El cantautor ha viajado a Estremera este sábado por la tarde.
Joan Manuel Serrat ha visitado este sábado por la tarde el
exvicepresidente de la Generalitat y presidente de ERC, Oriol Junqueras,
y el exconsejero de Asuntos exteriores, Raül Romeva, que se encuentran
en prisión preventiva a Estremera (Madrid). El cantautor catalán, que nunca ha escondido que no está de acuerdo con la independencia de Cataluña, ha expresado a los políticos su "estupefacción" por su reclusión, según ha avanzado la agencia ACN. La visita ha entrado dentro del turno de Romeva, según informan desde
Esquerra Republicana, y el cantautor ha podido hablar también con
Junqueras, que se encuentra en la misma prisión. Serrat ha visto a los
dos reclusos en buenas condiciones y abiertos al diálogo.
Qué mal tino que el día del encuentro entre la reina Letizia y Melania Trump
coincidiera con la peor jornada de la crisis desatada por las
separaciones de familias de indocumentados, provocada por la política
contra la inmigración ilegal del gobierno de Donald Trump. Da
escalofríos comentar que Letizia uso un vestido que Melania vistió hace
un año viendo las imágenes de decenas de niños, en su mayoría
centroamericanos, cubiertos por protectores de aluminio, tendidos en el
suelo y separados de sus padres.
Dicen
que Melania estaba de mal humor ese día por esa razón, pero tambien lo
estaba porque la charla pautada con Letizia era sobre el impacto que las
imágenes tienen en la educación de los niños. No sé cuál impactará más
negativamente en esos niños, si la de ellas, aguantando el paripé o la
de niños llorando traumados por ser inmigrantes pobres. Debe ser el calor repentino o quizás la intensidad del trabajo en
televisión, pero varias imágenes de esta semana han conseguido
alterarme. Vi el partido de España contra Irán
junto a Carmen Lomana y ella me confesó que si no fuera por los colores
de los uniformes no sabría quién era persa y quién español. Diego Costa
por momentos parecía uno de esos leones alados con barba que
custodiaban las puertas de Mesopotamia. Lomana estaba más interesada en
el portero de la selección iraní. Al parecer los hombres con nariz
importante vuelven a cautivar. Lo que gusta menos son esas sonrisas que Pablo Casado ofrece a María
Dolores de Cospedal cada vez que se encuentran. Después del gatillazo de Feijóo, Pablo se empeña en patentar una sonrisa invisilign que a saber qué máster le ha enseñado.
Estamos pendientes del duelo desatado en el Partido Popular, pero lo que de verdad preocupa es que Soraya Sáenz de Santamaría
lleva varios días apareciendo en público sin bolso. ¿Qué está pasando?
Estoy convencido de que Soraya prescinde de ese accesorio para no
recordar el maxibolso de Loewe de dos mil euros que sentó en el escaño
vacío de Rajoy durante la moción de censura. Soraya, una tecnócrata, a
veces no piensa en la importancia de los gestos. Pudo haber dejado ese bolso sobre la mullidisíma moqueta del
Congreso esa tarde pero lo puso allí y allí sigue en la memoria de todos
y todas. Soraya, mi amor, vuelve a salir con bolso, eso no puede
enquistarse. Ademas, toda líder conservadora va con bolso. Empezando por
Angela Merkel, que no se asusta de llevarlos en colores pastel o Isabel II de Inglaterra, que al parecer lo lleva vacío pero lo lleva, convertido en una herramienta de estilo. El bolso y la mujer empoderada son un tema que merecería un máster en
la universidad Juan Carlos I. Así como Soraya ahora va sin bolso, Cospedal
va armada con esa melena campera que le da un aire a El Cid y de su
espíritu de entrenador deportivo repitiendo mucho el verbo ganar y
proclamando victoria tres veces seguidas. ¡Victoria, victoria, victoria!
Sube los ánimos. Ella debería asistir a los partidos del Mundial en vez
del ministro de Cultura,
que parece no estar muy enterado de que De Gea, el portero, es novio de
Edurne, la cantante. Cultura y deporte. Pero en mi escuela siempre
insistían que uno no debe clamar victoria hasta tenerla. Lo innegable es
que Cospedal le aporta a este duelo esa suavidad de astracán que gusta
mucho. Prefiero la astracanada a lo tecnócrata. Es una palabra
maravillosa que mezcla lo astral con la nada.
Tras su
ronquera en Madrid, el entorno del artista cree que esta será su última
gira de gran formato pero ni hablar de retirada ni de renunciar a su
esencia de crápula rebelde.
Joaquín Sabina nos tiene en un ay… La primera vez que alguien escucha Lo niego todo
puede hacerse una idea. Es el disco más oscuro y pegado a la crudeza de
la decadencia de cuantos ha firmado. Por eso, cuando anunció hace un
año que se liaba la manta a la cabeza y comenzaba una gira con más de 80
conciertos, su público alternó una alegría y un suspiro. A partes
iguales. Con una pregunta inquietante: ¿podrá? Pues, como admite en Quien más quien menos, la cosa quedó con un pie en el tango y otro en el ojalá. Un maratón así, a sus 69 años era un riesgo…
Un esfuerzo físico y anímico –cantar ciertas letras resulta una
temeridad que carga el diablo–, bien podía acabar en descalabro. Casi.
Sería injusto decir que no llegó. Se quedó a cuatro de la meta, pero
cumplió con creces la inmensa mayoría de compromisos en España, América y
Europa. A trancas y barrancas, bien es cierto. Con suspensiones en México,
con el incordio de un trombo que le hizo cancelar A Coruña. Con miedo,
cuidado, agotamiento, reservas y recetas que no siempre atiende. Los
médicos le repelen y ya sólo acude a una consulta cuando el dolor le
paraliza. Come poco pero bebe y fuma mucho. Resiste tratando de ser fiel
a sí mismo. Paradójicamente, contra lo que pueda parecer, conserva una
salud que lo mantiene activo después del marichalazo en forma
de ictus, una operación de divertículos que le afectó al estómago y
reiteradas negativas a someterse a tratamientos continuos.
No sólo fueron molestias físicas las que le agarrotaron el otro día. También emocionales. Se enfrentaba al miura de Madrid. Y lo lidió, pero
temblando. Lo dicho, no engaña. El disco es pura transparencia de lo
que le atraviesa y le quema, de la lucha interior que libra contra lo
que desea y lo que realmente puede dar. De alguien cuyos anhelos, más
que en el futuro, quedan atrás, en el baúl barnizado con triunfos de su
abismal pasado con excesos. La noche del sábado 16 fue un calvario para Joaquín Sabina. Al salir
al escenario del WiZink Center y al abandonarlo. “Lo que menos podía
sospechar que le fallara iba a ser la voz. Y le falló”, comenta su
pareja, Jimena Coronado. Los músicos de cabecera lo veían extraño y
errático. Se le entrecortaban las cuerdas y no medía los lagrimales. Se
dirigía al público como previniendo el desastre. Hablaba de la vejez
como esa gran putada, admitía que no estaba cuajando un buen concierto. Y
de nuevo, transparente y cabal, lo explicó mejor que nadie: “Hay veces
en que los cables de la garganta se cruzan con los del corazón…”. Se retiró al camerino en mitad de Y sin embargo, dejándola a
expensas del coro con 16.000 almas que la cantaba con desgarro, pero
desconcertadas. Allí, entre los suyos, encerrado, se desesperó, dijo que
no podía seguir, canceló la cita que tenía con sus amigos y se fue a su
casa. No salió ni a despedirse y muchos, como él mismo dice en No tan deprisa, cosieron su estrella en la bandera del desertor. Pero no pudo. Le resultó imposible. Fue mayor la rabia que la
vergüenza. La desesperación de comprobar que las fuerzas no le
respondían, la rebeldía íntima de tener que aceptar el hecho de que
quizás no vuelva a verse en otra similar. Ni en Madrid ni en ningún
sitio, dentro de ese formato grande. La conciencia de que la parálisis
puede llegar de golpe. La certeza de un adiós a mucho de lo que ha sido.
Y un buenos días a otros horizontes más adecuados a sus reservas. Pero es que el éxito que desde su salida tuvo Lo niego todo
lleva sus servidumbres. Empujaba a echar la casa por la ventana y
arrasar en grandes aforos. Quizás, a partir de ahora, deba replantearse
sus apariciones. Hacia teatros más pequeños, donde no se vea obligado a
forzar tanto la máquina. “Desde luego, a menos conciertos, aunque nada
de retirada”, asegura Jimena. Pero con esperanza: “Se pasó dos días
llorando. Ahora quiere volver a escribir canciones, pasar página y
componer este verano”.
Su amigo Benjamín Prado, autor con el de las últimas letras, quita
hierro e incide en la coherencia que tiene lo ocurrido: “La gira ha
acabado como empieza el disco, todo un monumento a la vejez y a la
decadencia”, asegura. “No pasa nada. Yo vi a Dylan hace años en estadios
de fútbol y el otro día disfruté de él en el Auditorio Nacional”. Prado
conoce bien la generosidad de Sabina. Sabe que en su idea de la lealtad
pasa por deshonrarse a sí mismo antes que a un colega y que si debe
arremangarse para que lleguen ingresos que ayuden a quienes se
encuentran en apuros, lo hace. Se ha hablado mucho de su falta de cumplimiento, de su absentismo en
los ensayos, de que quedar con él conlleve a menudo el misterio de si
aparecerá o no. De esa anarquía como ideario y método, llevada al
extremo. De los desparrames que se montaban en su casa a la que buena
parte de sus amigos entraba con llave propia cuando les daba la gana. Pero en Sabina cuenta también la responsabilidad de tirar de un carro del que viven muchas familias: músicos, técnicos, asistentes. Y no quiere defraudarlos. Que la sombra de Montoro le persiguió con Hacienda y entró en el
radar de autores bajo vigilancia, ha pesado. Lo canta él mismo en Lo niego todo.
“He defraudado a todos, empezando por mí”, dice. Pero pesa más la
obligación hacia su gente. El problema ahora son las fuerzas. Está
decidido a intentar otro disco, eso que en él siempre ha sido un enigma. Para este último ha resultado crucial la ayuda de Leyva con la música,
que se lo produjo en tiempo récord, junto a la complicidad de Prado en
las letras. Ya muchos lo equiparan a la leyenda de 19 días y 500 noches.
Lo que cada vez parece más probable es que reducirá sus giras y
apariciones para dedicarse a lo que más le gusta: leer sus colecciones
de incunables, otear lo que se avecina en periódicos, poner la oreja en
la tele realidad, entregarse a sus aficiones taurinas, futboleras,
literarias, cinéfilas y musicales, disfrutar de los amigos en Madrid y
en Rota (Cádiz), de sus hijas y de Jimena Coronado, su pilar… Y, recalca
ella, escribir. Vivir más tranquilo, en suma. Como se retrata en Sin pena ni gloria: “León atado a una noria, valiente a toro pasado, fugitivo enamorado, feliz sin pena ni gloria”. Nunca amargado dentro de esa profecía que se infringe a sí mismo en Lágrimas de mármol,
otra canción de su último disco: “Acabaré como una puta vieja hablando
con mis gatos”. Quizás sí, pero es más probable que no le falte quien se
preste a darle conversación.
Durante 30
años Jorge Luis Borges cenó en casa de Adolfo Bioy Casares.
Desde otra
estancia, cuando los dejaba a solas, Silvina, la mujer de Bioy, oía las
carcajadas.
"Todos caminamos hacia el anonimato", dijo Borges, "solo que lo
mediocres llegan un poco antes". Este era la clase de ingenio malvado,
el único permitido como postre en las cenas que durante 30 años mantuvo
todas las noches Jorge Luis Borges en casa de Adolfo Bioy Casares. Desde otra estancia, cuando los dejaba a solas, Silvina, la mujer de
Bioy, oía las carcajadas. "¿De qué se reirán estos idiotas?", pensaba. Se reían de la propia crueldad con la que pasaban por la piedra a otros
colegas, y según parece Borges tenía una risa desgañitada muy
desagradable. Silvina, la menor de las seis hermanas Ocampo, fue
pintora, discípula de Giorgio de Chirico, poeta y escritora de cuentos.
Permaneció siempre en un segundo plano, oscurecida por la prepotencia
avasalladora de su hermana mayor Victoria, que desde la revista Sur
tenía bajo absoluto control la cultura argentina de entreguerras, y por
el talento literario y la seducción de su marido, de quien tuvo que
soportar en silencio su voracidad consumidora de amantes. La figura de
esta artista emerge ahora desde la sombra. Sucede a veces que los
mediocres regresan del anonimato solo para vengarse. El retrato de Silvina Ocampo
que ha publicado Mariana Enríquez en Anagrama me ha devuelto al día en
que visité a Bioy Casares en Buenos Aires, en la calle Posadas, esquina
Schiaffino, frente a los jardines de La Recoleta, en uno de los cinco
pisos de una finca que pertenecía entera a la familia Ocampo. Me recibió
Jovita Iglesias, la gallega ama de llaves. En un salón muy amplio,
elegantemente deshabitado de muebles, solo con grandes espejos que
multiplicaban el vacío de algunas paredes cubiertas de bibliotecas
fatigadas, de maderas que crujían bajo los pasos, me esperaba Bioy a la
hora del té sentado en una silla de ruedas junto a una mesa con mantel
de hilo llena de bandejas con pastelillos y otras delicadezas. Se había
quebrado la cadera por una caída que se produjo desde una banqueta
mientras trataba de alcanzar un volumen del último estante de la
biblioteca, y los analgésicos lo tenían sumido en un sopor que era la
exacta expresión de aquel mundo ya fenecido. Estuvo extraordinariamente
amable. No le hables de libros, me dijeron, háblale de mujeres, de
coches, de tenis, de perros, de caballos. Bioy me dijo que en esa misma
sala, sentados los dos a aquella misma mesa, Borges y él cenaron solos
todas las noches durante más de 30 años hasta que se lo prohibió María
Kodama.
Cuando Borges se despedía, Bioy pasaba al gabinete y anotaba
esas conversaciones de sobremesa como un notario que levanta acta. Me
aseguró que tenía más de 3.000 páginas escritas e inéditas. Eran las que
se publicaron posteriormente con el título Borges en Destino. El dietario está lleno de ingeniosas maldades, pero ninguna atañe a su
adorada y engañada Silvina. "Lo que le sucedía a Borges con las mujeres
es que se enamoraba si ellas lo placaban".
Bioy cruzó los brazos con un gesto de tenaza sobre su pecho como hacen los jugadores de rugby para proteger la pelota.
Nada más literario que las pasiones que se entrecruzaron estas dos
familias de estancieros argentinos absolutamente adinerados, con aire
aristocrático, las hermanas Ocampo y el galán Adolfito Bioy Casares. Silvina era la menor, la más discreta, pero también la más extraña,
bruja o maga, hasta el punto que le gustaban los mendigos y amaba a los
sirvientes de la casa. En su primer libro, Viaje olvidado,
retrata su infancia deformada por la memoria de sus incursiones a las
dependencias del piso superior habitadas por el servicio, que imagina
llenas de niños crueles, asesinos, asesinados o suicidas. Bioy descendía
también de una familia de terratenientes, aunque no tan impúdicamente
ricos. Iba para estanciero pero derivó hacia la literatura y las
mujeres. El año 1940, después de su triunfo literario con La invención de Morel,
se casó con Silvina Ocampo. Hacía tiempo que eran novios y vivían
juntos en la estancia Rincón Viejo, propiedad de los Bioy en la
localidad de Pardo, Las Flores, provincia de Buenos Aires. Su vida era
considerada un escándalo. ¿Por qué no les habían obligado a casarse? Se
habla de que Ramona, la madre de Bioy, ya viuda, mantenía una relación
lésbica con Silvina, su futura nuera y la retenía a su lado. Por otro
lado, cuando Bioy convirtió en su amante a Genca, una sobrina
adolescente de 16 años e hija de Silvia Angélica, una de las hermanas
Ocampo, también se habló de que Silvina formaba parte con gusto de ese
triángulo. Fue una historia de tantas, la más obsesiva, pero Bioy estaba
siempre de cacería y por sus brazos pasaron innumerables mujeres, unas
muy finas y otras bataclanas. De hecho, este dorado don Juan llevó una
vida muy atareada: tenis por la mañana, amores por la tarde, lecturas y
literatura a cualquier hora y de cena, como plato único, Borges en su
propia salsa. "¿De qué se reirán esos idiotas? Sin duda, de pavadas",
pensaba Silvina. Eso es más o menos la literatura.