TROPIEZA UNO con esta foto nada más despertarse de la siesta, todavía
sin saber si se encuentra aquí o allí, y por un momento cree que la han
sacado de su álbum familiar, cuando pertenece a un inglés que tiene
hijos y nueras y nietos y una esposa:
lo que reúne, en fin, la mayoría
de la gente al alcanzar determinada edad.
En eso se parece
asombrosamente todo el mundo.
La confusión se debe a que a este hombre
nos lo hemos encontrado hasta en la sopa.
Lo hemos visto hacerse mayor
fotograma a fotograma, que es como repasamos la vida segundos antes de
morir, y al cabo de los años parece como de la familia.
No de la familia
de aquí al lado, de la de los primos que viven en Valladolid o en
Badajoz, sino de la familia lejana.
Nos referimos a ese pariente del que
se habla en las cenas de Navidad, que emigró de niño o se fugó de joven
y un día se manifiesta en las cabeceras de los telediarios porque ha
llegado a vicepresidente del país en el que fue a caer.
El señor de la foto ha conseguido convertirse en Carlos de Inglaterra,
ocupación de la que se puede vivir sin preocupaciones de ningún tipo a
costa del contribuyente.
Se trata de un individuo sin gracia, algo
turbio (se declaró a su actual mujer asegurándole que le gustaría ser su
tampax), cuya existencia ni nos va ni nos viene.
Pero observa uno esta
imagen que acaba de salir en el periódico y descubre que le tiene algo
de ese cariño mecánico e involuntario que genera el roce.
Vamos, que en
el fondo de tu corazón te alegras de que le vaya bien.
La pregunta es si
estamos o no estamos como para que nos encierren.
Bailaba como si cada actuación fuese la última, parecía de otra galaxia.
La autora glosa la figura de una artista única que vivió al límite.
ADIOS, AMIGOS míos, me voy a la gloria”.
Con palabras así de alegres y lapidarias te despediste de este mundo
antes de subir a aquel Bugatti en el paseo de los Ingleses.
Iba a ser tu
último viaje, y daba la impresión de que tu corazón ya lo sabía.
Cierro los ojos y veo tu rostro lleno de luz, tus cabellos sueltos,
tus pies desnudos, la túnica que apenas vela tu cuerpo, tus brazos
acariciando los astros, tu cabeza inclinada hacia atrás como las
bacantes de los frisos griegos…
Te conocí en la infancia gracias a una película.
Al día siguiente me
sentía otra: quería ser el cofre de tu memoria, quería dedicar mi vida
al arte.
Después leí tu autobiografía, y cruzando las fronteras del
espacio y el tiempo te acompañé en el sepelio de tus hijos Deirdre y
Patrick, que cayeron en manos de las ondinas carnívoras del Sena por el
descuido del chófer que conducía el automóvil en el que viajaban.
Los accidentes trágicos fueron el negro sol de tu vida.
Y tú, que
habías heredado el saber de las pitonisas griegas, te adelantaste a su
fin con más de un presagio. Tu ardor tenía siempre un fondo amargo, pero
solo tú lo sabías y lo expresabas en tu danza.
Cuando bailabas, la vida y la muerte seguían tus pasos como dos
hermanas siamesas y malvadas, vinculadas a la noche y al agua.
Tú misma
contabas que de niña las olas fueron tus maestras y yo te creo.
Llevabas siempre contigo un aliento que te sobrepasaba y que expandía
hasta el límite de lo posible tus deseos.
Desgarraste el velo de Maya de
la danza y te atreviste a bailar como nadie había bailado hasta
entonces.
Eras el odre de la ligereza y la magnificencia.
Eras la
generosidad suprema y tu cabeza estaba llena de estrellas danzarinas.
Los periodistas te llamaban ninfa, pero tú decías que eras la hija de
Dioniso, el dios de la dicha a profusión pero también de la tragedia.
Por eso las desdichas se fueron sucediendo en tu existencia a la par que
las alegrías, y fuiste la inspiración de muchos artistas que contigo
aprendieron a ser más libres, más audaces, más verdaderos.
Cuentan que salías al escenario como una vestal escapando de un
templo en llamas, que tus bailes eran rituales sagrados que transmitían
todas las emociones, y erizaban la piel del cuerpo y la piel del alma:
el público lloraba de dicha, y los que aspiraban a ridiculizarte
cambiaban su propósito al mirarte y temblaban ante la epifanía del arte.
Bailabas como si cada actuación fuese la última, con una energía
titánica.
Parecías de otra galaxia. Tu tercer hijo nació en tiempos de
guerra y no vivió lo suficiente para tener nombre.
Un día profetizaste:
“¡Las máquinas han sido mis enemigos, mataron a mis tres hijos… Tal vez
un día una máquina me mate!”. Una vez más, no erraste en tu vaticinio.
Daba la impresión de que tenías acceso al Libro de la Vida. Viajaste a
Grecia, para beber el saber antiguo y predecir la danza del futuro.
Viajaste a Rusia para vivir desde dentro la revolución y bailar en medio
del fragor.
Las aguas y las máquinas marcaron tu destino.
Tu padre se ahogó en el
naufragio de un barco.
El Sena se bebió la vida de tus hijos.
Tu esposo,
el poeta Sergei Esenin, se ahorcó colgándose de la tubería de un hotel
de Leningrado, tras escribir un poema con su sangre.
Y tú, querida mía,
falleciste frente al mar de tus anhelos, pero bien sabes que nunca
mueren del todo los que sobrepasaron el límite de sus propios deseos.
Tu restes dans mon cœur à jamais, ma sœur.
Leí este texto o Columna porqué me llamó la atención que se dijera algo sobre Isadora Duncán,, conocida para mi en la película que interpretaba Vanessa Redgrave. Creo que una mujer que nos hizo vibrar a muchas mujeres jóvenes por el ansia de cambio que exhalaba. Con Reds y Warren Beaty que le faltaba mucho para convertirse en una momia. salía contenta y pensando entonces que el cambio social y político llegaba al mundo y a España tb, porque nunca imaginé que pasara lo que está pasando ahora en España. Nunca Pensé que una Isadora Duncan nos bailara , y menos ante el panaroma actual con la Derecha expandida como un fantasma.
Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremecedoramente bella como
Cáceres fuera tan desconocida en el mundo y en nuestro país.
COMO ANDO de promoción de mi última novela (cuando publicamos, los
escritores somos feriantes entregados a la venta itinerante de nuestro
libro, tan bueno, tan bonito y tan barato), últimamente me estoy pasando
media vida sentada en un tren.
En uno de esos trayectos, hará un par de
semanas, cayó en mis manos la foto de una manifestación masiva en
Cáceres reclamando un ferrocarril digno.
Entre 15.000 y 25.000 personas,
dependiendo de las fuentes, muchísimas en cualquier caso a juzgar por
la imagen, y una enormidad para una ciudad de 90.000 habitantes,
salieron a la calle bajo la lluvia luchando por un derecho que parece
más del siglo XIX que del XXI. Me chocó.
Amo los trenes. Me gustan como medio de transporte, humano,
sostenible y tranquilo, pero también me gustan por lo que representan.
No hay símbolo más universal del progreso que el tren, como esos
ferrocarriles de vapor que supuestamente iban civilizando las ciudades
sin ley del viejo Oeste, expulsando a los caciques linchadores y
cambiando a los pistoleros por periodistas, según nos ha contado
Hollywood infinidad de veces con épico entusiasmo. Incluso el gran
Tolstói, que era un retrógrado y odiaba las innovaciones tecnológicas,
hizo que su Anna Karenina se suicidara arrojándose al tren, como
emblema, para él detestable, de la modernidad.
Y es cierto que el tren abre las puertas del futuro. Comunica,
transporta, desarrolla económica y culturalmente, dignifica y enriquece
la vida de las localidades más o menos aisladas y quizá sea el remedio
más efectivo contra la despoblación.
Uno tiende a creer que a estas
alturas, con nuestros flamantes AVE recorriendo el país, la red
ferroviaria española debe de ser lo suficientemente moderna y
competente.
Pero los extremeños nos gritan que no es así.
Según datos de 2017 de
la Coordinadora Estatal en Defensa del Ferrocarril Público, el 70% de la
inversión en infraestructuras ferroviarias se dedica a la alta
velocidad, que apenas es utilizada por un 4% de viajeros.
En cambio, los
trenes de cercanías, regionales y de media distancia, que transportan
al 96% de los usuarios, reciben menos de un tercio de los fondos y se
van hundiendo en la vejez y la incuria.
Con el agravante de que la
modernización de un kilómetro de vía convencional (hasta alcanzar
velocidades medias de 165 kilómetros por hora) es 10 veces más barata
que la construcción de un kilómetro de AVE.
Y la situación parece ser
especialmente dramática en Extremadura. Es tanto el deterioro del
servicio, tantísimas las pifias y catástrofes, que el pasado mes de
octubre el presidente de Renfe se vio obligado a pedir públicas
disculpas a los extremeños.
Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremecedoramente bella
como Cáceres, con su impresionante casco viejo, fuera tan desconocida en
el mundo, en Europa, incluso en nuestro país.
Ni siquiera su utilización como plató para Juego de tronos (ahora la
celebridad se adquiere por estas boberías) ha servido para ponerla en el
lugar de visibilidad que se merece.
Sentada en mi costosísimo AVE y
leyendo la noticia de la manifestación, de pronto todas las piezas
encajaron.
Según el índice de Gini, que mide la desigualdad interna de
los países, los peores puestos de la UE los ocupan Grecia, Italia,
Portugal, los Estados bálticos y Reino Unido; pero inmediatamente
después vamos España y Rumania.
Por desgracia aquí ya estamos
acostumbrados al abandono de las zonas rurales y no nos choca que los
pueblos se vacíen y se vayan convirtiendo en ruinosos esqueletos de
piedra.
Pero lo que resulta más difícil de digerir es que una ciudad con
semejante envergadura arquitectónica e histórica pueda sufrir la misma
desatención, y por eso su caso nos sirve de aldabonazo y espejo.
¿Queremos de verdad un país dividido en dos niveles? Cáceres, a tan sólo
300 kilómetros de Madrid, nos parece un destino casi remoto, al otro
extremo de un tren que no funciona y de un modelo de desarrollo que no
comparto.
Deberíamos cambiar de ferrocarril para poder llegar a un futuro en el
que no haya media España agonizando, igual que agoniza lentamente
Cáceres, como una hermosa y monumental ballena varada en la arena de una
playa.
Cada vez me aburre más su columna. La verdad ya no sé si defiende la para usted "deconocida" ciudad de Cáceres o el ferrocarril de la Revolución Industrial y para terminar de disparatar la compara cun Una Hermosa Ballena varada en una playa a la espera que alguien la devuelva al mar.......pues vale.
En demasiados lugares, políticos incendiarios y fratricidas aspiran a
que el resentimiento lo invada todo y a que cada cual le ajuste cuentas a
su vecino.
ME IMPRESIONÓ, y luego me dejó pensativo, un artículo de Eliane Brum publicado en este diario hace unas semanas.
Se titulaba “Brasil, la venganza de los resentidos”,
y en él la autora relataba episodios de la vida cotidiana de su país
tras el triunfo del tenebroso Bolsonaro.
Algunas de las cosas que
contaba (y eso que en el Brasil aún no ha empezado la violencia
institucionalizada desatada) me recordaron inevitablemente a historias y
anécdotas, oídas de primera mano, de nuestra Guerra Civil.
Muy de
primera, porque uno de mis abuelos y uno de mis tíos se pasaron la
contienda escondidos, en embajadas o no se sabe dónde. A otro tío lo
mataron, como he evocado aquí alguna vez, tras llevarlo a la cheka de
Fomento con una compañera, los dos tenían dieciocho años.
A mi padre, también es sabido, lo detuvo la policía franquista nada
más consumarse la derrota de la República, pasó meses en la cárcel y
luego fue represaliado hasta mediados de los años cincuenta para unas
cosas, para otras hasta el final.
La casa de su progenitor, mi otro
abuelo, quedó medio destrozada por un obús.
La de mi madre, llena de
niños, tenía que ser evacuada cada poco, por los bombardeos
“nacionales”.
Mis padres tenían unos veintidós años en 1936, así que
vieron y oyeron mucho, ya adultos y enterándose bien.
Les oí contar
atrocidades cometidas por ambos bandos, aunque, al vivir en Madrid,
fueron más testigos de las de los milicianos republicanos.
Aparte de las cuestiones políticas, lo que resulta evidente es que la
Guerra, por así decir, “dio permiso” a la gente para liberar sus
resentimientos y dar rienda suelta a sus odios.
No sólo a los de clase,
también a los personales. Si bien se mira —o si uno no se engaña—, todo
el mundo puede estar resentido por algo, incluso los más privilegiados.
Éstos basta con que consideren que se les ha faltado al respeto o no se
les ha hecho suficiente justicia en algún aspecto.
Las razones de los desfavorecidos pueden ser infinitas, claro está.
“Aquel amigo de la infancia de quien se guardaba un buen recuerdo”,
explicaba Brum, “escribe en Facebook que ha llegado el momento de
confesar cuánto te odiaba en secreto y que te exterminará junto a tu
familia de ‘comunistas’.
Aquel conocido que siempre has creído que se
merecía más éxito y reconocimiento de los que tiene, ahora desparrama la
barriga en el sofá y vocifera su odio contra casi todos.
Otro, que
siempre se ha sentido ofendido por la inteligencia ajena, se siente
autorizado a exhibir su ignorancia como si fuera una cualidad”.
Y, en
efecto, por lo general ignoramos qué se oculta en el corazón de cada
conocido o vecino, amigo o familiar. Alguien se puede pasar media vida
sonriéndote y mostrándose cordial, y detestarte sin disimulo en cuanto
se le brinda la oportunidad o, como he dicho, se le da “licencia”.
Al
parecer es lo que ha conseguido, en primera instancia, la victoria de
Bolsonaro. Vuelvo al texto de Brum: “A las mujeres que visten de rojo, color asociado al partido de
Lula, las insultan los conductores al pasar, a los gays los amenazan con
darles una paliza, a los negros les avisan de que tienen que volver al
barracón, a las madres que dan el pecho las inducen a esconderlo en
nombre de la ‘decencia”.
Eso en un país que todos creíamos abierto y
liberal, casi hedonista, poco o nada racista, tolerante y permisivo.
La lucha por el poder es legítima, tanto como la aspiración a mejorar
y progresar, a acabar con las desigualdades feroces y no digamos con la
pobreza extrema.
Pero se están abriendo paso, en demasiados lugares,
políticos que más bien buscan fomentar el resentimiento de cualquier
capa de la población.
Trump, un oligarca al servicio de sus pares, ha
convencido a un amplio sector de personas bastante afortunadas de que
los desfavorecidos se están aprovechando de ellas, y les ha inoculado la
fobia a los desheredados.
Lo mismo hacen Le Pen en Francia y Salvini en
Italia (el desprecio por los meridionales es el germen de su partido,
Lega Nord).
Torra y los suyos abominan de los “españoles” y catalanes
impuros, según consta en sus escritos.
Otro tanto la CUP. Podemos ha basado su éxito
inicial en sus diatribas contra algo tan vago y etéreo como la “casta”,
en la cual es susceptible de caer cualquiera que le caiga mal: por clase
social, por edad, y desde luego por ser crítico o desenmascarar a ese
partido como no de izquierda, sino próximo al de su venerado Perón
(dictador cobijado por Franco) y a los de Le Pen y Salvini, elogiado
este último por el gran mentor Anguita.
El mundo está recorrido por
políticos que quieren fomentar y dar rienda suelta al resentimiento
subjetivo y personal, el cual anida en todo individuo con motivo o sin
él, hasta en los multimillonarios y en las huestes aznaritas de Casado,
dedicado a la misma labor pirómana.
Las personas civilizadas aprenden a
mantenerlo a raya, a relativizarlo, a no cederle el protagonismo, a
guardarlo en un rincón.
A lo que esos políticos aspiran —y a Bolsonaro
le ha servido— es a que el resentimiento se adueñe del escenario y lo
invada todo, a darle vía libre y a que cada cual le ajuste cuentas a su
vecino.
Son políticos incendiarios y fratricidas.
A menos que sean
también como ellos, no se dejen embaucar ni arrastrar.