Él no entendía que su mujer revelara un criterio propio.
No recuerdo qué hacía yo aquel 6 de diciembre de 1978 cuando se
ratificó en referéndum la Constitución Española.
Si el país comenzaba una nueva etapa histórica, yo trataba de sobrevivir a una hecatombe privada: la muerte de mi madre.
A mi madre le dio tiempo a votar un año antes en las primeras elecciones democráticas.
Recuerdo, esto sí vivamente, ese camino desde casa hasta el colegio electoral. Lo hice con ella. Hoy considero aquel día, el más importante de mi educación cívica.
Mis padres habían discutido sobre el partido al que querían votar. Más bien era mi padre el que, siempre mandón y avasallador, le explicaba a mi madre cuál debía de ser la papeleta elegida.
Él no entendía que su mujer revelara de pronto un criterio propio, y recuerdo que durante muchos días tuvimos que asistir en la comida a monólogos de mi progenitor que pretendía reconducir la opinión de la esposa descarriada.
Mi madre no estaba en absoluto desinformada: el gran consuelo de su enfermedad fue la lectura, y la recordamos en el sofá, con sus gafas redondas, leyéndose el periódico de principio a fin.
Era la suya una decisión meditada y tozuda. Ella, que tanto había cedido, o que se había casado para ceder, ahora decía no: se atrevía a desafiar al empecinado marido .
Los dos votaron a la izquierda, pero a distintos partidos. Hicieron un viaje largo, porque no provenían de ella.
Pero el hecho de vivir en un barrio periférico de clase trabajadora y percibir, con miedo y con curiosidad, las consignas que llevaban a casa los hijos adolescentes alumbró un camino jamás transitado por ellos.
Se dejaron transformar por el ambiente, seducir por los hijos. Ahora es cuando entiendo el enorme valor de sus decisiones.
Y vienen hacia mí, como chispazos, imágenes que la memoria parecía haber perdido, pero que mi madurez recupera: el terror a que el atentado contra los abogados laboralistas de Atocha devolviera al país a la dictadura; la consideración que el Partido Comunista se granjeó en aquel entierro de elocuente silencio, la alegría de la legalización del PCE, que legalizaba (sobre todo) a los hijos militantes.
Cuánto miedo tuvieron que experimentar y también cuánta emoción al saberse de pronto partícipes del cambio.
En todas estas celebraciones en torno a la Constitución se habla de los padres de esta norma suprema (poco de las mujeres que contribuyeron a ella, como aquí escribió Mariola Urrea) y las imágenes suelen enfocar a los diputados de entonces, a los de ahora, a los expresidentes y al presidente, pero no se incide en algo que nos haría entender mejor la evolución del país: la actitud de un pueblo que viniendo del régimen franquista, bajo el que transcurrió gran parte de su vida, respondió con tan ejemplar serenidad a unos días de vértigo.
¿Se puede medir la distancia entre el silencio que había dominado su existencia y el derecho a expresar al fin su voluntad? Es imposible que nos hagamos una idea.
Miramos con condescendencia el pasado, nos pensamos más audaces, mejor informados.
Pero cada vez que aparecen imágenes sobre el pueblo llano manifestándose o haciendo cola para votar en aquellos 1977-1978, yo anhelo un largo reportaje: quiero ver a esa gente, deseo observar cómo vestía, cómo se expresaba; encontrar entre todos ellos a mi madre, conmigo a su lado.
Ser testigo de nuevo de ese pequeño acto de rebeldía memorable que tanto me marcó personal y políticamente.
Ella votó a quien quiso.
Si el país comenzaba una nueva etapa histórica, yo trataba de sobrevivir a una hecatombe privada: la muerte de mi madre.
A mi madre le dio tiempo a votar un año antes en las primeras elecciones democráticas.
Recuerdo, esto sí vivamente, ese camino desde casa hasta el colegio electoral. Lo hice con ella. Hoy considero aquel día, el más importante de mi educación cívica.
Mis padres habían discutido sobre el partido al que querían votar. Más bien era mi padre el que, siempre mandón y avasallador, le explicaba a mi madre cuál debía de ser la papeleta elegida.
Él no entendía que su mujer revelara de pronto un criterio propio, y recuerdo que durante muchos días tuvimos que asistir en la comida a monólogos de mi progenitor que pretendía reconducir la opinión de la esposa descarriada.
Mi madre no estaba en absoluto desinformada: el gran consuelo de su enfermedad fue la lectura, y la recordamos en el sofá, con sus gafas redondas, leyéndose el periódico de principio a fin.
Era la suya una decisión meditada y tozuda. Ella, que tanto había cedido, o que se había casado para ceder, ahora decía no: se atrevía a desafiar al empecinado marido .
Los dos votaron a la izquierda, pero a distintos partidos. Hicieron un viaje largo, porque no provenían de ella.
Pero el hecho de vivir en un barrio periférico de clase trabajadora y percibir, con miedo y con curiosidad, las consignas que llevaban a casa los hijos adolescentes alumbró un camino jamás transitado por ellos.
Se dejaron transformar por el ambiente, seducir por los hijos. Ahora es cuando entiendo el enorme valor de sus decisiones.
Y vienen hacia mí, como chispazos, imágenes que la memoria parecía haber perdido, pero que mi madurez recupera: el terror a que el atentado contra los abogados laboralistas de Atocha devolviera al país a la dictadura; la consideración que el Partido Comunista se granjeó en aquel entierro de elocuente silencio, la alegría de la legalización del PCE, que legalizaba (sobre todo) a los hijos militantes.
Cuánto miedo tuvieron que experimentar y también cuánta emoción al saberse de pronto partícipes del cambio.
En todas estas celebraciones en torno a la Constitución se habla de los padres de esta norma suprema (poco de las mujeres que contribuyeron a ella, como aquí escribió Mariola Urrea) y las imágenes suelen enfocar a los diputados de entonces, a los de ahora, a los expresidentes y al presidente, pero no se incide en algo que nos haría entender mejor la evolución del país: la actitud de un pueblo que viniendo del régimen franquista, bajo el que transcurrió gran parte de su vida, respondió con tan ejemplar serenidad a unos días de vértigo.
¿Se puede medir la distancia entre el silencio que había dominado su existencia y el derecho a expresar al fin su voluntad? Es imposible que nos hagamos una idea.
Miramos con condescendencia el pasado, nos pensamos más audaces, mejor informados.
Pero cada vez que aparecen imágenes sobre el pueblo llano manifestándose o haciendo cola para votar en aquellos 1977-1978, yo anhelo un largo reportaje: quiero ver a esa gente, deseo observar cómo vestía, cómo se expresaba; encontrar entre todos ellos a mi madre, conmigo a su lado.
Ser testigo de nuevo de ese pequeño acto de rebeldía memorable que tanto me marcó personal y políticamente.
Ella votó a quien quiso.