Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

27 ago 2018

Esta es la crema que mejor funciona según la ciencia

 

El arsenal para luchar contra el envejecimiento de la piel es abrumador. El producto más avalado es tan potente que hay que limitar su dosis.

crema para la piel
Se descubrieron hace medio siglo para tratar el acné. 
Más tarde, por pura carambola, se comprobó su eficacia para revertir los efectos del envejecimiento.
 Los retinoides (la forma ácida de la vitamina A, y principal ingrediente de cremas míticas como Retin-A) concentran el mayor número de estudios médicos que avalan su eficacia por tres motivos: actuan en la dermis (su bajo peso molecular hace que penetren a capas profundas), estimulan la producción de colágeno, elastina y ácido hialurónico, y aceleran la regeneración celular.
Según Mintel, agencia de inteligencia de mercado, cerca de 300 nuevos productos con retinol llegaron al mercado en 2003.
 Después de 14 años, la suma sigue.
 A pesar de su veteranía, y del gran número de competidores que surgen, sigue siendo el producto más querido en las nuevas formulaciones cosméticas.
 Pero, ¿todo son ventajas? Destripamos las debilidades del activo posiblemente más rentable de esta industria.

No todos funcionan igual

Retinol, ácido retinoico, retinil palmitato, iso-tretinoína, tazaroteno… No son más que distintos collares para el mismo perro.
 Son derivados de la vitamina A, la vitamina de la piel como la llaman, el mejor antiedad demostrado y documentado por la literatura científica.
 “El retinol es una molécula presente en gran cantidad de cosméticos, pero su efectividad dependerá del tipo de formulación y la concentración.
 Y para tratar el fotoenvejecimiento facial, la tretinoína [la forma más potente de la vitamina A, que no está permitida en cosméticos] es el gold standard, pero es el experto de la piel quien debe indicar cómo usarla y en qué dosis”, afirman las dermatólogas Cristina García Millán y María Vitale, de los laboratorios farmacéuticos IFC y de la clínica Grupo Pedro Jaén.
Conviene aclarar que si ha usado retinol y no ha notado ningún cambio significativo en la piel, puede ser debido a que realmente no ha hecho nada porque el retinol necesita unas condiciones mínimas para dar lo mejor. 
Su vida es exactamente de 36 meses, más allá perderá eficacia.
 Hay que conservarlo a una temperatura que no sobrepase los 25ºC, y la materia prima debe almacenarse a -40ºC. 
Además, si se expone a la luz solar se oxida… Es tan inestable que casi hay que mantenerlo en una urna.

Cuidado con sus efectos secundarios

El otro caballo de batalla son las concentraciones.
 Hasta ahora su eficacia para transformar la piel solo dependía de altas concentraciones (con riesgo de toxicidad), debía ser recetado por el dermatólogo, y en muchos casos terminaba abrasando la piel y descamándola, uno de los efectos menos deseables para los usuarios que terminaban dejando el tratamiento. 
Todos los expertos coinciden: este ingrediente requiere adaptarse a la piel.
 Por eso se aconseja iniciar su aplicación evitando los meses de verano, una o dos veces por semana, por la noche y, poco a poco, subir la dosis hasta usarlo diariamente sin riesgos.
 Y para producir cambios notables, se necesitan un mínimo de 12 semanas en las que la descamación y enrojecimiento son parte del proceso.

No tenga prisa

El retinol es un proyecto a largo plazo.
 La paciencia es la clave, dicen los expertos.
 Tiene una acción antiedad sin parangón, pero cuando se deja de usar se desvacen los efectos (los más visibles, no todos). 
Es la paradoja de este producto.
 A pesar de haber demostrado clínicamente su potencia para tratar los daños producidos por el fotoenvejecimiento, a su vez hace que la piel sea más vulnerable a la radiación solar, incluso puede llegar a bajar el umbral de quemadura solar.
 Entonces, ¿despigmenta o puede provocar manchas? 
“El tratamiento no induce cambios permanentes en la piel, por lo que, al suspenderlo, los efectos dejarían de tener lugar”, según las dermatólogas de IFC.
 Para evitarlo, recomiendan curas de choque y terapias de mantenimiento a menor concentración para prolongar sus resultados.
 Pedro Catalá, farmaceútico y creador de la marca cosmética Twelve Beauty, afirma que en realidad la piel no empeora. 
“No tengo constancia de ningún estudio científico que reporte efectos negativos al acabar el tratamiento.
 Es más una ilusión óptica: si durante su uso la piel está más luminosa y las líneas de expresión difuminadas y al parar desaparece, el consumidor percibe que su piel está peor”.
 Pero sus beneficios sobre el colágeno siguen ahí. 
Raquel González, directora de Pure Skincare Cosmecéutica, explica:
 “El retinol ayuda a la regeneración de colágeno y previene su degradación y cuando se deja de usar desaparecen los efectos inmediatos de piel luminosa y uniforme, pero es un efecto más visual”. 
Eso sí, ese colágeno "renovado" se destruirá al ritmo que marque el metabolismo de cada uno, por lo que esta especialista recomienda
“no interrumpir su uso si queremos seguir revirtiendo los efectos del envejecimiento, aunque alternando periodos de descanso ya que el retinol es sistémico y se acumula en el tejido”.
 Gabriel Serrano, fundador de los laboratorios Sesderma, lo describe con un símil: 
“Es como ir al gimnasio. 
Mientras vamos, notamos los efectos, pero si lo dejamos, sentimos que nuestro tono muscular baja.
 Por tanto, debemos ser persistentes”. 

TAN POTENTE QUE HAY QUE LIMITAR LA DOSIS

Aunque la absorción a través de la piel es mínima, los gobiernos de Alemania y Noruega han advertido: el retinol y otros ingredientes derivados de la vitamina A en los cosméticos podrían causar toxicidad en quienes ya ingieren suficiente (es decir, si exceden el límite diario recomendado) y provocar daño en el hígado, uñas quebradizas, pérdida de cabello, osteoporosis… 
Según Pedro Catalá, farmacéutico, “la dosis máxima diaria que el organismo necesita de vitamina A es de 5.000 UI. 
Durante las pruebas de toxicidad para los cosméticos, se calcula la cantidad que puede absorber la piel y penetrar en el torrente sanguíneo con el fin de establecer las dosis máximas de retinol en las diferentes categorías. 
Las cremas corporales deben tener una concentración máxima del 0,05% en adultos, y las faciales, un 0,3%.



En cuanto a su fototoxicidad, García Millán y Vitale achacan el riesgo de pigmentación solo si la irritación es muy acusada. En todo caso, aconsejan utilizar retinol por la noche y crema fotoprotectora de día, incluso tomar cápsulas para protegerse de la sensibilidad solar.


 

 

¿Para qué sirve tomar colágeno?.............................. Bruno Martín

‘Darwin, te necesito’ es la serie de 'Materia' y EL PAÍS VÍDEO que aborda los tópicos de la ciencia para separar los mitos de la realidad.

El colágeno, presente en la piel, huesos, ligamentos, tendones y cartílagos, es un componente fundamental del cuerpo humano: supone aproximadamente un cuarto del total de proteínas.
 Sus propiedades dan resistencia y elasticidad a piel y articulaciones.
 Sin embargo, es imposible asimilar la proteína en su estado funcional.
Tomar colágeno no protege ni regenera las articulaciones.
 No alivia el dolor articular. No fortalece los músculos ni los huesos. 
No mejora la elasticidad de la piel. Tomar colágeno es inútil, si el objetivo es tener más colágeno en el cuerpo.
En este capítulo de Darwin, te necesito, la serie científica de Materia y EL PAÍS VÍDEO que separa los mitos de la realidad, se aborda el proceso digestivo de asimilación de las proteínas para destapar el truco que hay detrás de estos suplementos alimenticios.

 

In memoriam: Neil Simon...........Publicado por Emilio de Gorgot

Neil Simon con Jack Lemmon en el rodaje de The Out-of-Towners. Foto: Cordon.
Oscar: Aquí tienes la llave de la puerta de atrás. Limítate a no ir más allá del pasillo y tu habitación, y no sufrirás daño alguno. Felix: ¿Eso qué quiere decir? Oscar: Quiere decir que, si pretendes vivir aquí, no quiero verte, no quiero oírte, no quiero oler lo que cocinas.
 ¿De acuerdo? Ahora, haz el favor de retirar esos espaguetis de mi mesa de póquer. Felix: [Empieza a reír con sorna] Oscar: ¿Qué demonios te hace tanta gracia? Felix: [Aún riendo] No son espaguetis, son lingüini. Oscar: [Agarra el plato y lo tira con furia contra la pared de la cocina] ¡Ahora son basura!
Como les habrá pasado a muchos de ustedes, crecí con las comedias de Neil Simon.
 De niño y adolescente las tenía grabadas en VHS y las veía cada vez que tenía oportunidad, aunque por entonces no albergaba la menor idea de que las había escrito el mismo individuo.
 Películas como La extraña pareja, La pareja chiflada (que nada tiene que ver, aunque en España decidieron titularla así para, supongo, aprovechar la fama de la anterior), El prisionero de la segunda avenida, Los encantos de la gran ciudad.
Lo que me maravilla de estas y otras comedias escritas por Neil Simon es que funcionan, por motivos distintos, en diferentes momentos de la vida.
 Cuando era un crío, me reía del humor más obvio, de las situaciones surrealistas, de las discusiones, de las expresiones de los actores.
 Un poco más adelante, cuando uno todavía no sabía nada pero tenía el inocente atrevimiento de creerse algo más inteligente, me reía porque pensaba que empezaba a captar el contexto de aquellas historias y el mensaje que había detrás. 
 Hoy me sigue haciendo mucha gracia todo lo anterior, pero además me río porque me doy cuenta de que son películas que hablan sobre mí.
 Y sobre usted, y sobre cualquiera haya pasado buena parte de su existencia creyendo que las cosas que le suceden en la vida, por más habituales que sean, tienen algún tipo de sentido.
 La vida es absurda; de lo contrario, no existiría el humor.

Si preguntásemos por la calle sobre los mecanismos que hacen funcionar una comedia, imagino que mucha gente respondería que la comedia consiste en reírse de lo que les sucede a otros.
 Neil Simon tenía una idea completamente opuesta: «Desde el escenario te ríes de tu público, mostrándoles lo absurdas que son sus vidas». 
Riéndose de su público se convirtió en uno de los pilares de Broadway, donde siempre gozó de una enorme popularidad y donde varias de sus obras sobrepasaron el millar de representaciones. Algunas de aquellas obras trasladaron ese éxito al cine, con guiones adaptados por el propio Simon, y es en el cine donde de manera más fácil podemos entrar en contacto con su mundo.
 También escribió un puñado de guiones expresamente pensados para la gran pantalla. 
Aunque se lo recuerda por encima de todo como un hombre del teatro, para muchos de nosotros fueron las películas las que nos hicieron enamorarnos de su particular manera de hacer humor.
Si ha vivido usted en algún apartamento de mierda, soportando ruidos, malos olores, vecinos molestos, calor infame en verano y frío inexplicable en invierno, constantes averías, grifos que no cierran, cisternas que no abren, extraños e incomprensibles compañeros de piso para quienes también usted era extraño e incomprensible, entonces ha vivido usted dentro de una comedia de Neil Simon. 
También si ha discutido de forma melodramática con sus parejas por motivos triviales e infantiles ha estado dentro de sus comedias. Simon tuvo el raro talento de convertir en comedia, y de manera elegante y digestible, incluso tragedias cotidianas —y no por ello menos terribles— como el desempleo, los desequilibrios psicológicos o la demencia senil. 
Dicen que la tragedia sumada al tiempo se convierte en comedia; Simon ni siquiera necesitaba que pasara el tiempo.

Nadie como él ha diseccionado los sinsabores del urbanita medio, o las relaciones sentimentales convertidas en pequeñas tragedias por la estupidez intrínseca de dos enamorados que hacen una montaña de cualquier cosa, o las disfunciones y egoísmos disfrazados de madurez e independencia que plagan familias de toda condición. La ciudad, el amor, la familia.
 Ah, y el infame invento de las escaleras, que —deduce uno de las constantes referencias que les dedica en sus guiones— hubiesen debido ser prohibidas en cuanto empezó a funcionar el primer ascensor. 
«No escribo sobre política ni temas sociales», dijo, «porque la familia es lo que lo mueve todo.
 Las pequeñas guerras domésticas son las que nos llevan a las grandes guerras».
Neil Simon, también marcado a fuego por su pasado, se burló de la desasosegante inseguridad que se oculta tras la fachada de aparente estabilidad de la clase trabajadora urbana. Su retrato de la gente común es menos crudo y más magnánimo que el de Chaplin, pero, al contrario que el inglés, pocas veces cae en el romanticismo. Chaplin era cínico con los personajes, no tanto con los ideales. Billy Wilder era cínico con los personajes y con los ideales.
 Neil Simon no necesitaba ser cínico, porque poseía la habilidad de convertir la vida en parodia sin que apenas se notase el efecto de la traducción: «La comedia es más realista que el drama», afirmaba. Y tenía razón. 
La vida real es mucho más cómica de lo que pensamos; cuando sufrimos una calamidad no le vemos la gracia por ninguna parte. 
Pero la gracia está ahí, escondida.
En El prisionero de la segunda avenida, un oficinista neoyorquino de mediana edad —encarnado por un Jack Lemmon tan magistral como de costumbre— experimenta una crisis cuando se da cuenta de que las pequeñas cosas de la vida que nunca habían parecido molestarle, como el calor, los ruidos, los olores o el que la cisterna del baño no funcione bien, le están amargando una existencia que había creído plácida hasta entonces. 
Poco después se queda sin trabajo y pierde el control, enloqueciendo por momentos. 
Cuando la mujer del protagonista —una apabullante Anne Bancroft en uno de los mejores papeles de su carrera— deja el papel de ama de casa y se pone a trabajar para hacerse cargo del hogar, termina sucumbiendo a un proceso de deriva neurótica similar al que ha estado desmoronando la salud mental de su marido
. Lo que en la pluma de Simon es gracioso sería y es terrible para quien lo sufre en la vida real. 
En su ficción todo sucede de manera graciosa, pero inquietante. 
Es inquietante porque El prisionero de la segunda avenida no es Alien ni Pulp Fiction; cuenta una historia que puede sucederle a cualquiera en cualquier momento y en cualquier ciudad del mundo.

Neil Simon nació y creció en Nueva York, tapándose los oídos con la almohada para no escuchar las constantes peleas que estallaban entre sus padres, atenazados por la Gran Depresión.
 Tímido e infeliz, el pequeño Neil encontró su vía de escape en los cortometrajes de Charlie Chaplin, de quien, agrego yo, heredó la capacidad de convertir la tragedia en farsa. 
Chaplin se burlaba de la miseria que él mismo había conocido de niño, escenificada en barrios marginales donde unos pobres roban a otros pobres, pero cómicamente, como en el chiste que Thomas Hobbes nunca supo escribir. 
Antes de que Chaplin virase hacia el sentimentalismo su retrato de las clases bajas era descarnado y más bien poco romántico.
 En sus cortos describe a obreros, desempleados, inmigrantes, vagabundos, y nunca sabemos muy bien si nos reímos con ellos o de ellos. 
Una distinción que, probablemente, tiene poca importancia en el cine. 
La comedia no es caritativa, o deja de ser comedia.

Cuando una pala para la nueve te hace tan feliz, sabes que estás jodido (Imagen: Warner Bros)
Cuando una pala para la nueve te hace tan feliz sabes que estás jodido. Imagen: Warner Bros.
A veces se compara a Neil Simon con Woody Allen porque ambos son neoyorquinos y judíos, provienen de entornos similares y hasta trabajaron en un mismo programa de televisión durante la etapa inicial de sus respectivas carreras. 
Pero Woody Allen, en la ficción al menos, vive en una Nueva York idealizada, cuyas imperfecciones son también idealizadas.
 Describe una clase media conformista y esnob de la que se burla, pero con cariño.
 «Él adoraba Nueva York», dice la voz de Allen en la obertura de una de sus obras más celebradas, Manhattan.
 Es difícil encontrar un rescoldo de adoración en la Nueva York desagradable y claustrofóbica de Simon, hecha de apartamentos atroces, huelgas de basureros y una agenda repleta de pesadillas cotidianas.
 Y de escaleras interminables que quitan el aliento a sus personajes.



La historia que esconde la voz de Andrea Bocelli

El tenor italiano habla de su carrera y de 'La música del silencio', la adaptación cinematográfica de la novela autobiográfica escrita por el cantante en 1999.

Andrea Bocelli en un fotograma de la película de Michael Radford, 'La música del silencio'
Andrea Bocelli en un fotograma de la película de Michael Radford, 'La música del silencio'
No fueron pocas las personas que intentaron convencer al tenor italiano Andrea Bocelli (Lajatico, 1958) de que jamás conseguiría ser un cantante lírico.
“Nunca en tu puta vida serás un cantante”, le dijo un productor tras una actuación en el cabaret donde solía tocar cuando era estudiante para pagar sus estudios de derecho.
 “No creo que tengas el más mínimo talento para cantar ópera”, le aseguró también un crítico musical.
 Sin embargo, la violencia de las críticas no consiguió alterar al aspirante a tenor que confiesa a este periódico no haberse dejado jamás condicionar por el exterior ni por las críticas, por muy duras que fueran. 
Si bien la obra artística de Bocelli, mundialmente reconocido como uno de los cantantes líricos más prolíficos y populares de su generación —80 millones de discos vendidos en las dos últimas décadas— no parece tener ningún secreto, menos conocido es el camino que tuvo que recorrer desde el pequeño pueblo toscano de Lajatico hasta alcanzar los más prestigiosos escenarios.



Un recorrido que sedujo y provocó la admiración del director británico Michael Radford, que no dudó en aceptar la propuesta de adaptar al cine la novela autobiográfica La Música del silencio escrita por el mismo Bocelli en 1999 (Un relato en tercera persona en el que el cantante recurre a la figura de su álter ego, Amos Bardi). 
“Jamás había hecho un biopic sobre alguien que aún está vivo y la verdad no fue nada fácil, pero me pareció que su trayectoria merecía ser contada”, explica a EL PAÍS por teléfono el director, que destaca en particular la capacidad del maestro italiano de superar lo que califica de drama inicial: la pérdida de la visión.
  Aquejado desde su nacimiento de un glaucoma congénito que le provoca una ceguera parcial, el intérprete pierde completamente la vista a los 12 años. 
Bocelli recibe un pelotazo en los ojos mientras juega a fútbol en un internado de la provincia de Reggio Emilia donde lo envían sus padres para aprender a leer en braille.
 “Andrea jamás percibió su ceguera como un obstáculo”, asegura Radford, que asume haber enfocado La Música del silencio, que se estrenó el pasado viernes en España, esencialmente en el aspecto humano y en el relato de la “superación” de su hándicap, como hizo anteriormente en el documental Michel Petrucciani (2011), dedicado a un genio francés del jazz, el pianista Michel Petrucciani fallecido en 1999
 “Uno es lo que Dios quiere que seamos. Cada uno de nosotros nace con sus virtudes y sus faltas.
 Nada es casual en este mundo”, cree Bocelli, cuya profunda fe católica siempre fue notoria. 
El tenor, que se enganchó a la música con tan solo tres años en una clínica de Turín, fascinado por la ópera que estaba escuchando un paciente ruso en una habitación cercana a la suya, está convencido de que su pasión por el canto hubiera sido la misma si no hubiese sido ciego. 
Sencillamente, asegura a este diario, “habría sido todo menos penoso”

“Cuando era joven me interrogaba, buscaba entender quién era, dónde estaba, a dónde iba”, cuenta el cantante.
 Un cuestionamiento que no evidencia la película de Radford, cuyo guion, escrito por el también director de El cartero (1994), mezcla ficción y elementos autobiográficos. 
“La primera parte del filme respeta bastante fielmente mi libro”, explica Bocelli refiriéndose al relato del descubrimiento de su don, su empeño en seguir llevando una vida normal (en particular la práctica de la equitación y del piano), su primer premio con 14 años en un concurso de jóvenes talentos o la pérdida momentánea de su voz en el tránsito hacia la adolescencia.
La segunda parte, en la que Radford aborda la época estudiantil de Bocelli —interpretado por el actor británico Toby Sebastian—, la relación con su primer amor, sus actuaciones nocturnas en el piano bar o sus clases con su profesor de música, el gran tenor Franco Corelli (protagonizado por Antonio Banderas), fue “más una interpretación del director”, opina. 
“El cine y la literatura son dos géneros con lenguajes muy distintos. Lo que más me importaba era que el mensaje que quería compartir estuviera claro y me parece que así es”, añade Bocelli, que aparece, acompañado por su voz en off, al principio y en el cierre de la película donde alude a la necesidad “de nunca perder la fe y confiar en lo que tiene pensado el creador del mundo”.
 Un relato que culmina con la primera gran actuación del tenor junto al cantante italiano Zucchero, y su victoria en el Festival de San Remo en 1994.
Pese a que la crítica no ha sido muy favorable, Radford cree que cumplió con su objetivo:
 “Hacer una película dirigida al gran público y en particular a los admiradores de Bocelli”. 
“En Italia fue todo un éxito”, se enorgullece el cineasta.
 Para explicar su implicación en la obra, cita a Vittorio de Sica, uno de los maestros del neorrealismo italiano: 
“Hay dos tipos de películas, las del corazón y las que te dan de comer y, a veces, las segundas son mejores porque en las más personales, uno acaba implicándose demasiado y no piensa en la audiencia”.