistos en las comedias cursis o zafias (todas sin gracia) que de
ultramar nos llegan. En la televisión, todo el mundo finge emocionarse y
lloriquea, también a la usanza estadounidense: salen una señora o un
joven, dicen “Es que yo quiero mucho a mi nieto o a mi abuela”, y les
caen lagrimones por eso. Del uso ignorante y continuo del inglés, qué
decir. Recibo invitaciones tan catetas que ponen “Save the Date” y “Dress Code”,
así, tal cual, en vez de los más sensatos y naturales “Reserve la
fecha” y “Etiqueta”. Los horteras pretenciosos espolvorean sus diálogos o
columnas de “targets”, “deadlines”, “mainstream”, “backstages” y “speechwriters”,
creyendo —es lo más grave— que en castellano o catalán no hay forma de
decir eso. Hace poco oí a una estulta hablar del “agregado” para
referirse al marcador total o global de una eliminatoria futbolística. Una lastimosa traslación de “aggregate score”, que es como se
dice en inglés lo que acabo de escribir en mi lengua. ¿Los catalanes,
los vascos, los españoles en general son únicos y tan originales que la
emoción de su singularidad los abruma? Por favor, todos copiones
patéticos del país más bobo de nuestra era.
Mientras
Isabel Pantoja está en sus horas más bajas, sus hijos Kiko Rivera e Isa
Pantoja toman el relevo mediático que ostentaba su madre antes de su
ingreso en prisión.
De izquierda a derecha, Kiko Rivera, Isabel Pantoja y su hija Isa Pantoja
Isabel Pantoja vive en un prolongado bucle horribilis
que no parece tener fin. Los más optimistas pensaban que la peor etapa
de la tonadillera –dejando a un lado la muerte de su marido, el torero
Francisco Rivera, solo unos meses después de haber nacido el primer hijo
de la pareja– tendría su punto y final tras haber cumplido los dos años
de cárcel a los que fue condenada por blanqueo de capitales. Pero la
pesadilla que comenzó para Isabel Pantoja en 2007, cuando fue detenida
en Marbella en relación con la Operación Malaya, sigue pasando factura a
la cantante que en otros tiempos llenaba teatros con sus conciertos y
lucía como reina de las tonadilleras en las revistas del corazón.
Doce años son muchos para nuestra memoria efímera y quienes aún se
pregunten qué pasó para que Isabel Pantoja acabara entre rejas, la
contestación más simplista es que ocurrió por amor.
La artista enviudó
con solo 28 años, tras una boda que reflejaba todos los tópicos de
España –la tonadillera y el torero–, solo después de un año y cinco
meses de matrimonio y con un bebé de siete meses que quedaba huérfano de
padre por la cornada mortal de un astado de nombre Avispado.
Fue la viuda de España durante casi 20 años y aunque por medio y durante
cuatro años mantuvo una discreta relación sentimental con el empresario
y exbaloncestista Diego Gómez, la espita de los truenos se abrió con la aparición en escena de Julián Muñoz en 2003.
El novio que devolvió la sonrisa a la cantante era entonces alcalde de
Marbella, estaba casado con Maite Zaldívar y en febrero y marzo de 2003
había contado con la presencia de Isabel Pantoja en varios actos
institucionales.
Muñoz calculó mal las consecuencias de halagar a su
amante. Las alarmas se dispararon en el consistorio y la esposa
humillada se dedicó ,cuando se confirmó el romance, a pasearse por los platós de televisión y a hablar de las bolsas de basura llenas de dinero que salían del domicilio conyugal.
Ese fue el hilo del que se comenzó a tirar para un proceso que finalizó
con el encarcelamiento de Julián Muñoz en abril de 2013 por blanqueo y
cohecho.
Isabel Pantoja siguió el mismo camino, ante el asombro del
respetable, en noviembre de 2014.
Por medio se acabó el amor entre la
pareja que hizo célebre la expresión “dientes, dientes”, en referencia a
sonreír forzadamente cada vez que la prensa les perseguía para captar
imágenes de ellos dos juntos.
Kiko Rivera con Irene Rosales el pasado mes de enero.Cordon Press
La artista firmó su libertad condicional en marzo de 2016 y parecía
que la pesadilla había terminado, que el mito continuaría aumentando y
que los conciertos volverían a hacer entrar el dinero en esa casa que
vivió sus horas más bajas durante el encierro de la matriarca del clan. Ninguna de estas previsiones se ha cumplido. En noviembre de ese mismo
año Isabel Pantoja sacó nuevo disco y volvió a cantar en público, pero
pese a la expectación inicial nada volvió a ser igual. El público no
llenaba los conciertos de la cantante, una anunciada serie sobre su vida
parece anclada en el olvido y el contrato con Universal, su
discográfica de siempre, finalizó en febrero y no parece próximo el
momento de renovarlo. Sin embargo otros miembros del clan Pantoja han tomado el relevo
frente a los medios, con más o menos acierto. Los hijos de la
tonadillera, Kiko Rivera e Isa Pantoja, y su sobrina, Anabel Pantoja,
continúan explotando la imagen de la artista pero exponiendo su vida
diseccionada fotograma a fotograma en revistas, realities y programas de televisión. Kiko Rivera, el hijo que tuvo con Paquirri, mutó en Dj tras ser el epítome del nini
(ni estudia, ni trabaja); fue noticia por encadenar una novia tras otra
y por la prisa que tenían todas ellas de rentabilizar su relación
contándola al mejor postor. El eterno infante de la Pantoja se casó,
tuvo dos hijas con Irene Rosales, seguía haciendo sus bolos y se sometió
a una operación de reducción de estómago para acabar de una vez por
todas con esa obesidad que no lograba controlar.
Parecía que reconducía su vida y que la noche quedaba para el
trabajo, cuando hace unos meses tuvo que parar y suspender sus
compromisos laborales por lo que entonces dijo que era una depresión. Otro reality, Gran Hermano Dúo,
en el que participa como concursante, está descubriendo sus secretos. A
lo largo de lo que va de emisión él mismo ha confesado que estaba enganchado a las drogas y lo ha dejado, que quiere a su hermana Isa Pantoja pese a las muchas veces que se han enfrentado en público y en privado, que ha gastado cantidades “indecentes de dinero”
y ahora concursa junto a su mujer para ganar 100.000 euros y comprarse
una casa. Ah, y la última, su madre –asegura la prensa rosa– le ha
apuntado a un curso en el Centro Nacional de Formación de Entrenadores
para que deje la noche y sus peligros y se dedique a ser entrenador en
el futuro.
Anabel Pantoja, sobrina de la cantante Isabel Pantoja.Cordon Press
Por mucho que le guste este deporte y le guíe su afición al Sevilla,
resulta difícil pensar que Kiko Rivera (35 años) encuentre su sitio en
esta profesión en la que muchos otros difícilmente llegan a ser
mileuristas. Pero ocurra o no, Rivera está consiguiendo con su
participación en este nuevo reality, cambiar la percepción que
tenía el público de él y ganarse la simpatía que había perdido. Por no
hablar del buen sabor de boca que también está dejando su mujer, Irene
Rosales. Isa Pantoja es otro de los vértices de este trío.
Adoptada por la cantante en Perú en 1996, todas las alegrías de la
infancia tornaron en problemas en la adolescencia: rebeldía, parejas de
ida y vuelta y la constatación de que la fama de su madre le reportaba
dinero más fácil de ganar que si aprovechara los estudios de los que
podría vivir según su progenitora. Ha contado los entresijos de las relaciones del clan Pantoja,
que su tío Agustín no la quiere igual que a Kiko, que su antigua
cuidadora es tan madre como la propia, que quiere ser famosa, que se
lleva a ratos con su hermano…, y todo ello lo ha afirmado un día y
desmentido al siguiente. El último programa que contó con su presencia
fue Gran Hermano VIP y ahora, mientras Kiko Rivera concursa,
está desaparecida, como su madre. Todas a una para no perjudicar la
imagen del hijo y hermano redimido. De defender a unos y otros, y cobrar por ello, se encarga Anabel
Pantoja, sobrina de la tonadillera. Es hija de Bernardo Pantoja, de 67
años, hermano de Isabel, quien se casó hace pocas semanas con Junco, una
exbailarina japonesa. Anabel se ha criado protegida por su abuela Ana y
por la cantante, estudió en Madrid y se hizo maquilladora. Ha sido
asistente de su famosa tía, pero según ha decaído la estrella de la
artista, ella ha ido encontrando su sitio en la televisión defendiendo a
su familia. Si hubiese que ponerle un título podría ser el de portavoz
del clan Pantoja. Para eso cuenta con el beneplácito del tío Agustín, el
que dicen que parte y reparte en Cantora, la finca que Isabel heredó de
su difunto marido y donde Isabel vive recluida desde que el estigma de
su encierro no le deja levantar cabeza. Cuánto durará la desgracia de
una y la redención y ascenso de los otros, es una pregunta tan
misteriosa como el final de Juego de Tronos.