He regresado estos días a Villamangaporhombro, el pequeño pueblo de Pippi. Qué historia tan bien contada.
No me gusta ir a la escuela. No me gusta que me digan la hora a la que me tengo que ir a la cama.
Me acelero cuando se pone el sol y no puedo conciliar el sueño. Me encanta tener dinero para gastarlo.
No sé ahorrar. Me altera que me manden. Me pongo roja de rabia cuando me reprenden o me corrigen.
Me cuesta mucho obedecer. Tengo una tendencia irracional a saltarme las normas.
Dejo para mañana lo que puedo hacer hoy.
Soy algo temeraria. Suelo decir cosas inconvenientes que irritan a los adultos.
A veces no distingo entre lo que se puede contar y lo que no.
Me gustaría ser fuerte como para lanzar por los aires a un tipo grosero y dejarlo en lo alto de un árbol.
El colegio me gusta solo por las vacaciones de Navidad o por las excursiones al campo.
De natural confiada, abro las puertas de mi corazón a casi todo el mundo, hasta que me veo obligada a cerrarlas de un portazo. Soy de sonrisa fácil.
Y me río a diario. El día en que no me río la gente a mi alrededor se alarma.
Y hacen bien porque igual tengo fiebre. Creo en los fantasmas porque soy huérfana.
Soy justiciera y si veo a un chulo acorralar a un débil me apresuro a darle un empujón (al chulo).
Luego salgo corriendo que me las pelo, porque no soy tonta. A veces no entiendo las normas de buena conducta.
Tengo el pelo tieso y cuando me hacen dos coletas parecen dos brochas de afeitar.
En ocasiones cuento mentiras para divertir a los demás. O para llamar la atención. Soy un poco chulilla con la autoridad. Me gusta andar para atrás.
O andar mirando solo con un ojo.
Hay días en los que creo que voy a encontrar un tesoro y camino observando el suelo.
Me imagino que mi madre a veces me mira, desde el más allá, siempre preocupada porque de sobra conoce mi carácter extravagante, y yo le digo:
No te preocupes por mí, que yo sé cuidarme solita.
He ido haciendo recuento de aquellas cosas en las que la niña que fui se parecía a Pippi Langstrum y para mi sorpresa he descubierto que incluso tengo más similitudes ahora con Pippi que entonces. Entonces, cuando la descubrí primero en la tele y más tarde en la adorable novela que escribió Astrid Lindgren y que yo tomé prestada con mi primer carnet de biblioteca pública.
Cómo no admirarse de un libro infantil que en su primer párrafo advierte al lector que la risa brota a menudo de la desgracia:
“Tenía nueve años y vivía completamente sola. No tenía padre ni madre, lo cual era una ventaja, pues así nadie la mandaba a la cama precisamente cuando más estaba divirtiéndose, ni la obligaba a tomar aceite de hígado de bacalao cuando le apetecían caramelos de menta”.
Esa identificación con el personaje me ha provocado una emoción muy intensa, porque la historia trata de una criatura que estando aterradoramente sola en el mundo no se presenta jamás como víctima sino que decide transformar su desdicha en loca alegría y se comporta ante los vecinos como un ser independiente, salvaje, risueño, que reniega de la autoridad adulta y crea su propio sistema de valores.
Pippi es leal, gamberra, ácrata, mundana, amigable, emprendedora de aventuras absurdas, sabia en el arte de la diversión e incapaz de someterse a un aprendizaje formal.
Es pequeña, pero posee la fuerza física de una súper heroína: no duda en lanzar por los aires a los que tratan de abusar de su inocencia o de la debilidad de otros.
Sus mejores amigos, Tommy y Annika, formales y buenos niños, de vida ordenada y obedientes, son el contrapunto al carácter incontrolable de Pippi.
Pero qué felicidad produce el observar cómo ellos admiran la valentía de su amiga estrafalaria y cómo ella los cuida, los empuja a la aventura, les hace salir de su pequeño universo burgués. Publicada en 1945 en Suecia, Pippi tuvo sonados problemas para ser admitida en otros países.
El temperamento anarquista y voluntariamente feminista con que dotó la autora a su heroína la convirtieron con frecuencia en un personaje proscrito.
Pippi es antipedagógica, pero ¿por qué habría de ser pedagógica la literatura?
Los niños lectores, que no son todos, se acercan con más curiosidad a cuentos en los que van a encontrar elementos subversivos, porque así satisfacen sus deseos de intimidad e independencia.
He regresado estos días a Villamangaporhombro, el pequeño pueblo de Pippi. Qué historia tan bien contada. Cuántos sueños de libertad contiene. Sé que pocos escritores se entregarán a su lectura. Suelen aprender poco de los libros infantiles. Ni los abren. Ellos se lo pierden. Además del humor, hay hermosa literatura en sus páginas. Qué alivio a veces huir del ruido de lo real para refugiarse en un lugar familiar y querido de la imaginación. Su lectura me devolvió un recuerdo olvidado: nunca le dije a mi madre que Pippi era huérfana. Tuve una especie de sensibilidad intuitiva. Ella estaba muy enferma y mis risas le habrían provocado melancolía.