Creemos que las nuevas tecnologías nos facilitan la vida. Que nos
ahorran trabajo y nos liberan. Pero en realidad sucede lo contrario.
ME ACABO de pasar cerca de tres horas intentando sacar por Internet
un abono para cuatro espectáculos en un teatro de Madrid. En primer
lugar el procedimiento es ridículamente complicado, pero además, y para
mi desgracia, ha ido dando errores todo el rato. Traté de corregirlos
una y otra vez con progresiva irritación hasta que, desesperada, me
rendí. He pagado el maldito abono pero no he conseguido una sola
entrada, y siento esa desesperación algo kafkiana que sólo se
experimenta ante las pifias electrónicas o los servicios de telefonía
robotizados. Es como darte de cabezazos contra un caos ciego y sordo. Se
me ocurrió hacer la gestión por Internet
por la facilidad que ello supone, pero lo cierto es que habría sido
mucho mejor haberme acercado a pie hasta el teatro, dando un higiénico y
agradable paseíto de media hora; sacar allí mis entradas de papel tan
ricamente, tomarme un café con hielo en alguna terraza y regresar
andando. Todo ello en menos tiempo del que he empleado en aporrear con
creciente furia y frustración este maltratado teclado en el que escribo.
Soy una apasionada partidaria de las nuevas tecnologías y sigo
creyendo que nos proporcionan avances increíbles; pero, por otro lado,
lo digital ha invadido nuestras vidas de una manera tan profunda y tan
rápida que los humanos ni siquiera somos conscientes de lo que hemos
cambiado. En el mundo hay 7.000 millones de personas, y más de 5.000
millones poseen un móvil. Si pensamos que sólo 4.500 millones tienen
acceso a baños, podemos ir haciéndonos una idea de cómo los smartphones
se han convertido en una especie de virus. Es una pandemia y no lo
sabemos. Hablando de baños: un reciente estudio en Inglaterra demostraba que el
41% de los jóvenes elegirían dejar de lavarse antes que abandonar el
móvil (lo cuenta Mariana Vega en unocero.com).
Sospecho que un buen número de ellos preferiría no bañarse en cualquier
caso, al margen de tener o no teléfono, pero, en fin, incluso
descontando a los guarros sin más, el porcentaje es abultadísimo. Diversos estudios señalan que nos pasamos entre cuatro y cinco horas al
día mirando el móvil (Apple demostró que los usuarios del iphone
desbloqueamos de media el terminal 80 veces al día). Es una cifra tan
bárbara que no me extraña que los cines cierren y las novelas no se
vendan. No nos da el tiempo para nada más que para estar amorrados a la
pantalla. Y en este cómputo no estamos incluyendo las horas que añadimos
ante el ordenador. Y hay algo aún peor. Creemos que las nuevas tecnologías nos facilitan
la vida. Que nos ahorran trabajo y nos liberan. Pero en realidad sucede
lo contrario. Con el e-mail y los whatsappsno terminas jamás de trabajar. Antes, sacar adelante un tema suponía quizá una carta de papel al mes y
tres llamadas. Hoy son decenas de correos electrónicos y de mensajes. Antes podías cortar tu dedicación laboral a una determinada hora. En
estos momentos no cortas jamás. Por no hablar de las preciosas horas que
he quemado hoy intentando sacar unas entradas.
Todo esto está alterando las costumbres, la salud y el cerebro. Numerosas investigaciones hablan del insomnio causado por la luz de los terminales,
de alteraciones en la producción de hormonas, de quizá un mayor riesgo
de cáncer (este punto es polémico), sobre todo en niños menores de dos
años, los cuales, según todos los indicios, no deberían ni tocar una
tableta. Pero hay algo que creo que está clarísimo, y es la disminución
de la capacidad de concentración. Pero hay algo que creo que está clarísimo, y es la disminución de la
capacidad de concentración. Con la mano en el pecho, debo confesar que
mi cabeza, siempre tendente a las corrientes de aire, tiene hoy más
agujeros que nunca. La mente aletea de acá para allá con más facilidad,
hambrienta de nuevos estímulos. Tengo la sensación de que los smartphones
son como hechiceros que nos han hipnotizado, creando una Humanidad de
seres distraídos y confusos. Hay estudios que señalan que el uso del
teléfono mientras conduces, incluso en manos libres, provoca cada día
nueve muertes y cerca de mil heridos en Estados Unidos. Otro trabajo
realizado en Manhattan indicó que el 42% de los peatones ignoraban los
semáforos en rojo por estar enfrascados en su móvil. Ya digo. Somos las
primeras generaciones del Homo pasmado.
En nuestra época, el nivel de exigencia demente ha llegado al punto de
que, antes de que nada ocurra, muchos ya protestan furiosamente “por si
acaso”.
UNA DE LAS PELÍCULAS aclamadas este año, Tres anuncios en las afueras
de Ebbing, Missouri, de Martin McDonagh, me ha parecido un reflejo fiel
de nuestra época, seguramente sin pretenderlo. No creo destriparle nada
importante a nadie si cuento lo siguiente (pero absténganse de leerlo
los quisquillosos): la hija del personaje interpretado por Frances McDormand
(lo peor de la película: se limita a poner caras desafiantes y
encabronadas, y por tanto obtuvo el Óscar) fue violada y asesinada
salvajemente hace unos siete meses. La policía no ha encontrado al
culpable ni ha hecho detención alguna, lo cual McDormand achaca a
desinterés y dejación de sus funciones. La mayoría de los policías, como
casi todos los de los pueblos en el cine estadounidense, son brutales y
racistas.
La reacción de los vecinos contra McDormand por la colocación de los
tres carteles denunciatorios es propia de cafres y desmedida, con lo que
el espectador toma partido por la madre doblemente herida. Según avanza
la historia, sin embargo, es ella la que se comporta de manera cada vez
más desproporcionada, y además se intuye que quizá no hubo dejación por
parte de la policía local, sino que realmente no había pistas que
condujeran a la detención de nadie. Hay casos difíciles de resolver o
que no se resuelven nunca. Y eso es lo que la madre no parece entender
ni acepta. Quiere detenciones, más o menos fundadas. (Sin ser nada del
otro mundo, Tres anuncios se va viendo con agrado, pese a los palos en las ruedas de su protagonista.) Si digo que la veo como un reflejo de nuestra época es porque esa
actitud exigente hasta lo irracional se va extendiendo, desde hace
lustros, a velocidad de vértigo. Demasiada gente se empeña en que las
cosas sean como ella quiere, aunque eso resulte imposible. Demasiada
cree tener derechos ilimitados, cuando sólo tenemos unos cuantos.
Hace ya años puse este ejemplo paradigmático de este egoísmo enloquecido: la crónica televisiva desde Roma, cuando Juan Pablo II estaba moribundo,
mostró a una señora española que se quejaba airada de que no se asomara
el Papa. Alguien le explicaba que el hombre estaba en las últimas, a lo
que ella respondía cargándose de razón: “Ya, pero es que yo estoy aquí
estos días, y si no sale al balcón ya no podré verlo”. La obligación del
agonizante pontífice era arrastrarse hasta allí para darle gusto a la
señora cuando a ella le convenía. Lo mismo sucede con esos bañistas que,
si ven bandera roja en la playa, se indignan y se meten en el agua
poniendo en riesgo sus vidas y tal vez la de un socorrista que deba
lanzarse a rescatarlos. “Ah”, suelen argumentar, “es que para tres días
de vacaciones que tengo, no me los van a chafar los de la bandera roja”. Como si quienes la izan lo hicieran por fastidiarlos arbitrariamente y
no para protegerlos. Demasiada gente no admite la existencia del azar,
ni de los accidentes, ni de las contrariedades, ni de los imponderables. Este verano se armó un motín porque no sé qué famoso disc-jockey se vio varado en Rusia
al suspenderse allí los vuelos por inclemencias del tiempo, y no pudo
desplazarse a Cantabria, donde tenía una actuación programada. El
público que lo aguardaba montó en cólera pese a que el dj se disculpó,
dio explicaciones y prometió cumplir más adelante con su compromiso, y
los organizadores ofrecieron devolver el dinero a quienes lo deseasen. Las personas acostumbraban a entender lo que se llamaba “causas de
fuerza mayor”. Ahora no. Si el Papa debía reptar por el suelo gastando
en ello su postrer aliento, el dj tenía que haber previsto el
mal tiempo y haber emprendido viaje en tren desde Moscú, fechas antes,
para complacer a sus cántabros. El nivel de exigencia demente ha llegado al punto de que, antes de
que nada ocurra, muchos ya protestan furiosamente “por si acaso”. Cuando
todavía se ignoraba si Arabia Saudita cancelaría o no el encargo de
unas corbetas a los astilleros gaditanos (por lo de las bombas y eso),
sus trabajadores ya estaban cortando carreteras e incendiando neumáticos
“por si acaso”. Ellos, y muchos otros, me recuerdan a Don Quijote cuando decidió “hacer
locuras” en unos riscos (cabriolas en paños menores, creo) para que
Sancho se las relatara a Dulcinea, que por fuerza no le había sido
infiel ni había hecho nada. Y Don Quijote le dice a su escudero, más o
menos (cito de memoria y que me perdone Francisco Rico; Cervantes ya sé
que sí): “Así entenderá que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en
mojado?”. Es decir, si me comporto de este modo sin causa ni motivo,
cómo reaccionaría si me los proporcionara. Hoy lo llamaríamos “acciones
preventivas”, a las que el mundo es cada vez más adicto. “Aún no ha
pasado nada, aún no me han perjudicado; pero protesto y destrozo de
antemano para que no se les ocurra perjudicarme”. En la película
mencionada dudo que el espectador vea a McDormand como un caso de
intolerancia a la frustración (comprensible) y exigencia chiflada. “Quiero culpables”.
“Ya, y nosotros también, pero es que no los encontramos. ¿Quiere usted
que nos los inventemos?” La respuesta (deduzco yo al menos) parece ser:
“Sí. No me importa. Ustedes tienen la culpa de no encontrarlos”. Así no
podemos seguir ninguno, espero que estén de acuerdo.
Quienes
están llamados a ser algún día duques de Alba reúnen en el palacio de
Liria a personalidades de la vida social y de la Casa del Rey,
representada por la reina Sofía.
Fernando Fitz-James Stuart, de 28 años, se ha casado este sábado con Sofía Palazuelo
tras cinco años de relación. El actual duque de Huéscar y heredero de
la Casa de Alba y su ya esposa han congregado a 400 invitados en el
palacio de Liria de Madrid, la propiedad más emblemática de ingente
patrimonio familiar. Entre los asistentes, personalidades de la vida
social y empresarial española y de la Casa del Rey, representada por la
reina Sofía. La
ceremonia se ha celebrado no en la capilla del palacio, sino en los
impresionantes jardines que rodean la mansión. El novio ha acudido al
altar del brazo de su madre y madrina, Matilde Solís. Vestía para la
ocasión un traje muy especial: el uniforme de gala de maestrante, el
mismo con el que su padre se casó hace 30 años con su madre en la
catedral de Sevilla. La novia, considerada como una de las jóvenes
españolas más elegantes, escogió un traje muy sencillo realizado por su
tía, la diseñadora Teresa Palazuelo.
Sofía Palazuelo prescindió del velo y decidió no usar ninguna de las
tiaras de la Casa de Alba como es tradición. Recogió su melena en un
sencillo moño bajo con un tocado de flores lo que dio al conjunto un
aire de modernidad. El padre Ángel ha oficiado la ceremonia junto al sacerdote Ignacio
Jiménez Sánchez-Dalp, quien fuera confesor de la fallecida duquesa de
Alba. Los novios han optado por una decoración floral muy sencilla en
tonos verdes y blancos. Los medios de comunicación no han tenido acceso
al enlace pero sí han podido ver entrar al palacio a los invitados. La
revista ¡Hola! es quien se ha hecho con la exclusiva. Fernando Fitz-James Stuart y Solís no tuvo una infancia fácil. Sus padres se separaron siendo todavía un niño. Su madre, Matilde Solís,
sufrió una gran depresión que, como ella misma ha desvelado, le llevó a
intentar suicidarse. Pero la proximidad con su madre no ha impedido al
actual duque de Huéscar, título que heredó cuando su padre se convirtió
en jefe de la Casa de Alba, estar también muy unido a su progenitor. A
sus 28 años, Fernando parece un heredero diseñado para el papel que le
va a tocar desempeñar: discreto, amante de la familia, buen gestor y
experto en arte. Estudió en el colegio Nuestra Señora de los Rosales. Luego se decidió
por el Derecho y el Márketing, materias que complementó con dos
másteres. Mientras cursaba uno de ellos, en el College for International
Studies, conoció a su esposa, Sofía Palazuelo. Pero además de esta
sólida formación, el joven duque es un gran amante del arte, un valor
necesario para algún día poder gestionar el valioso patrimonio de los
Alba. Quizá por ello, el regalo de boda que ha recibido de su padre ha
sido un lienzo de Renoir, Busto de mujer con sombrero de cerezas, que su abuela Cayetana compró en Londres en 1973. Su afición por el arte fue una de las cosas que le unió a Sofía
Palazuelo quien, tras licenciarse en Márketing y Comunicación en el
Emerson College y cursar parte de la carrera en Estados Unidos, se
dedica a este mundo de manera profesional trabajando con su madre en
Around Art, una empresa que se dedica a proporcionar experiencias
artísticas en colecciones particulares, en museos a puerta cerrada,
entre otras. Como heredero de los Alba, Fernando trabajara en los asuntos de la
familia. Ayuda a su padre en Euroexplotaciones Agrarias, una de las
empresas dedicadas a gestionar sus terrenos. Con su esposa vivirá en una
de los apartamentos de la familia próximos al palacio de Liria. De su abuela, Fernando Fitz-James Stuart no ha heredado el carácter
abierto y jovial pero sí algunas de sus costumbres, como escaparse a
Sevilla siempre que puede. Allí vive también su familia materna, los
Solís, toda una institución en la ciudad. Por ello, cuando la duquesa de
Alba hizo el reparto de sus bienes quiso que el Palacio de las Dueñas
fuera para él. "Es tan sevillano como yo y ya que será jefe de esta casa
un día, sabrá cuidarlo como nadie", argumentó la duquesa para explicar
tal deferencia ante sus otros nietos. Antes de la ceremonia Carlos Falcó, uno de los invitados, recordaba a
la duquesa de Alba y resaltaba cómo a la aristócrata le hubiera gustado
presenciar la boda de su nieto, el que está llamado a ser algún día
duque de Alba. Él y su ahora esposa serán los depositarios algún día de
la gestión de la Casa de Alba, propietaria de un ingente patrimonio.