¿Se acuerdan de cuando los desahucios eran un escándalo nacional? Pues
siguen estando ahí. Lo único que ha cambiado es nuestra sensibilidad
TENGO UN BUEN AMIGO uruguayo que, por razones profesionales, vivió un
par de años en Madrid. En 2013 se trasladó a México, pero decidió no
cerrar su cuenta bancaria española, que mantiene con un saldo muy
modesto. Hace un mes mi amigo vino de visita a España y se acercó a su
banco, y el director de la sucursal le ofreció una hipoteca. Insistió en
que se la concedería fácilmente, en apenas unos días, antes de que
regresara a México. Mi amigo, que ama Madrid, se sintió tentado: “Me
pasé la noche en vela, pensando en que podría comprar un pisito aquí
para venirnos cuando me jubile… Menos mal que a la mañana siguiente me
di cuenta de la barbaridad y de la trampa económica que supondría para
mí”. Su relato me dejó espantada: es extranjero, ni siquiera reside en
España, no tiene ni una nómina domiciliada y pese a todo ello le están
calentando la sesera con los cantos de sirena del dinero fácil. Conozco
esa música: es una marcha fúnebre. Tengo la sensación de que nuestra realidad se asienta sobre una capa de
hielo resplandeciente, pero tan fina y frágil que en cualquier momento
puede quebrarse y arrojarnos a un gélido abismo de agua negra. No sólo
la pasada crisis parece estar incubando su próximo huevo de serpiente,
sino que en realidad ni siquiera se acabó del todo. El relato de mi
amigo me chirrió especialmente porque llevaba unas semanas estremecida
por algunas noticias sobre desalojos. Y es que los desahucios no se han acabado. ¿Se acuerdan de cuando eran
un escándalo nacional, en lo más álgido de la crisis? Pues siguen
estando ahí. Lo que ha cambiado ahora es nuestra sensibilidad; el oído,
que se nos ha endurecido; y que ahora cuesta mucho más llegar a los
medios de comunicación con un desahucio. Ahora necesitan añadir
circunstancias atroces para que nos fijemos. Como sucede con Safira
Sánchez, esa chica de 23 años que sufre una discapacidad del 66% por una
rara enfermedad cardiovascular. Su único ingreso al mes es una pensión de 380 euros y con esa miseria
vivía sola en Guadalajara hasta que la echaron el pasado mes de octubre,
pese a que el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de
la ONU pidió a España que paralizara momentáneamente el desalojo
mientras estudiaba el caso. O como Nani y Mariano, jubilados de 62 y 78 años y con un hijo con una discapacidad de más del 80%,
a quienes echaron del piso de Parla en el que habían vivido los últimos
50 años porque les subieron el alquiler a 700 euros, que es lo que
cobran de pensión. También fue en octubre: dos casos demoledores y
recientes. Según la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), se siguen
produciendo en España 16.000 desalojos al trimestre, aunque ahora hay
más desahucios por alquileres que por hipoteca (a los hipotecados ya los
echaron masivamente en la crisis). Pocas tragedias debe de haber en la
vida tan atroces como un desahucio. Es un dolor inmanejable, el fin de
todas las esperanzas, un apocalipsis personal. Quiero decir que es un
sufrimiento que mata. El pasado junio, un hombre de 45 años se tiró por la ventana de su piso en Cornellà de Llobregat
justo cuando llegaban a su puerta para desalojarle. Ha habido y sigue
habiendo suicidios a causa de los desahucios. En la prensa constan
varias decenas desde el principio de la crisis, muertes incontestables
porque dejaron carta explicando la razón, o porque se ahorcaron o
tiraron por la ventana cuando llegaban los judiciales, como en el caso
de Cornellà. Y yo me temo que son muchos más. Aun así, hay mucha gente
interesada en minimizar esa causalidad, así como psiquiatras que
sostienen que el nexo no está claro y que la gente se mata por depresión
y otras dolencias psíquicas. Sin duda; pero es que un estudio de la Universidad de Granada mostró que
el 88% de los desahuciados padecen ansiedad y el 91% depresión. Un
informe de la PAH de 2017 sostenía que la mala situación económica había
causado más de 13.300 suicidios desde 2008 hasta 2015, un poco menos de
la mitad del número total de suicidios del país. Suena muy abultado,
pero aunque lo rebajáramos a la veinteava parte sería una cifra
inhumana, inadmisible. Uno solo ya es demasiado. Y encima estamos
volviendo a hinchar la burbuja.
Los países democráticos tienen que decidir si lo importante es cobrar,
venga de donde venga el sueldo. Aunque lo propio de esta época es
contradecirse sin parar.
EL ASESINATO del periodista Jamal Khashoggi
en el consulado de Arabia Saudita en Estambul ha desencadenado
cuestiones de interés, a saber: para quién se trabaja, quién le paga a
uno su salario, qué uso hace ese empleador de nuestro esfuerzo. La
mayoría de las personas no se preguntan por lo general nada de eso. Bastante tienen con no saberse en el paro y cobrar a fin de mes (o
excepcionalmente, si por ejemplo se trata de premios o de encargos
ocasionales). Su sentido de la “ética” —por llamarlo de alguna forma— no
va más allá de cumplir sus tareas o de esmerarse en su desempeño. Su
exigencia no va más allá de recibir lo pactado con justicia y
puntualidad, y de no ser engañados ni explotados. Su exigencia no va más allá de recibir lo pactado con justicia y
puntualidad, y de no ser engañados ni explotados. De ahí que los
trabajadores de Navantia, ante los amagos del Gobierno de suspender la venta de armas a la propia Arabia Saudita
hace unos meses, por su bombardeo de un autobús con escolares en Yemen,
montaran en cólera incendiaria con sólo oír de esa posibilidad: lo
esperable era que el país “castigado” tomara sus represalias y cancelara
el encargo de cinco corbetas —buques de guerra, dicho sea de paso— a
esos astilleros gaditanos, con la consiguiente pérdida de ingresos y
empleos. Llamó la atención entonces la reacción (no fue la única) del
podemita alcalde de Cádiz, quien dejó claro que lo que a él le importaba
era el sustento de sus conciudadanos, y que le traía sin cuidado lo que
hubiera hecho el régimen de Riad a millares de kilómetros. Ahora, tras
el asesinato de Khashoggi, la actitud de nuestro Gobierno ha dado un
giro y se ha alineado con el alcalde llamado Kichi (creo, es difícil
recordar los apelativos pijos), y se ha visto secundado por el PP y
algún partido más.
El de Kichi, en cambio, para completar las contradicciones, aboga
por suspender los tratos comerciales con Riad, o al menos la venta de
armas. En esta línea está también Alemania, mientras que Francia
considera tales medidas “demagógicas”. Los Estados Unidos del sacaperras
Trump ni se plantean el dilema.
No seré yo quien critique a unos ni a otros. Ya se ha dicho muchas
veces que la dignidad, los principios, la moral y la integridad son
virtudes que los modestos y los pobres apenas se pueden permitir. Cuando
está en juego ponerles un plato a los churumbeles, la mayoría se traga
todo eso y aguanta lo que le echen. Ahora bien, lo interesante es esto:
si lo prioritario son los puestos de trabajo y el bienestar de la
población (o por lo menos que no muera de inanición), no veo por qué no
se admite que el negocio del narcotráfico también da a mucha gente de
comer. Hace poco vimos cómo individuos “normales” se enfrentaban a la
policía y protegían a narcos en Algeciras o en La Línea de la Concepción, porque la aprehensión de un alijo de droga les suponía un considerable revés económico (lo mismo sucedió en Galicia, en Colombia y en otros lugares). Y
quien habla de narcotráfico lo hace asimismo de prostitución, que da
dinero a raudales, y no sólo a los dueños de los prostíbulos, sino a
ciudadanos “normales”. En Madrid y en Barcelona, los manteros son
mimados por las respectivas alcaldesas, las cuales no pueden ser tan
pardillas como para no saber que detrás de los inmigrantes que ofrecen
en plena vía sus mercancías falsificadas, y con ello se sacan unos euros
para subsistir, están unas mafias que se dedican a muchos otros
negocios, más crueles y dañinos que la venta callejera (armas y trata
incluidas). Es decir, Carmena y Colau, a sabiendas (insisto: no lo
pueden ignorar), están facilitándoles a esas mafias sus actividades, y
encima con la conciencia satisfecha. En la idea de ayudar a los pobres
inmigrantes, las enriquecen, y por tanto contribuyen a financiar sus
crímenes y a propiciar su expansión. Son sólo unos ejemplos. Yo suelo mirar, en la medida de lo posible, de dónde procede el dinero
que se me paga. Quizá se recuerde que ni siquiera acepto emolumentos del
Estado español, en forma de premios, invitaciones o lo que se tercie. Pero yo no tengo churumbeles (no directos) que alimentar, así que me
permito eso, mal que bien. Comprendo que la gente no esté mirando cómo
se ha conseguido el dinero que se le paga, de dónde viene, por qué manos
ha pasado antes, si nuestro pagador es intachable o no. En España hay
periodistas y columnistas que al parecer cobran directamente del
Kremlin, y los fundadores del ahora purista Podemos recibieron
remuneraciones de Venezuela y de Irán, todos países poco menos
dictatoriales que Arabia Saudita, y que de hecho tienen también por
costumbre deshacerse de periodistas o rivales molestos para sus
regímenes, a veces con tanta alevosía y violencia como la empleada contra Khashoggi
en el consulado de Estambul. El propio Erdogan, Presidente de Turquía
hoy indignado, tiene a más de cien reporteros encarcelados o exiliados a
la fuerza. Nadie se plantea en serio dejar de hacer negocios con él, ni
con Putin y otros de su jaez. Los países aún democráticos tienen que decidir si lo importante es
cobrar, venga de donde venga el sueldo. Y si es así, quizá no deban
perseguir con tanto ahínco a los narcos, a las mafias y a las redes de
prostitución. Claro que lo propio de nuestra época es contradecirse sin
parar, y ni siquiera percatarse de sus flagrantes contradicciones.
Llevo años
intentando involucrar a mi marido en fregar los platos y no lo he
conseguido. No tengo el carácter de María Dolores de Cospedal.
En una escena de La mala educación, de Almodóvar,
sus protagonistas entran en un cine y uno de ellos dice: “Pienso que
todas las películas hablan de mí, de nosotros”. Es una frase
maravillosa, me encantaría escribir algo así. A mí me está sucediendo lo
mismo, pero con la actualidad, con esa realidad galopante y furiosa que
no hace más que enredarnos. Tanto que he terminado por creer que soy el
protagonista de cada noticia. Que tengo un poquito de juez del Tribunal
Supremo para cambiar una sentencia o una opinión. Que puedo empatizar
con María Dolores de Cospedal por pedirle a su marido que haga un trabajo sucio. O que intento asumir cómo Lecturas anuncia el divorcio de la infanta Cristina y ¡HOLA! lo refuta en menos de un cambio de sentencia. María Dolores de Cospedal, renunció el jueves a su escaño
no sin antes explicar, en diferido y con un elegante comunicado, que se
arrepiente de haber involucrado a su marido en un trabajo sucio para su
partido. Es asombroso, llevo años intentando involucrar a mi marido en
fregar los platos y no lo he conseguido. No tengo el carácter de María
Dolores. En alguna ocasión me identifiqué con Cospedal, somos del mismo
año y, como ella, también hubiera querido empezar mi carrera siendo Maja
o Miss. María Dolores ha llegado muy lejos en política y fue la
recuperadora de esa profética frase: “Que cada palo aguante su vela”,
que aunque no sea suya, supo como nadie llevarla a su terreno, igual que
hacen los cantantes de OT con las canciones de otros. Y ahora es coprotagonista de un dueto, en una de esas grabaciones con las que el comisario Villarejo
anima las tertulias y los salones, acompañando a su marido a pedir un
trabajito que descubra debilidades de sus archienemigos. ¿Soy el único
que se sorprende de cómo hablan los que figuran en esas grabaciones? A
excepción de la princesa Corinna,
cuyas cintas no serán investigadas, todos los demás se expresan con
palabras malolientes, oraciones enfangadas, una vulgaridad demoledora,
tan poco ejemplar y tan poco parecida a sus imágenes publicas, que te
hace sospechar que Villarejo les daba algo antes de grabar, como hacía
la pobre Amy Winehouse. Es eso o que vivimos gobernados por personas con múltiple personalidad.
Antes
vivíamos el cambio de tendencias, ahora también el de sentencias. El
Tribunal Supremo modifica su opinión, convirtiéndose en un influencer
más. En octubre estuvo en plan Robin Hood, reclamándole a los bancos
que se hicieran cargo de los impuestos de sus hipotecas y muchos
hipotecados nos sentimos eufóricos. Pero, empezado noviembre, la
Justicia, harta de ser ciega, se hizo voluble. Y ahora los bancos no tienen que pagar ese impuesto. Nosotros sí.