Un bosque colosal de bloques de mármol de Carrara sin desbastar es el plato fuerte de la exposición de Danh Vo en Burdeos.
Danh Vo se pronuncia Yan Vo.
Podría parecer un detalle banal, pero nada resulta serlo en su obra o incluso en su vida.
En ambas se funden los cálculos y las carambolas, y se puede decir que su carrera brillante empezó a despuntar justo por culpa de esa diferencia fonética.
Vo nació cerca de Saigón en 1975, cuando EE UU se retiraba de Vietnam.
Poco después su familia huyó en un bote de madera y acabó rescatada por un carguero y refugiada en Dinamarca, donde pasó la infancia y estudió Bellas Artes.
En 2006, aún titubeante como artista, un anciano se le acercó tras dar una charla en California y le saludó pronunciando bien su nombre.
El sonido justo en el momento exacto dio el tono a una amistad íntima que cambió su vida.
El hombre se llamaba Joseph Carrier, veterano de Vietnam y fotógrafo aficionado.
Le propuso acompañarle como intérprete a un viaje a su país natal, que Vo no había vuelto a pisar.
Aquella visita le sirvió para recolectar imágenes, impresiones y objetos procedentes de un pasado traumático y reprimido largo tiempo en la mitología familiar.
También le llevó a “apropiarse”, en el mejor sentido, de las fotografías y de las memorias de Carrier, que usó en su primera individual importante, en 2007 en Berlín.
Algunas de esas fotos pueden verse dentro del proyecto que acaba de inaugurar en el CAPC de Burdeos, comisariado por María Inés Rodríguez.
Vo lleva 10 años de triunfos encadenados: ha fichado por galerías poderosas como Chantal Crousel, Marian Goodman y Kurimanzutto, y esta misma semana White Cube anunciaba su fichaje; ha representado a Dinamarca en la Bienal de Venecia de 2015; ha expuesto en centros de referencia como el Reina Sofía, el Walker Art Center o el Stedelijk, y acaba de clausurar un primer balance de madurez con una retrospectiva que ocupó la rampa más ilustre del mundo, en el Guggenheim de Nueva York.
Su trabajo en la gran nave del CAPC es una consistente exploración de
nuevas escalas y tanteos formales.
El plato fuerte es un bosque colosal de bloques de mármol de Carrara sin desbastar, con aire de yacimiento del pasado o ruina futura
. Aquí volvemos a adivinar conexiones entre escalas y medidas dispares del tiempo y del espacio: de lo geológico a lo geopolítico, de lo titánico a lo frágilmente humano.
Pero el éxito no aminora la exigencia de un trabajo complejo y difícil de etiquetar
. Vo ha dicho que no busca la “comunicación de masas”.
Su arte individualiza al espectador y se dirige a cada uno pronunciando bien su nombre.
Así que no, el nombre no es algo banal, y me lo recuerdo justo antes de saludarle en Burdeos para charlar sobre su proyecto.
Vo es menudo, pero no endeble, y tan afable como firme.
De lejos, empequeñecido por los bloques de mármol gigantescos, parece un adolescente.
De cerca luce las finas patas de gallo de quien sonríe mucho y afina mucho una mirada que se fija en todo y matiza la sonrisa: no debe tomarse, avisa, como un cheque en blanco.
Su nombre, al menos, creo que lo pronuncio bien.
“Sí, el nombre propio es el primer ready-made de cada uno”, dice con ironía.
Y es buen pie para hablar de lo que hace, porque me parece que el interés de su obra nace de su forma de re-cargar el aura física y simbólica de la obra de arte en plena era de lo virtual y donde menos se espera: en el corazón conceptual del ready-made de estirpe duchampiana.
Quizá practica una especie de pos-ready-made cuando expone obras de otros, objetos encontrados, antigüedades o hallazgos en eBay: transfigura los objetos cotidianos al conectarlos con la historia universal y la memoria personal.
“Duchamp es inagotable. ¿Has visto lo suyo en el Museo de Filadelfia?
No sólo sus piezas, sino su instalación de las obras de Brancusi: nunca ha lucido mejor.
El Duchamp que no hace arte o que transforma en arte actividades secundarias, el Duchamp interiorista, chamarilero, comisario, editor, empresario, marchante, publicista, me interesa muchísimo”.
Entonces, ¿las obras de Brancusi se convierten también, un poco, en Filadelfia, en obras de Duchamp?:
“Sin duda. Comisariar es también una forma de hacer arte, tal como yo lo entiendo.
Mi trabajo cristaliza, en realidad, durante la instalación.
De eso trata: de cómo se relacionan las ideas encarnadas en objetos, qué pasa cuando se confrontan”.
Me acuerdo de que su galerista Marian Goodman lo ha definido como un
artista de la tribu de los “cazadores-recolectores”.
Y de la colectiva que comisarió en la Fundación Pinault durante la Bienal de Venecia de 2015.
Y me viene a la mente el mandamiento que E. M. Forster proponía a escritores y artistas, “Only connect” (“Basta conectar”): “Sí, desde luego.
Conectar tiempos y espacios lejanos, causas y consecuencias, conectar las cosas con su propio pasado, dar voz a lo que parecía mudo”.
Lo hizo cuando compró y expuso las viejas arañas del salón del hotel Majestic de París donde se firmaron en 1973 los acuerdos de paz que sellaron su destino, a miles de kilómetros.
Podría parecer un detalle banal, pero nada resulta serlo en su obra o incluso en su vida.
En ambas se funden los cálculos y las carambolas, y se puede decir que su carrera brillante empezó a despuntar justo por culpa de esa diferencia fonética.
Vo nació cerca de Saigón en 1975, cuando EE UU se retiraba de Vietnam.
Poco después su familia huyó en un bote de madera y acabó rescatada por un carguero y refugiada en Dinamarca, donde pasó la infancia y estudió Bellas Artes.
En 2006, aún titubeante como artista, un anciano se le acercó tras dar una charla en California y le saludó pronunciando bien su nombre.
El sonido justo en el momento exacto dio el tono a una amistad íntima que cambió su vida.
El hombre se llamaba Joseph Carrier, veterano de Vietnam y fotógrafo aficionado.
Le propuso acompañarle como intérprete a un viaje a su país natal, que Vo no había vuelto a pisar.
Aquella visita le sirvió para recolectar imágenes, impresiones y objetos procedentes de un pasado traumático y reprimido largo tiempo en la mitología familiar.
También le llevó a “apropiarse”, en el mejor sentido, de las fotografías y de las memorias de Carrier, que usó en su primera individual importante, en 2007 en Berlín.
Algunas de esas fotos pueden verse dentro del proyecto que acaba de inaugurar en el CAPC de Burdeos, comisariado por María Inés Rodríguez.
Vo lleva 10 años de triunfos encadenados: ha fichado por galerías poderosas como Chantal Crousel, Marian Goodman y Kurimanzutto, y esta misma semana White Cube anunciaba su fichaje; ha representado a Dinamarca en la Bienal de Venecia de 2015; ha expuesto en centros de referencia como el Reina Sofía, el Walker Art Center o el Stedelijk, y acaba de clausurar un primer balance de madurez con una retrospectiva que ocupó la rampa más ilustre del mundo, en el Guggenheim de Nueva York.
El plato fuerte es un bosque colosal de bloques de mármol de Carrara sin desbastar, con aire de yacimiento del pasado o ruina futura
. Aquí volvemos a adivinar conexiones entre escalas y medidas dispares del tiempo y del espacio: de lo geológico a lo geopolítico, de lo titánico a lo frágilmente humano.
Pero el éxito no aminora la exigencia de un trabajo complejo y difícil de etiquetar
. Vo ha dicho que no busca la “comunicación de masas”.
Su arte individualiza al espectador y se dirige a cada uno pronunciando bien su nombre.
Así que no, el nombre no es algo banal, y me lo recuerdo justo antes de saludarle en Burdeos para charlar sobre su proyecto.
Vo es menudo, pero no endeble, y tan afable como firme.
De lejos, empequeñecido por los bloques de mármol gigantescos, parece un adolescente.
De cerca luce las finas patas de gallo de quien sonríe mucho y afina mucho una mirada que se fija en todo y matiza la sonrisa: no debe tomarse, avisa, como un cheque en blanco.
Su nombre, al menos, creo que lo pronuncio bien.
“Sí, el nombre propio es el primer ready-made de cada uno”, dice con ironía.
Y es buen pie para hablar de lo que hace, porque me parece que el interés de su obra nace de su forma de re-cargar el aura física y simbólica de la obra de arte en plena era de lo virtual y donde menos se espera: en el corazón conceptual del ready-made de estirpe duchampiana.
Quizá practica una especie de pos-ready-made cuando expone obras de otros, objetos encontrados, antigüedades o hallazgos en eBay: transfigura los objetos cotidianos al conectarlos con la historia universal y la memoria personal.
“Duchamp es inagotable. ¿Has visto lo suyo en el Museo de Filadelfia?
No sólo sus piezas, sino su instalación de las obras de Brancusi: nunca ha lucido mejor.
El Duchamp que no hace arte o que transforma en arte actividades secundarias, el Duchamp interiorista, chamarilero, comisario, editor, empresario, marchante, publicista, me interesa muchísimo”.
Entonces, ¿las obras de Brancusi se convierten también, un poco, en Filadelfia, en obras de Duchamp?:
“Sin duda. Comisariar es también una forma de hacer arte, tal como yo lo entiendo.
Mi trabajo cristaliza, en realidad, durante la instalación.
De eso trata: de cómo se relacionan las ideas encarnadas en objetos, qué pasa cuando se confrontan”.
Y de la colectiva que comisarió en la Fundación Pinault durante la Bienal de Venecia de 2015.
Y me viene a la mente el mandamiento que E. M. Forster proponía a escritores y artistas, “Only connect” (“Basta conectar”): “Sí, desde luego.
Conectar tiempos y espacios lejanos, causas y consecuencias, conectar las cosas con su propio pasado, dar voz a lo que parecía mudo”.
Lo hizo cuando compró y expuso las viejas arañas del salón del hotel Majestic de París donde se firmaron en 1973 los acuerdos de paz que sellaron su destino, a miles de kilómetros.
O cuando colgó como
tapicerías los terciopelos raídos de las vitrinas de los Museos
Vaticanos, que conservan las siluetas de las custodias y crucifijos que
en su día mostraron.
“Aquí, con estos bloques de mármol sacados de
Carrara, retrocedo más aún en el tiempo: nos conectan con la escultura
de Miguel Ángel y la tradición occidental, claro, pero también con un
tiempo geológico, que fue anterior y sobrevivirá a la historia y el
arte”.
Le señalo un diminuto islote de musgo aún verde y preso en una veta del
mármol, y le pregunto si lo ha dejado a propósito, si no seremos
nosotros como ese musgo, una huella viva que no durará. Vo me mira,
sonríe aún más a conciencia, y toda su amabilidad le sirve para no dar
su brazo a torcer, ni siquiera por cortesía:
“Bueno, quizá lo sea para
ti… si tú lo ves así.
Por mi parte, cuando tengo una idea demasiado
buena, demasiado obvia, la descarto.
Tiendo a huir cuando tratan de
encasillarme, salgo disparado en sentido contrario…”. Y luego, sin mirar
atrás, propone que salgamos de la nave inmensa, que se va llenando de
invitados y prensa, para fumar en la calle un último cigarrillo.