Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

18 nov 2018

Un abrigo colgando de una percha............................Rosa Montero


Humanizamos los objetos, los dotamos de significado, los convertimos en fetiches.
 Son flotadores que impiden que las aguas del tiempo arrasen con todo.


EL OTRO DÍA conocí a una chica estupenda de veintitantos años, periodista de radio. 
Me comentó que había leído mi libro La ridícula idea de no volver a verte, que trata, entre otras cosas, del tema del duelo, y a raíz de eso, en uno de esos raros y bonitos momentos de intimidad instantánea que a veces se producen, me contó que acababa de romper con su pareja, con la que llevaba cinco años. 
Hablamos un rato sobre ello y añadió: “Creo que es más duro tener que despedirse de alguien que sigue por ahí andando que de alguien que se ha muerto”. 
Yo, que he vivido ambas situaciones, pienso que es mucho peor la muerte de alguien querido, pero entiendo que ella se encontraba aún con la herida sangrando. 
Los duelos son los duelos, son un desfiladero de dolor que no hay más remedio que atravesar, un camino que es necesario recorrer paso tras paso para llegar al otro lado. 
Y lo que sí es cierto es que, si el otro o la otra continúan en efecto en este mundo, es necesario acabar primero con toda esperanza de continuar la relación, es necesario matarlos mentalmente para poder empezar el viaje.

Se trata de un trayecto que conviene tomárselo con calma, porque la vida es una sucesión de duelos.
 Unos más grandes, otros más pequeños.
 La existencia nos va mordisqueando y hay que despedirse muchas veces.
 De amores, de amigos, de animales domésticos, de casas, trabajos, aficiones, incluso de partes o funciones de nuestro organismo, desde el pelo en los calvos hasta la salud perdida.
 Cuesta aprender a desprenderse de lo que uno fue, de lo que uno vivió; si la merma es muy grande, hay que reinventarse (yo ya voy por la cuarta o quinta vida). 
Supongo que esa tendencia a acumular que tenemos los humanos, esa manía de guardarlo todo que va atiborrando nuestras casas y que puede llegar a la extrema patología de vivir rodeado de basura, como los enfermos del síndrome de Diógenes, es un intento vano e inconsciente de detener el fluir de los años, que se lo lleva todo. Nos aferramos a los objetos mientras la existencia se nos escapa entre los dedos como si fuera agua. 
No puedo dar recetas para el duelo perfecto, no existe tal cosa. Cada cual se las arregla como puede. Por ejemplo, sé de viudos y viudas que mantienen el hogar común intacto, los objetos del muerto tal cual estaban, incluso las costumbres, el mismo lugar de vacaciones, los mismos restaurantes.
 En cambio yo, cuando murió mi pareja, Pablo Lizcano, di casi toda su ropa a sus hermanos y amigos, me mudé de casa, retapicé su sillón. 
Un frenesí. Y me da la sensación de que es algo que ni siquiera decides tú. Tu pena decide por ti y hay que seguirla.
 Tengo una pareja de amigos muy queridos, los escritores Alejandro Gándara y Nuria Labari, que además están casados.
 Y ayer Nuria me contó algo que jamás me había dicho: al parecer, en el huracán de los primeros días del duelo, yo le di a Alejandro un abrigo de Pablo. “Le queda enorme, le queda grandísimo y jamás se lo ha podido poner, pero ahí lo tenemos en el armario”.
 En los nueve años que han transcurrido desde la muerte de mi marido, Nuria y Gándara se han mudado varias veces, y en todos los cambios de casa les ha acompañado ese abrigo gigante y tan vacío colgando modosamente de su percha, memento del amigo y tibio hueco. 
“En el último traslado mi madre me dijo: ‘¿No deberíais desprenderos de él de una vez?’, pero nosotros lo seguimos guardando”. 
 Sí, así somos las personas, ya lo he dicho antes: humanizamos los objetos, los dotamos de significado, los convertimos en fetiches. Son pequeños flotadores que impiden que las aguas del tiempo arrasen con todo.
Me enterneció y divirtió mucho la anécdota del abrigo.
 Sólo imaginarlo allí, en la casa de mis amigos, abultando en la penumbra de los armarios como un invitado algo fastidioso pero al que se quiere tanto que se le perdonan las molestias, es algo que me dibuja una sonrisa en la cara. 
Y aún más: reímos Nuria y yo a mandíbula batiente mientras me lo contaba. O sea, reímos aunque la historia del abrigo es en realidad la historia de una ausencia.
 Esto es lo que me gustaría decirle a mi reciente amiga, la periodista de radio: la alegría es tenaz. Hay vida al otro lado del desfiladero.
Tengo una pareja de amigos muy queridos, los escritores Alejandro Gándara y Nuria Labari, que además están casados. Y ayer Nuria me contó algo que jamás me había dicho: al parecer, en el huracán de los primeros días del duelo, yo le di a Alejandro un abrigo de Pablo. “Le queda enorme, le queda grandísimo y jamás se lo ha podido poner, pero ahí lo tenemos en el armario”.
 

Cuándo conviene marcharse..................................Javier Marías

Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada.

Cuándo conviene marcharse


ENTRE SUS MUCHOS VIAJES y mis largas ausencias, hace tiempo que no veo a Pérez-Reverte, así que a finales de octubre hablamos por teléfono un poco con nuestros respectivos “pre-móviles”, dos antiguallas que no hacen fotos ni graban ni tienen Internet ni nada. 
El suyo es muy turbio, nos oíamos fatal y no nos dio tiempo más que a cruzar unas frases.
 Eran las fechas en que se iba a consumar la entronización de un tercer Trump en el mundo, un cabestro brasileño llamado Bolsonaro (el segundo ha sido Salvini en Italia, aunque hay que reconocer que de allí salió en realidad el ídolo y modelo de Trump, Berlusconi, que hoy, por comparación con sus émulos, parece un tipo sutil y respetuoso).
 En fin, en vista de la deriva actual, Arturo me dijo: “Esto no hay quien lo aguante. Es hora de irse”, a lo que yo le contesté: “¿Adónde? Ya no hay a donde ir. 
Los que padecimos el franquismo teníamos muchas opciones, si las cosas se ponían muy crudas y debíamos imitar un día a los de generaciones anteriores: Francia, Inglaterra, Italia, México… Mira cómo están ahora esos países”.
 Y él me corrigió: “No, me refería a morirse. A gente como nosotros nos va tocando salir, sin ver más deterioro”.
 Mi reacción fue espontánea y algo cómica, supongo: “No, no lo veo conveniente ahora. 
Nos despediríamos con la sensación de dejarlo todo manga por hombro, hecho un desastre.
 No que nuestra presencia pueda mejorar nada, pero es triste dejar un mundo más desagradable e idiota del que nos encontramos, y eso que nacimos bajo una dictadura odiosa. 
 Pero la gente normal era menos estúpida y más cordial y educada”. No sé si se cortó la comunicación o si aplazamos el pequeño debate sobre cuándo nos convenía largarnos. 
Yo, después, le di vueltas por mi cuenta, y, claro está, hablo sólo por mí (lo mismo, cuando se publique esto, Pérez-Reverte se ha perdido en el mar con su barco, y siempre me quedaría la duda de si lo habría hecho a propósito; no lo creo, pero toco madera por si acaso).  

Mi argumento esbozado era este: es molesto abandonar el mundo cuando lo vemos convulso, irracional e idiotizado; hay que esperar a que se enderece un poco (siempre según nuestro subjetivo criterio), a que vuelvan el sentido del humor, la racionalidad y la tolerancia, a que la gente no esté tan enajenada como para votar a brutos ineptos que irán en contra de sus propios votantes suicidas. Hay que esperar a que las masas no sean tan manipulables ni se dejen engañar por autoritarios sin escrúpulos como Orbán, Erdogan, Putin, Maduro, Ortega, Le Pen, Duterte, Al Sisi, Salvini, Puigdemont, Torra.
 Ahora bien, pongamos que de aquí a un tiempo los ánimos se serenan y la perspicacia aumenta, la verdad vuelve a contar y la gente se hace menos fanática, fantasiosa y tribal de lo que lo es hoy en día.
 Que el mundo recobra cierta compostura, por decirlo anticuadamente. 
Al fin y al cabo, la historia se ha regido siempre por ciclos. ¿Convendría entonces marcharse? ¿Lo haríamos con más tranquilidad, con la sensación de que la casa está en orden? Quizá nos parecería también mal momento: ahora que estamos mejor, qué lástima no aprovechar este tiempo, no disfrutarlo.
Los vivos nos decimos a veces, al pensar en seres queridos que ya murieron: “Menos mal que se ahorraron esto, que no lo vieron. Es un consuelo que a este hecho luctuoso no asistieran, o a esta situación tan grave, o a los errores y tropelías de sus próximos”. Pero también nos decimos:
 “Qué pena que no vieran nacer o crecer a este niño, les habría alegrado la vida; o que no presenciaran el éxito de su mujer o su marido o sus hijos, y tuvieran la incertidumbre eterna de qué iba a ser de ellos”. 
Y en todo caso los consideramos ingenuos, porque no alcanzaron a saber lo que sí hemos sabido los supervivientes.
 Esto es, porque inevitablemente creyeron que el mundo se quedaría fijo en el que abandonaron, y eso nunca sucede. 
Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada.
 La novela de la vida prosigue siempre, por lo que estamos condenados a ignorar cómo termina. 
Hay quienes piensan que termina con nuestro término, distinto para cada individuo. 
 Nos consta que no es así, sin embargo.
 Que todo sigue, sólo que sin nosotros, y que nuestro final no significa el de nada ni el de nadie más. 
Me pregunto si la única manera de ver “conveniente” la propia despedida, o de estar conforme, es llegar al máximo desinterés, o al máximo desagrado, o hastío, por el mundo en que vivimos. 
Acaso es lo que expresó Pérez-Reverte en nuestra entrecortada charla: “Esto está inaguantable. Mejor llevarse un buen recuerdo; o, si no bueno, aceptable.
 Puesto que hemos visto mejores tiempos, no da tanta pena desertar de uno imbecilizado y despreciable”.
 Y no obstante, como he contado otras veces, a mí me aqueja la dolencia de los fantasmas (de los literarios, esa gran y fecunda estirpe): son seres que se resisten a perderlo todo de vista; que no sólo se preocupan por quienes dejaron atrás y su suerte, sino que tratan de influir desde su bruma, de favorecer a sus amigos y perjudicar a sus enemigos; o a los que, según su opinión que ya no cuenta, hacen más llevadero el mundo o lo envilecen.

16 nov 2018

Cómo sé si lo que tengo es una mancha solar o es algo más grave

Las manchas no se tocan (hasta que las hayan mirado con este aparato)

 

manchas piel

La gran perla de María Antonieta, vendida por 32 millones de euros

Una subasta en Ginebra saca a la luz diez piezas de la familia Borbón-Parma, vendidas en total por 38 millones de euros y que han roto todos los récords.

El colgante de perlas y diamantes de la reina Maria Antonieta, datado del siglo XVIII, en Ginebra, Suiza, el 7 de noviembre de 2018.  

El colgante de perlas y diamantes de la reina Maria Antonieta, datado del siglo XVIII, en Ginebra, Suiza, el 7 de noviembre de 2018. EFE

Un colgante de perlas y diamantes que perteneció a María Antonieta se vendió el miércoles por 36 millones de dólares (31,7 millones de euros) en una subasta de la casa Sotheby's en Ginebra, pulverizando todas las estimaciones.

La subasta, que se realizó en un hotel ultralujoso a orillas del lago de Ginebra, vivió una puja febril por una colección de diez piezas de la familia Borbón Parma, que incluyó la exhibición de joyas que se habían mantenido lejos de la mirada pública durante dos siglos. Las diez piezas a la venta, que estaban valoradas en tres millones de dólares, se vendieron al final por 43 millones de dólares (38 millones de euros), indicó Sotheby's. 
Entre ellas, un broche de diamantes que se estimaba en unos 80.000 dólares (70.000 euros) se vendió por 1,75 millones (1,5 millones de euros).

La estrella fue el colgante, con una perla natural con forma de pera de un tamaño excepcional (26 x 18 milímetros) y que estaba valorado en entre uno y dos millones de dólares. 
Finalmente fue adjudicado por 36 millones de dólares (31,8 millones de euros) a un comprador privado que quiso mantener el anonimato.
La perla de María Antonieta, con otras de las joyas de los Borbón Parma que se han vendido en subasta.  La perla de María Antonieta, con otras de las joyas de los Borbón Parma que se han vendido en subasta. 
Según la casa de subastas, el colgante establece un nuevo precio récord para una joya de perlas vendida en subasta. 
"El colgante de María Antonieta es sencillamente irreemplazable, y el precio que alcanzó va más allá de la propia joya", señaló en un comunicado Eddie LeVian, jefe ejecutivo de los joyeros LeVian.
Entre las piezas había también un anillo que contenía un mechón de cabello de la que fue esposa del rey Luis XVI, guillotinado junto a ella en 1793. 
También salían a la venta objetos que pertenecieron al rey Carlos X, a los archiduques de Austria y a los duques de Parma.
María Antonieta apreciaba también la alta relojería y muestra de ello es un reloj de bolsillo cuya caja lleva las iniciales MA, así como tres flores de lis, estimado en entre 1.000 y 2.000 dólares (890 y 1.800 euros).
Antes de intentar huir de Francia con el rey Luis XVI y sus hijos, María Antonieta envió sus joyas a Bruselas.
 Madame Campan, la primera doncella de cámara de María Antonieta, contó en sus memorias cómo pasó una noche entera en el Palacio de las Tullerías embalando con la reina sus joyas en algodón, para después ponerlas en un cofre de madera.

Los días posteriores, las joyas se enviaron a Bruselas, donde reinaba la hermana de la reina, María Cristina.
 Después se le confiaron al emperador de Austria, sobrino de María Antonieta, de origen austríaco. 
 Detenidos en Varennes, Luis XVI y María Antonieta fueron guillotinados en octubre de 1793.
 Su hijo Luis XVII murió en cautividad.

La única superviviente de la Revolución Francesa fue su hija, María Teresa de Francia, que fue puesta en libertad en diciembre de 1795.
 A su llegada a Viena, el emperador de Austria le entregó las joyas de su madre, celosamente conservadas.
Al no tener descendencia, María Teresa de Francia dejó parte de sus joyas a su sobrina e hija adoptiva, Luisa de Francia, duquesa de Parma y nieta del rey Carlos X, la cual, a su vez, las transmitió a su hijo Roberto I, último duque reinante de Parma.