Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

3 jun 2018

Lydia Valentín, el peso de la victoria......................... Álvaro Corcuera.

Lydia Valentín, el peso de la victoria

Lo ha ganado todo en la halterofilia. Oro olímpico, mundial y europeo. 
 En España es todo un referente de los deportes minoritarios. Predestinada a triunfar, su camino hasta el éxito lo ha labrado a base de resiliencia y trabajo. En una disciplina infestada de dopaje, sus rivales le arrebataron durante años los triunfos que ella merecía. Pero en 2016, tras la mayor cruzada contra las trampas en su deporte, Valentín recuperó las medallas perdidas y hoy es la mejor levantadora de peso del planeta.
En 1992, mientras en Barcelona se abrían al mundo el Estadio Olímpico de Montjuïc, el Palau Sant Jordi o las Piscinas Picornell, al otro lado de España un pequeño pueblo leonés estrenaba su polideportivo municipal. Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), y Antonio Canedo, alcalde socialista de Camponaraya, enamorados de sus respectivas localidades, se movían por el impulso de transformarlas a través del deporte. 
Dos figuras paralelas y ya desaparecidas, una de nivel mundial y la otra local, que gobernaron en lo suyo durante décadas (dos Samaranch,
Lo ha ganado todo en la halterofilia.
 Oro olímpico, mundial y europeo.
 En España es todo un referente de los deportes minoritarios. 
 Predestinada a triunfar, su camino hasta el éxito lo ha labrado a base de resiliencia y trabajo.
 En una disciplina infestada de dopaje, sus rivales le arrebataron durante años los triunfos que ella merecía. 
Pero en 2016, tras la mayor cruzada contra las trampas en su deporte, Valentín recuperó las medallas perdidas y hoy es la mejor levantadora de peso del planeta.
Fue así como este deporte tan minoritario en España —hoy cuenta con 2.571 federados, aproximadamente mitad hombres y mitad mujeres— se introdujo en la comarca del Bierzo como una especialidad más.
 El destino quiso que entonces una niña llamada Lydia Valentín (Ponferrada, 1985) empezara a despuntar en Camponaraya.
 “La conocí cuando tenía siete años. Poseía un talento natural, unas condiciones excepcionales.
 Destacaba en gimnasia y jugaba a baloncesto de manera espectacular. 
Era muy coordinada, con una gran potencia… Era superior a todo el mundo”, describe Isaac Álvarez. 
Ágil y competitiva, la actitud y aptitud de Lydia sobresalían. En el recién creado programa de deportes, los diferentes técnicos se la rifaban. 
No había especialidad ni rival que se le pusieran por delante. Ella misma rememora:
 “Era la que más corría, la que más saltaba, la que se picaba con los chicos porque las chicas ya no eran rival para mí”. Cuando alcanzó los 11 años, Isaac le propuso dedicarse a la halterofilia y a ella le gustó. 
“La idea era que destacara internacionalmente. Estaba seguro de que iba a triunfar. 
Con 14 años, cuando pudo competir por edad, se proclamó campeona de España dos veces consecutivas”.
 A partir de ahí, la Federación Española de Halterofilia se interesó por ella.
“Recuerdo que mis padres se reunieron en el salón de casa con el entrenador y el presidente de la federación.
 Yo estaba arriba, porque vivíamos en un dúplex, escuchando a escondidas.
 Para mí era un sueño que me llamaran de la selección y muy pronto le dije a mi madre:   ‘¡Mamá, cómprame una maleta que me voy!”.
 La familia meditó mucho la propuesta de que Lydia, de 15 años y la mediana de tres hermanas, entrara al Centro de Alto Rendimiento (CAR) del Consejo Superior de Deportes y se mudara a Madrid, a la Residencia Joaquín Blume, a 400 kilómetros de Camponaraya.
 “Mis padres no fueron egoístas. 
Pensaron en mí. Me vieron tan ilusionada, tan convencida, con tantas ganas… Creyeron que podría ser mi única oportunidad”.
Lydia Valentín es la mejor deportista de la historia de la halterofilia española. Es la única en haber logrado un oro olímpico y mundial, además de ser cuatro veces campeona de Europa. A sus 33 años, dice que competirá al menos hasta los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.
Lydia Valentín es la mejor deportista de la historia de la halterofilia española.
 Es la única en haber logrado un oro olímpico y mundial, además de ser cuatro veces campeona de Europa. A sus 33 años, dice que competirá al menos hasta los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.
Esa noche juega el Atlético de Madrid con el Arsenal en el Wanda Metropolitano las semifinales de la UEFA Europa League y ella es seguidora colchonera confesa.
“Toda mi vida he competido contra tramposos.
 Lo único que me preocupa es que se los pille”
La deportista ríe al recordar su llegada al CAR. “Fue un cambio increíble.
 Estaba acostumbrada a entrenarme una hora diaria, y aquí lo hacía varias e iba también al instituto. 
¡Estaba muerta, iba flipando!”. Jamás se quejó, disimulaba el cansancio para cumplir su sueño, y veía cómo otros no aguantaban y se marchaban. Matías Fernández, que era entonces su segundo entrenador (el primero desde 2008) y quizá la persona que mejor la conoce fuera de su familia y que la ha acompañado en toda su carrera, sabe lo difícil que es captar a halterófilos con talento como ella, enseñarles y conseguir que aguanten el paso del tiempo en un deporte minoritario como este, alejado de los focos mediáticos y de grandes recompensas. 
Es un camino en el que el deportista debe tenerlo muy claro, porque llega un punto, dice Lydia, que hay que elegir entre entrenarse y competir, o estudiar. 
Hay que convivir con la presión, y saber que una lesión puede alterar tu carrera, lo mismo que los pensamientos sobre el futuro económico. 
Estefanía Juan, de 36 años, tres veces campeona de Europa y ahora retirada, explica que las becas le daban “para sobrevivir” cuando estaba en la élite. Hoy es profesora de crossfit y halterofilia. 

Lydia Valentín, en el Centro de Alto Rendimiento en Madrid, donde se entrena.
Lydia Valentín, en el Centro de Alto Rendimiento en Madrid, donde se entrena.
 
 Estefanía fue precisamente la primera persona que recibió a Valentín en el gimnasio del CAR cuando esta llegó siendo una niña desde su pueblo.
 Había sido curiosamente en Camponaraya donde ambas deportistas se habían visto por primera vez, durante un campeonato. 
“Estaba muy fuerte, era rubia y llevaba muchas horquillas de Hello Kitty en el pelo”, recuerda Juan.
 Ese muñequito japonés ha acompañado a Valentín en su carrera, pero además de esa imagen rosa que ha cultivado, lo que mejor la define, cree su entrenador, Matías Fernández, es “su constancia y su capacidad para mejorar”. Por eso ha resistido una vida dedicada a su pasión, levantar peso.
 Y ha marcado camino. Irene Martínez, medalla de bronce en la categoría de 63 kilos en el pasado Campeonato de Europa, ocho años más joven que Valentín, reconoce que la campeona es su inspiración:
 “Es muy buena técnica y físicamente. Pero lo más importante es su perseverancia. Cree mucho en ella. La mente es su mayor virtud”.
La gloria olímpica le llegó en el verano de 2016.
 Lo hizo con ocho años de retraso, de forma inesperada, después de que se destaparan varios casos de dopaje en halterofilia en las citas de Pekín y Londres, en las que ni siquiera se había subido al podio.
 En Río de Janeiro se llevó la de bronce.
 “Gané tres medallas en un mes. No me lo podía creer”, resume. El proceso fue sorprendente.
 Días antes de la cita de Río, el Comité Olímpico Internacional comunicó que las tres primeras clasificadas en la categoría de menos de 75 kilos en Londres 2012 quedaban descalificadas por dopaje.
 Valentín, que había sido cuarta, se convertía en virtual campeona, aunque hoy sigue sin recibir su medalla de oro, pues aún no se ha completado todo el proceso de alegaciones por parte de las acusadas — Svetlana Podobedova (Kazajistán), Natalia Zabolotnaya (Rusia) e Iryna Kulesha (Bielorrusia)—.

A la que salta..........................................Juan José Millás


A la que salta

Juan José Millás
 
  DICEN LOS EXPERTOS que estas dos mujeres tan importantes, separadas por una silla vacía, no se hablan.
 La silla vacía es la metáfora del abismo político que ha ido abriéndose entre ellas con el ejercicio del poder. 
No sabemos qué dirían de la silla los “periodistas de hechos”, que detestan las metáforas.
 Pero lo cierto es que ahí la tienen, pobre, completamente sola, descarnada, flaca, con sus cuatro patas y un escueto respaldo, ejerciendo, lo quiera o no, de figura retórica.
 El sencillo mueble aleja, en efecto, a las herederas de Rajoy como la M-30 parte en dos mitades algunos barrios de Madrid.
 Hay algo especular en sus posturas, algo terriblemente antimagnético, como sucede con la imagen del espejo, que al separarte de él se aleja en lugar de seguirte, que sería lo lógico.
¡Ah, el magnetismo, el magnetismo! No sabemos por dónde empieza la descomposición de un partido.
 A lo mejor, por la banda magnética de la tarjeta con la que el secretario general accede al cuarto de baño de la sede. 
El deterioro de la banda magnética metaforiza otra avería de mayor grado.
 En El Corte Inglés lo primero que ha empezado a fallar es el magnetismo de la tarjeta, que se estropea cada dos por tres. 
En la medida en la que el mapa de esos grandes almacenes coincide con el de España, la disputa hereditaria que se juega también en el seno de esos grandes almacenes podría resultar tan grave como la que separa a la ministra de los ejércitos de la vicepresidenta del Gobierno. 
Todo el país se halla en trance de centrifugado. 
Y los fotógrafos, como es lógico, están a la que salta.

Harta......................................................Rosa Montero

Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez que España es una democracia y los catalanes llevan décadas votando libremente.
CUANDO ESCRIBO este artículo (ya saben que tarda dos semanas en publicarse), Torra acaba de nombrar un Gobierno de presos y huidos, prosiguiendo con el cansino juego del disparate catalanista. Un disparate con muchos admiradores, por otra parte. 
Por ejemplo, el pepero Agramunt, acusado de corrupción en el Consejo de Europa, acaba de divulgar las diversas ayudas que la Open Society Foundations, la organización filantrópica del megamillonario George Soros, ha estado dando al independentismo.
 Y la verdad es que no me sorprende la supuesta simpatía que el magnate húngaro parece tener por el nacionalismo catalán.
 En primer lugar porque es húngaro, es decir, porque, junto con serbios, bosnios, croatas y demás, procede de uno de los más grandes hervideros de patriotismos de Europa, una zona plagada de vecinos que han escogido odiarse los unos a los otros con orgulloso tesón desde hace siglos, o sea, lo que viene siendo el prurito nacionalista.
Además fue también en esa parte del mundo en donde se originó un malentendido que ha beneficiado enormemente al nacionalismo moderno.
 Sucedió en el siglo XIX, cuando los diversos patriotas independentistas que luchaban contra el poder central del imperio multiétnico austro-húngaro se aliaron con los socialistas que combatían la tiranía imperial.
 Esta complicidad estratégica dotó a los nacionalismos de una aureola romántica, izquierdista y progresista que aún perdura en la sociedad y en los estudios de Hollywood, aunque en realidad eran movimientos retrógrados, derechistas y racistas (lo explica el polémico Robert Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria).
 
Deslumbrada por esta pátina de romanticismo y por la ignorancia total de lo que está pasando en Cataluña y en el resto de España, la llamada “opinión internacional” anda más perdida que una rana en el Sáhara.
 A este despiste contribuye sobremanera el buen hacer propagandístico de los independentistas, su airosa desfachatez para soltar mentiras (lo cual, por otra parte, es lo normal: todos los nacionalismos están fundados sobre falsedades, el españolista también) y, sobre todo, la increíble, indecible, inexplicable, infumable, inconcebible e imperdonable pasividad de Rajoy. 

No he visto personaje más pasmado, más inútil y más cobarde que este hombre parado atónito en su nada mientras el mundo alrededor retumba, se agita y se resquebraja.
 Qué mala suerte que en una de las mayores crisis de legitimidad de nuestra historia nos haya tocado precisamente este estafermo de capitán del barco.
Los nacionalistas siempre dicen que los de fuera no los entendemos, y la verdad es que tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede entender de ningún modo, dado que no pertenece al ámbito de la lógica, sino al registro de las emociones más primitivas.
 Los nacionalismos no se piensan, sino que se sienten, como la fe religiosa. 
Por eso no hay diálogo posible: la fe no se discute. 
Se trata, probablemente, de un residuo arcaico e instintivo de la manada, de aquellas épocas remotas en las que ser de una horda te protegía de ser asesinado por la horda contraria.
 Pero hoy todo eso resulta obsoleto.
 Es un peso muerto hacia el futuro.
Podría haber hecho este artículo templando más las gaitas, como en otras ocasiones.
 Llevo años hablando del tema y, aunque siempre dejé claro que aborrezco todos los nacionalismos, he intentado tender puentes al otro lado: por ejemplo, en 2015 escribí sobre la conveniencia de empezar a negociar un referéndum.
 Pero ya ven, es que hoy estoy harta, demasiado harta.

 Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez a la señora opinión internacional que España es una democracia de pleno derecho, que los catalanes llevan décadas votando libremente, que los independentistas nunca han sacado la mayoría de los votos en Cataluña y que esa mitad escasa de catalanes ha impuesto tiránica y antidemocráticamente su voluntad a la otra mitad más grande, pisoteando todos sus derechos. 
Estoy hartísima, en fin, de que un colectivo autoritario que ni siquiera es mayoritario esté secuestrando la vida española y poniendo en riesgo nuestra democracia. 
Mañana quizá haga de tripas corazón y vuelva a intentar tender los famosos puentes, pero hoy me han vencido la hartura y el desconsuelo.

Nostalgias del primitivismo..................................Javier Marías....

Es asombroso que ahora haya tantas personas dedicadas a poner en cuestión las vacunas y resueltas a no administrárselas a sus criaturas.
PALOMA VARELA ORTEGA, que siendo ella muy joven y yo adolescente me dio clases en el colegio, me envía unas cuantas postales escritas por mi madre a la suya a lo largo de varios veranos. 
La más antigua (destinada a su abuelo Don José, de hecho) es de 1955, la más reciente de 1960.
 Son postales de pequeño tamaño y en blanco y negro, casi siempre con motivo de felicitarle mi madre el santo a la suya, así que cuentan poco.
 En 1956, sin embargo, le dice Lolita a Soledad: “Pensamos con pena en tu día de la Virgen y en el otro que pasaste aquí sin la niña ya, pero con tu padre.
 Deseo que Palomita tenga alegría y que eso te ayude a ti. Nos dan mucha tristeza los rincones sorianos llenos de recuerdos”.
 Las dos mujeres habían perdido, respectivamente, un hijo y una hija pequeños.
 Un año más tarde le dice: “Te deseamos mañana un día con felicidad, junto a las penas”.
Los textos son tan breves que lo más destacable sea quizá la mención, un par de veces, de un collar que al parecer mi padre le había traído a Soledad de Nueva York.
 En un post scriptum él le anuncia: “Tu collar va de camino; como verás, te da tres vueltas.
 Pendientes que igualaran no encontré”.
 Y más adelante Lolita y Julián insisten en que se trata de un mínimo, modestísimo regalo; supongo que Soledad se ofrecía a pagarlo, o que acaso era un encargo suyo. 
En esos años mis padres no tenían una perra, así que me imagino que en efecto era modesto.
 En una cartita, fechada el 3 de agosto de 1958, mi madre explica: “No me cogieron aquí los fríos: la temperatura y una leve varicela de Álvaro” (mi hermano pequeño) “me retuvieron en Madrid hasta el día 13. Pronto me metí en la varicela doble —fuerte y muy fuerte— de Fernando y Xavier” (mi hermano inmediatamente mayor y yo mismo, que me llamé con X largos años). 
“Ya están completamente bien y Julián de vuelta”. Y aquí, claro, me ha acudido el recuerdo. 
 Me he visto guardando cama durante un montón de días, o a mí se me hicieron eternos, en la habitación que compartíamos en los veranos de Soria. 
En efecto, Fernando y yo la padecimos al mismo tiempo, él con menos de nueve años y yo con menos de siete (más aguda, me entero ahora). 
El picor era insoportable, pero estábamos bien advertidos de que no podíamos rascarnos, ni siquiera tocarnos, las feas vesículas repartidas por el cuerpo.
 Algo debí de tocármelas, porque, aunque feas, sé que eran lisas y suaves al tacto.
 Supongo que por entonces no había aún vacuna
. Sí la habría para la mucho más peligrosa viruela, pariente suya, porque no sentíamos su amenaza. 
No mucho antes no la habría para la poliomielitis, porque durante el curso 1954-55, que pasamos en New Haven (mi padre iba de un lado a otro para ganar lo que el régimen de Franco le había prohibido ganar en España), mi madre no quiso que fuéramos allí al colegio, por temor al contagio.
Es asombroso que ahora haya tantas personas —una corriente de irresponsables que rayan en la criminalidad— dedicadas a poner en cuestión las vacunas, y resueltas, en muchos casos, a no administrárselas a sus criaturas. 
 Sin el menor fundamento, hay individuos “influyentes” — actores y gente por el estilo, sin ninguna autoridad en la materia— que han lanzado una campaña aseverando no sólo la inutilidad de las vacunas, sino denunciando sus perjuicios… para la salud, santo cielo.
 Y como toda necedad y toda superstición tienen hoy eco y prosperan, hay una legión de tontos “naturales” que les hacen caso. 
 El resultado de esta moda no puede ser más desastroso, porque esos padres no sólo desprotegen a sus hijos contra buena cantidad de enfermedades para las que hoy hay prevención y remedio, sino que ponen en peligro a los demás críos (a los demás no vacunados, pero el mundo es ancho). 
Y aún es más: están reapareciendo dolencias que se daban ya por casi extinguidas. 
Hace nada ha habido en Europa un brote de sarampión incomparable con el de anteriores años.
 Los niños de mi época contábamos, si la memoria no me falla, con que debíamos “pasar” casi por fuerza (y cuanto antes mejor) tres o cuatro enfermedades no graves: el sarampión, la rubeola, las paperas y la comentada varicela. 
Pero ya éramos inmunes a la mayoría de las más graves.  
Las muertes por viruela (que no era de las obligadamente funestas) se cuentan por millares a lo largo de la historia, no digamos las causadas por las más malignas.
 Mi abuela, de la que hablé aquí hace poco, dio a luz a once vástagos, de los que dos murieron pequeños y otros dos muy jóvenes (bien es verdad que a uno de éstos le pegaron un tiro en la sien, por nada, los chequistas madrileños del asesino Agapito García Atadell, a los dieciocho años). 
 Durante siglos y siglos las proles eran diezmadas, la mortandad era espantosa entre niños y jóvenes.
 Hoy está espectacularmente reducida, pero como cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo en todos los aspectos, y proliferan las imbecilizadas nostalgias del primitivismo más aciago, se ataca uno de los mejores inventos de la humanidad y se prescinde de sus beneficios.
 Quienes rechazan las vacunas propagan y resucitan las enfermedades, lo cual no debería estarles permitido en nuestra sociedad tan sanitaria.