13 ene 2019
Lo verán por sus propios ojos........................Juan José Millás
Nos asombró esta foto por la confusión de las manos, que a primera vista no se sabía muy bien a quién pertenecían.
Luego ya sí, claro, al enfocar la mirada podías decir esta pertenece a Rivera y esta otra a Marín, los dos de Ciudadanos y pese a ello, como vemos, un poco enredados, casi a punto de formar un nudo con las extremidades superiores mientras su atención se dirige a una zona que se encuentra fuera de la imagen.
Yo creo que dudan dónde tomar asiento en lo que parece uno de esos desayunos informativos tan de moda.
En este tipo de encuentros, el protocolo suele colocarte en tu sitio, que siempre es decepcionante.
Observen la cabeza de la mujer del fondo, a la derecha de la fotografía: mira a los protagonistas de la imagen como calculando los metros que la separan del lugar donde se toman las decisiones. Es decir, que la han puesto, pobre, en la periferia del acto, que es tanto como ponerte en el borde de la realidad.
De hecho, está junto a la puerta: ventajoso para ir al baño sin llamar la atención, aunque un desastre desde el punto de vista de la autoestima.
Pero aquí lo que nos interesaba era el asunto de las manos que, observadas desde la visión periférica, parecen todas del presidente de Ciudadanos.
Piensen en los juegos de prestidigitación que se pueden hacer con dos e imaginen los que se podrían llevar a cabo con cuatro.
Nada por aquí, nada por allá y aquí tenemos un acuerdo con Vox que no es un acuerdo con Vox, pongamos por caso.
Con cuatro manos y dos bocas se pueden hacer números de magia política que ya irán viendo ustedes por sus propios ojos.
Las vacas flacas...........................................Rosa Montero....
Hoy los hijos viven peor que sus progenitores.
El presente asusta y el futuro aterra. Y lo más trágico es que ese miedo engendra el monstruo del odio.
Debo reconocer que alguna vez le he deseado la muerte a alguien. Eso
sí, nunca ha sucedido con gente a la que conociera personalmente; he
detestado a unos cuantos individuos en mi vida, pero no hasta el punto
de querer verlos tiesos.
Supongo que he tenido la suerte y la libertad suficientes como para poder ignorar a los malvados que me han tocado cerca y por eso no he necesitado desear que fallecieran.
De modo que los objetivos de mis ansias mortíferas siempre han sido lejanos y brutales: torturadores de personas y animales, criminales peligrosos.
Como, por ejemplo, los terroristas. El otro día escuché en una radio la noticia de la muerte de Chérif Chekatt, el asesino del mercado navideño de Estrasburgo, que fue abatido en un tiroteo por la policía, y mi primer sentimiento fue de puro júbilo: un monstruo integrista menos, aplaudió mi miedo.
Pero un instante después entró en funcionamiento la razón, que me hizo experimentar cierto desasosiego.
Porque por supuesto es lógico sentir un hondo alivio,pero ¿es imprescindible esa alegría feroz?
No me gusta desearle la muerte a nadie ni dar brincos de gozo ante su cadáver.
Es decir, no me gusto cuando soy así.
Y no lo digo en defensa de la vida y de los principios del humanitarismo (que, en el fondo, también), sino sobre todo porque creo que entregarse sin trabas al odio no es bueno para nadie, ni individual ni socialmente.
Y alegrarse de la muerte de un ser vivo es la culminación del odio. Es caer en un aborrecimiento tan extremo que deshumanizas al odiado.
Los estudios demuestran que un 1% de los humanos son psicópatas. Esto no quiere decir que todos ellos sean criminales en serie, sino que son lo que llamaríamos malas personas, tipos insensibles, egocéntricos, incapaces de experimentar culpa o empatía (por cierto, parece ser que la cifra sube al 4% entre los políticos y los altos ejecutivos, cosa que da cierto repelús).
Pues bien, fuera de este 1%, creo que los demás nos parecemos bastante en nuestra mezcla básica de bondad y de maldad:
todos tenemos nuestro ángel y nuestro demonio en el interior, y luego las vidas se decantan más hacia uno u otro lado, en parte por el esfuerzo personal, pero también por las circunstancias.
Y así, las épocas de vacas gordas fomentan la bonhomía.
Yo he vivido en mi adolescencia y primera juventud el flower power.
El dinero corría en Occidente, el Estado de bienestar parecía un lugar al que habíamos llegado para quedarnos, los hijos vivíamos mejor que nuestros padres.
Había esperanza en el futuro y entusiasmo en el ambiente, y de ese cóctel favorable surgió el pacifismo hippy y el cándido eslogan de “Haz el amor y no la guerra”.
Ahora, en cambio, los hijos viven peor que sus progenitores.
El presente asusta y el futuro aterra.
La violencia y el enfrentamiento suben en el mundo como la espuma, cosa que hace que se acreciente el miedo.
Y lo más trágico es que ese miedo desaforado engendra el monstruo del odio, que a su vez provoca más enfrentamiento y más violencia.
Es un círculo vicioso y destructivo.
Estamos en plena travesía de las vacas flacas, y los tiempos de penuria suelen sacar lo peor de cada uno.
Lo advierto en mí misma: cada año que pasa me noto más feroz, deseo la muerte de más personas y me alegro más de que los maten.
Lo cual no es nada bueno.
En realidad es horrible. Es como una enfermedad moral y colectiva que sólo nos puede llevar al despeñadero.
Escribo esto y me parece escuchar a todas esas personas que trompetean, enfáticas, eso de “¡Si hieren a mi familia, yo los mato con mis propias manos!”.
Pues sí, y supongo que yo también.
Pero no me enorgullezco de ello.
De hecho, la historia de la civilización es un esfuerzo ímprobo a través de los siglos para superar esa ferocidad individual, para poner orden en los excesos, para aspirar a ser mejores de lo que somos.
Intentemos no entregarnos ciegamente al odio, por favor.
Y no permitamos que se usen triquiñuelas verbales como la que utilizó el ministro de Interior francés cuando dio la noticia de la muerte del terrorista de Estrasburgo: “Los policías neutralizaron al asaltante”.
Un eufemismo obsceno que deshumaniza al enemigo y que nos hace aún más difícil combatir nuestro odio.
Lo más Subrealista es que el terrorista coje un taxi para huir y el Taxista que ya se ve degollado le dice "Salam Malikú" yo soy tb Islamista..
El presente asusta y el futuro aterra. Y lo más trágico es que ese miedo engendra el monstruo del odio.
Supongo que he tenido la suerte y la libertad suficientes como para poder ignorar a los malvados que me han tocado cerca y por eso no he necesitado desear que fallecieran.
De modo que los objetivos de mis ansias mortíferas siempre han sido lejanos y brutales: torturadores de personas y animales, criminales peligrosos.
Como, por ejemplo, los terroristas. El otro día escuché en una radio la noticia de la muerte de Chérif Chekatt, el asesino del mercado navideño de Estrasburgo, que fue abatido en un tiroteo por la policía, y mi primer sentimiento fue de puro júbilo: un monstruo integrista menos, aplaudió mi miedo.
Pero un instante después entró en funcionamiento la razón, que me hizo experimentar cierto desasosiego.
Porque por supuesto es lógico sentir un hondo alivio,pero ¿es imprescindible esa alegría feroz?
No me gusta desearle la muerte a nadie ni dar brincos de gozo ante su cadáver.
Es decir, no me gusto cuando soy así.
Y no lo digo en defensa de la vida y de los principios del humanitarismo (que, en el fondo, también), sino sobre todo porque creo que entregarse sin trabas al odio no es bueno para nadie, ni individual ni socialmente.
Y alegrarse de la muerte de un ser vivo es la culminación del odio. Es caer en un aborrecimiento tan extremo que deshumanizas al odiado.
Los estudios demuestran que un 1% de los humanos son psicópatas. Esto no quiere decir que todos ellos sean criminales en serie, sino que son lo que llamaríamos malas personas, tipos insensibles, egocéntricos, incapaces de experimentar culpa o empatía (por cierto, parece ser que la cifra sube al 4% entre los políticos y los altos ejecutivos, cosa que da cierto repelús).
Pues bien, fuera de este 1%, creo que los demás nos parecemos bastante en nuestra mezcla básica de bondad y de maldad:
todos tenemos nuestro ángel y nuestro demonio en el interior, y luego las vidas se decantan más hacia uno u otro lado, en parte por el esfuerzo personal, pero también por las circunstancias.
Y así, las épocas de vacas gordas fomentan la bonhomía.
Yo he vivido en mi adolescencia y primera juventud el flower power.
El dinero corría en Occidente, el Estado de bienestar parecía un lugar al que habíamos llegado para quedarnos, los hijos vivíamos mejor que nuestros padres.
Había esperanza en el futuro y entusiasmo en el ambiente, y de ese cóctel favorable surgió el pacifismo hippy y el cándido eslogan de “Haz el amor y no la guerra”.
Ahora, en cambio, los hijos viven peor que sus progenitores.
El presente asusta y el futuro aterra.
La violencia y el enfrentamiento suben en el mundo como la espuma, cosa que hace que se acreciente el miedo.
Y lo más trágico es que ese miedo desaforado engendra el monstruo del odio, que a su vez provoca más enfrentamiento y más violencia.
Es un círculo vicioso y destructivo.
Estamos en plena travesía de las vacas flacas, y los tiempos de penuria suelen sacar lo peor de cada uno.
Lo advierto en mí misma: cada año que pasa me noto más feroz, deseo la muerte de más personas y me alegro más de que los maten.
Lo cual no es nada bueno.
En realidad es horrible. Es como una enfermedad moral y colectiva que sólo nos puede llevar al despeñadero.
Escribo esto y me parece escuchar a todas esas personas que trompetean, enfáticas, eso de “¡Si hieren a mi familia, yo los mato con mis propias manos!”.
Pues sí, y supongo que yo también.
Pero no me enorgullezco de ello.
De hecho, la historia de la civilización es un esfuerzo ímprobo a través de los siglos para superar esa ferocidad individual, para poner orden en los excesos, para aspirar a ser mejores de lo que somos.
Intentemos no entregarnos ciegamente al odio, por favor.
Y no permitamos que se usen triquiñuelas verbales como la que utilizó el ministro de Interior francés cuando dio la noticia de la muerte del terrorista de Estrasburgo: “Los policías neutralizaron al asaltante”.
Un eufemismo obsceno que deshumaniza al enemigo y que nos hace aún más difícil combatir nuestro odio.
Lo más Subrealista es que el terrorista coje un taxi para huir y el Taxista que ya se ve degollado le dice "Salam Malikú" yo soy tb Islamista..
Ayudar al enemigo................................................Javier Marías
No cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCAT y
otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar.
Es imposible que los medios de comunicación, sus tertulianos y articulistas desconozcan el viejo adagio de Wilde según el cual “sólo hay una cosa peor que dar que hablar, y es no dar que hablar”.
De esta máxima se han hecho variantes sin fin, y una de ellas llega a afirmar —acertadamente en nuestro tiempo— que resulta más beneficioso que de uno se hable mal, si se habla mucho.
Esto se vio con Berlusconi y se ve ahora con Trump.
Su éxito consistió, en gran medida, en que lograron que la prensa girara en torno a ellos, que les diera permanente cobertura para alabarlos y sobre todo para denostarlos.
Ambos montaron espectáculo y armaron escándalos, y los periódicos, las televisiones, las radios y las redes sociales, incluidos los serios (bueno, si es que una red social puede ser seria), se ocuparon hasta la saciedad de sus salidas de pata de banco y de sus bufonadas.
Esto es, les concedieron más importancia de la que tenían, y al dársela no sólo los hicieron populares y facilitaron que los conocieran quienes apenas los conocían,
sino que los convirtieron en efectivamente importantes.
La época de Berlusconi parece que ya pasó (nunca se sabe), pero ahora la operación se repite con su empeorado émulo Salvini: a cada majadería, chulería o vileza suya se le presta enorme atención, aunque sea para execrarlas, y así se las magnifica.
La era de Trump no ha pasado, por desgracia, y se siguen registrando con puntualidad cada grosería, cada despropósito, cada sandez que suelta, y así se lo agranda hasta el infinito.
Llegados a donde han llegado tanto Trump como Salvini (el máximo poder en sus respectivos países), ahora ya es inevitable: demasiado tarde para hacerles el vacío, que habría sido lo inteligente y aconsejable al principio.
Cuando quien manda dice atrocidades, éstas no se pueden dejar pasar, porque a la capacidad que tenemos todos de decirlas, se añade la de llevarlas a cabo.
Si mañana afirma Trump que a los musulmanes estadounidenses hay que meterlos en campos de concentración, o que hay que privar del voto a las mujeres, no hay más remedio que salirle al paso y tratar de impedir que lo cumpla.
Pero a esas mismas propuestas, expresadas hace dos años y medio,
convenía no hacerles caso, no airearlas, no amplificarlas mediante la condena solemne.
En el mundo literario es bien sabido: si un suplemento cultural lo detesta a uno, no se dedicará a ponerlo verde (aunque también, ocasionalmente), sino a silenciar sus obras y sus logros, a fingir que no existe.
Como es imposible que esta regla básica se ignore, hay que preguntarse por qué motivo los medios y los partidos en teoría más contrarios a Vox llevan meses dándole publicidad y haciéndole gratis las campañas.
Veamos: ese partido existe hace años y carecía de trascendencia. Un día “llenó” con diez mil personas (bien pocas) una plaza o un recinto madrileños.
Eso seguía sin tener importancia, pero la Sexta —más conocida como TelePodemos, raro es el momento en que no hay algún dirigente suyo en pantalla— abrió sus informativos con la noticia, le regaló largos minutos y echó a rodar la bola de nieve.
En seguida se le unieron otras cadenas y diarios, de manera que, aunque fuera “negativamente” y para criticarlo, obsequiaron a Vox con una propaganda inmensa, informaron de su existencia a un montón de gente que la desconocía,
otorgaron a un partido marginal el atractivo de lo “pernicioso”.
Y así continúan desde entonces. Se esperaba que en las elecciones andaluzas Vox consiguiera un escaño y le cayeron doce. Inmediatamente Podemos (en apariencia la formación más opuesta) agigantó el aún pequeño fenómeno, llamando a las barricadas contra el fascismo y el franquismo que nos amenazan.
Lo imitaron otros, entre ellos el atontadísimo PSOE.
Los independentistas catalanes se frotaron las manos y lanzaron vivas a Vox, porque eso les permitía hacer un pelín más verdadera su descomunal mentira del último lustro, a saber:
“Vean, vean, España entera sigue siendo franquista”.
Los columnistas más simples se lanzaron en tromba a atacar a Vox, y a pedirnos cuentas a los que ni lo habíamos mencionado.
No sé otros, pero yo me había abstenido adrede, para no aumentar la bola de nieve creada por la Sexta, que ya no sé si es sólo idiota o malintencionada.
¿Hace falta manifestar el rechazo a un partido nostálgico del franquismo, nacionalista, xenófobo, misógino, centralista y poco leal a la Constitución, amén de histérico?
Ça va sans dire, en cierta gente se da por supuesto.
Si Vox estuviera en el poder, como lo están sus equivalentes Trump, Salvini, Maduro, Orbán, Bolsonaro, Ortega, Duterte y Torra, habría que denunciarlo sin descanso.
Pero no es el caso, todavía.
Un 10% de apoyos en Andalucía sigue siendo algo residual, preocupante pero desdeñable.
Ahora bien, cuanto más suenen las alarmas exageradas, cuanto más se vea ese 10% como un cataclismo, más probabilidades de que un día acabe siéndolo.
Y como es imposible —repito— que se desconozcan el adagio de Wilde y sus variantes, no cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCat y otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar, mientras fingen horrorizarse.
Queda poco para nuestro Carnaval.!!!!Busquen el disfraz de Casado, de Rovira, de ese señor que sabe todas las corrupciones de los del PP. de Rato y los que quedan todavía......de Mujeres Ada Colau por ejemplo, de la insoportable de de la indepencia para Cataluña, AHHHHH Torra de Caganer.....elijan hay muchos...
Es imposible que los medios de comunicación, sus tertulianos y articulistas desconozcan el viejo adagio de Wilde según el cual “sólo hay una cosa peor que dar que hablar, y es no dar que hablar”.
De esta máxima se han hecho variantes sin fin, y una de ellas llega a afirmar —acertadamente en nuestro tiempo— que resulta más beneficioso que de uno se hable mal, si se habla mucho.
Esto se vio con Berlusconi y se ve ahora con Trump.
Su éxito consistió, en gran medida, en que lograron que la prensa girara en torno a ellos, que les diera permanente cobertura para alabarlos y sobre todo para denostarlos.
Ambos montaron espectáculo y armaron escándalos, y los periódicos, las televisiones, las radios y las redes sociales, incluidos los serios (bueno, si es que una red social puede ser seria), se ocuparon hasta la saciedad de sus salidas de pata de banco y de sus bufonadas.
Esto es, les concedieron más importancia de la que tenían, y al dársela no sólo los hicieron populares y facilitaron que los conocieran quienes apenas los conocían,
sino que los convirtieron en efectivamente importantes.
La época de Berlusconi parece que ya pasó (nunca se sabe), pero ahora la operación se repite con su empeorado émulo Salvini: a cada majadería, chulería o vileza suya se le presta enorme atención, aunque sea para execrarlas, y así se las magnifica.
La era de Trump no ha pasado, por desgracia, y se siguen registrando con puntualidad cada grosería, cada despropósito, cada sandez que suelta, y así se lo agranda hasta el infinito.
Llegados a donde han llegado tanto Trump como Salvini (el máximo poder en sus respectivos países), ahora ya es inevitable: demasiado tarde para hacerles el vacío, que habría sido lo inteligente y aconsejable al principio.
Cuando quien manda dice atrocidades, éstas no se pueden dejar pasar, porque a la capacidad que tenemos todos de decirlas, se añade la de llevarlas a cabo.
Si mañana afirma Trump que a los musulmanes estadounidenses hay que meterlos en campos de concentración, o que hay que privar del voto a las mujeres, no hay más remedio que salirle al paso y tratar de impedir que lo cumpla.
Pero a esas mismas propuestas, expresadas hace dos años y medio,
convenía no hacerles caso, no airearlas, no amplificarlas mediante la condena solemne.
En el mundo literario es bien sabido: si un suplemento cultural lo detesta a uno, no se dedicará a ponerlo verde (aunque también, ocasionalmente), sino a silenciar sus obras y sus logros, a fingir que no existe.
Como es imposible que esta regla básica se ignore, hay que preguntarse por qué motivo los medios y los partidos en teoría más contrarios a Vox llevan meses dándole publicidad y haciéndole gratis las campañas.
Veamos: ese partido existe hace años y carecía de trascendencia. Un día “llenó” con diez mil personas (bien pocas) una plaza o un recinto madrileños.
Eso seguía sin tener importancia, pero la Sexta —más conocida como TelePodemos, raro es el momento en que no hay algún dirigente suyo en pantalla— abrió sus informativos con la noticia, le regaló largos minutos y echó a rodar la bola de nieve.
En seguida se le unieron otras cadenas y diarios, de manera que, aunque fuera “negativamente” y para criticarlo, obsequiaron a Vox con una propaganda inmensa, informaron de su existencia a un montón de gente que la desconocía,
otorgaron a un partido marginal el atractivo de lo “pernicioso”.
Y así continúan desde entonces. Se esperaba que en las elecciones andaluzas Vox consiguiera un escaño y le cayeron doce. Inmediatamente Podemos (en apariencia la formación más opuesta) agigantó el aún pequeño fenómeno, llamando a las barricadas contra el fascismo y el franquismo que nos amenazan.
Lo imitaron otros, entre ellos el atontadísimo PSOE.
Los independentistas catalanes se frotaron las manos y lanzaron vivas a Vox, porque eso les permitía hacer un pelín más verdadera su descomunal mentira del último lustro, a saber:
“Vean, vean, España entera sigue siendo franquista”.
Los columnistas más simples se lanzaron en tromba a atacar a Vox, y a pedirnos cuentas a los que ni lo habíamos mencionado.
No sé otros, pero yo me había abstenido adrede, para no aumentar la bola de nieve creada por la Sexta, que ya no sé si es sólo idiota o malintencionada.
¿Hace falta manifestar el rechazo a un partido nostálgico del franquismo, nacionalista, xenófobo, misógino, centralista y poco leal a la Constitución, amén de histérico?
Ça va sans dire, en cierta gente se da por supuesto.
Si Vox estuviera en el poder, como lo están sus equivalentes Trump, Salvini, Maduro, Orbán, Bolsonaro, Ortega, Duterte y Torra, habría que denunciarlo sin descanso.
Pero no es el caso, todavía.
Un 10% de apoyos en Andalucía sigue siendo algo residual, preocupante pero desdeñable.
Ahora bien, cuanto más suenen las alarmas exageradas, cuanto más se vea ese 10% como un cataclismo, más probabilidades de que un día acabe siéndolo.
Y como es imposible —repito— que se desconozcan el adagio de Wilde y sus variantes, no cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCat y otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar, mientras fingen horrorizarse.
Queda poco para nuestro Carnaval.!!!!Busquen el disfraz de Casado, de Rovira, de ese señor que sabe todas las corrupciones de los del PP. de Rato y los que quedan todavía......de Mujeres Ada Colau por ejemplo, de la insoportable de de la indepencia para Cataluña, AHHHHH Torra de Caganer.....elijan hay muchos...
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