3 jun 2018
Lydia Valentín, el peso de la victoria......................... Álvaro Corcuera.
A la que salta..........................................Juan José Millás
DICEN LOS EXPERTOS que estas dos mujeres tan importantes, separadas por una silla vacía, no se hablan.
La silla vacía es la metáfora del abismo político que ha ido abriéndose entre ellas con el ejercicio del poder.
No sabemos qué dirían de la silla los “periodistas de hechos”, que detestan las metáforas.
Pero lo cierto es que ahí la tienen, pobre, completamente sola, descarnada, flaca, con sus cuatro patas y un escueto respaldo, ejerciendo, lo quiera o no, de figura retórica.
El sencillo mueble aleja, en efecto, a las herederas de Rajoy como la M-30 parte en dos mitades algunos barrios de Madrid.
Hay algo especular en sus posturas, algo terriblemente antimagnético, como sucede con la imagen del espejo, que al separarte de él se aleja en lugar de seguirte, que sería lo lógico.
¡Ah, el magnetismo, el magnetismo! No sabemos por dónde empieza la descomposición de un partido.
A lo mejor, por la banda magnética de la tarjeta con la que el secretario general accede al cuarto de baño de la sede.
El deterioro de la banda magnética metaforiza otra avería de mayor grado.
En El Corte Inglés lo primero que ha empezado a fallar es el magnetismo de la tarjeta, que se estropea cada dos por tres.
En la medida en la que el mapa de esos grandes almacenes coincide con el de España, la disputa hereditaria que se juega también en el seno de esos grandes almacenes podría resultar tan grave como la que separa a la ministra de los ejércitos de la vicepresidenta del Gobierno.
Todo el país se halla en trance de centrifugado.
Y los fotógrafos, como es lógico, están a la que salta.
La silla vacía es la metáfora del abismo político que ha ido abriéndose entre ellas con el ejercicio del poder.
No sabemos qué dirían de la silla los “periodistas de hechos”, que detestan las metáforas.
Pero lo cierto es que ahí la tienen, pobre, completamente sola, descarnada, flaca, con sus cuatro patas y un escueto respaldo, ejerciendo, lo quiera o no, de figura retórica.
El sencillo mueble aleja, en efecto, a las herederas de Rajoy como la M-30 parte en dos mitades algunos barrios de Madrid.
Hay algo especular en sus posturas, algo terriblemente antimagnético, como sucede con la imagen del espejo, que al separarte de él se aleja en lugar de seguirte, que sería lo lógico.
¡Ah, el magnetismo, el magnetismo! No sabemos por dónde empieza la descomposición de un partido.
A lo mejor, por la banda magnética de la tarjeta con la que el secretario general accede al cuarto de baño de la sede.
El deterioro de la banda magnética metaforiza otra avería de mayor grado.
En El Corte Inglés lo primero que ha empezado a fallar es el magnetismo de la tarjeta, que se estropea cada dos por tres.
En la medida en la que el mapa de esos grandes almacenes coincide con el de España, la disputa hereditaria que se juega también en el seno de esos grandes almacenes podría resultar tan grave como la que separa a la ministra de los ejércitos de la vicepresidenta del Gobierno.
Todo el país se halla en trance de centrifugado.
Y los fotógrafos, como es lógico, están a la que salta.
Harta......................................................Rosa Montero
Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez que
España es una democracia y los catalanes llevan décadas votando
libremente.
CUANDO ESCRIBO este artículo (ya saben que tarda dos semanas en publicarse), Torra acaba de nombrar un Gobierno
de presos y huidos, prosiguiendo con el cansino juego del disparate
catalanista. Un disparate con muchos admiradores, por otra parte.
Por ejemplo, el pepero Agramunt, acusado de corrupción en el Consejo de Europa, acaba de divulgar las diversas ayudas que la Open Society Foundations, la organización filantrópica del megamillonario George Soros, ha estado dando al independentismo.
Y la verdad es que no me sorprende la supuesta simpatía que el magnate húngaro parece tener por el nacionalismo catalán.
En primer lugar porque es húngaro, es decir, porque, junto con serbios, bosnios, croatas y demás, procede de uno de los más grandes hervideros de patriotismos de Europa, una zona plagada de vecinos que han escogido odiarse los unos a los otros con orgulloso tesón desde hace siglos, o sea, lo que viene siendo el prurito nacionalista.
Además fue también en esa parte del mundo en donde se originó un malentendido que ha beneficiado enormemente al nacionalismo moderno.
Sucedió en el siglo XIX, cuando los diversos patriotas independentistas que luchaban contra el poder central del imperio multiétnico austro-húngaro se aliaron con los socialistas que combatían la tiranía imperial.
Esta complicidad estratégica dotó a los nacionalismos de una aureola romántica, izquierdista y progresista que aún perdura en la sociedad y en los estudios de Hollywood, aunque en realidad eran movimientos retrógrados, derechistas y racistas (lo explica el polémico Robert Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria).
Deslumbrada por esta pátina de romanticismo y por la ignorancia total de lo que está pasando en Cataluña y en el resto de España, la llamada “opinión internacional” anda más perdida que una rana en el Sáhara.
A este despiste contribuye sobremanera el buen hacer propagandístico de los independentistas, su airosa desfachatez para soltar mentiras (lo cual, por otra parte, es lo normal: todos los nacionalismos están fundados sobre falsedades, el españolista también) y, sobre todo, la increíble, indecible, inexplicable, infumable, inconcebible e imperdonable pasividad de Rajoy.
No he visto personaje más pasmado, más inútil y más cobarde que este hombre parado atónito en su nada mientras el mundo alrededor retumba, se agita y se resquebraja.
Qué mala suerte que en una de las mayores crisis de legitimidad de nuestra historia nos haya tocado precisamente este estafermo de capitán del barco.
Los nacionalistas siempre dicen que los de fuera no los entendemos, y la verdad es que tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede entender de ningún modo, dado que no pertenece al ámbito de la lógica, sino al registro de las emociones más primitivas.
Los nacionalismos no se piensan, sino que se sienten, como la fe religiosa.
Por eso no hay diálogo posible: la fe no se discute.
Se trata, probablemente, de un residuo arcaico e instintivo de la manada, de aquellas épocas remotas en las que ser de una horda te protegía de ser asesinado por la horda contraria.
Pero hoy todo eso resulta obsoleto.
Es un peso muerto hacia el futuro.
Podría haber hecho este artículo templando más las gaitas, como en otras ocasiones.
Llevo años hablando del tema y, aunque siempre dejé claro que aborrezco todos los nacionalismos, he intentado tender puentes al otro lado: por ejemplo, en 2015 escribí sobre la conveniencia de empezar a negociar un referéndum.
Pero ya ven, es que hoy estoy harta, demasiado harta.
Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez a la señora opinión internacional que España es una democracia de pleno derecho, que los catalanes llevan décadas votando libremente, que los independentistas nunca han sacado la mayoría de los votos en Cataluña y que esa mitad escasa de catalanes ha impuesto tiránica y antidemocráticamente su voluntad a la otra mitad más grande, pisoteando todos sus derechos.
Estoy hartísima, en fin, de que un colectivo autoritario que ni siquiera es mayoritario esté secuestrando la vida española y poniendo en riesgo nuestra democracia.
Mañana quizá haga de tripas corazón y vuelva a intentar tender los famosos puentes, pero hoy me han vencido la hartura y el desconsuelo.
Por ejemplo, el pepero Agramunt, acusado de corrupción en el Consejo de Europa, acaba de divulgar las diversas ayudas que la Open Society Foundations, la organización filantrópica del megamillonario George Soros, ha estado dando al independentismo.
Y la verdad es que no me sorprende la supuesta simpatía que el magnate húngaro parece tener por el nacionalismo catalán.
En primer lugar porque es húngaro, es decir, porque, junto con serbios, bosnios, croatas y demás, procede de uno de los más grandes hervideros de patriotismos de Europa, una zona plagada de vecinos que han escogido odiarse los unos a los otros con orgulloso tesón desde hace siglos, o sea, lo que viene siendo el prurito nacionalista.
Además fue también en esa parte del mundo en donde se originó un malentendido que ha beneficiado enormemente al nacionalismo moderno.
Sucedió en el siglo XIX, cuando los diversos patriotas independentistas que luchaban contra el poder central del imperio multiétnico austro-húngaro se aliaron con los socialistas que combatían la tiranía imperial.
Esta complicidad estratégica dotó a los nacionalismos de una aureola romántica, izquierdista y progresista que aún perdura en la sociedad y en los estudios de Hollywood, aunque en realidad eran movimientos retrógrados, derechistas y racistas (lo explica el polémico Robert Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria).
Deslumbrada por esta pátina de romanticismo y por la ignorancia total de lo que está pasando en Cataluña y en el resto de España, la llamada “opinión internacional” anda más perdida que una rana en el Sáhara.
A este despiste contribuye sobremanera el buen hacer propagandístico de los independentistas, su airosa desfachatez para soltar mentiras (lo cual, por otra parte, es lo normal: todos los nacionalismos están fundados sobre falsedades, el españolista también) y, sobre todo, la increíble, indecible, inexplicable, infumable, inconcebible e imperdonable pasividad de Rajoy.
No he visto personaje más pasmado, más inútil y más cobarde que este hombre parado atónito en su nada mientras el mundo alrededor retumba, se agita y se resquebraja.
Qué mala suerte que en una de las mayores crisis de legitimidad de nuestra historia nos haya tocado precisamente este estafermo de capitán del barco.
Los nacionalistas siempre dicen que los de fuera no los entendemos, y la verdad es que tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede entender de ningún modo, dado que no pertenece al ámbito de la lógica, sino al registro de las emociones más primitivas.
Los nacionalismos no se piensan, sino que se sienten, como la fe religiosa.
Por eso no hay diálogo posible: la fe no se discute.
Se trata, probablemente, de un residuo arcaico e instintivo de la manada, de aquellas épocas remotas en las que ser de una horda te protegía de ser asesinado por la horda contraria.
Pero hoy todo eso resulta obsoleto.
Es un peso muerto hacia el futuro.
Podría haber hecho este artículo templando más las gaitas, como en otras ocasiones.
Llevo años hablando del tema y, aunque siempre dejé claro que aborrezco todos los nacionalismos, he intentado tender puentes al otro lado: por ejemplo, en 2015 escribí sobre la conveniencia de empezar a negociar un referéndum.
Pero ya ven, es que hoy estoy harta, demasiado harta.
Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez a la señora opinión internacional que España es una democracia de pleno derecho, que los catalanes llevan décadas votando libremente, que los independentistas nunca han sacado la mayoría de los votos en Cataluña y que esa mitad escasa de catalanes ha impuesto tiránica y antidemocráticamente su voluntad a la otra mitad más grande, pisoteando todos sus derechos.
Estoy hartísima, en fin, de que un colectivo autoritario que ni siquiera es mayoritario esté secuestrando la vida española y poniendo en riesgo nuestra democracia.
Mañana quizá haga de tripas corazón y vuelva a intentar tender los famosos puentes, pero hoy me han vencido la hartura y el desconsuelo.
Nostalgias del primitivismo..................................Javier Marías....
Es asombroso que ahora haya tantas personas dedicadas a poner en
cuestión las vacunas y resueltas a no administrárselas a sus criaturas.
PALOMA VARELA ORTEGA, que siendo ella muy joven y yo adolescente me
dio clases en el colegio, me envía unas cuantas postales escritas por mi
madre a la suya a lo largo de varios veranos.
La más antigua (destinada a su abuelo Don José, de hecho) es de 1955, la más reciente de 1960.
Son postales de pequeño tamaño y en blanco y negro, casi siempre con motivo de felicitarle mi madre el santo a la suya, así que cuentan poco.
En 1956, sin embargo, le dice Lolita a Soledad: “Pensamos con pena en tu día de la Virgen y en el otro que pasaste aquí sin la niña ya, pero con tu padre.
Deseo que Palomita tenga alegría y que eso te ayude a ti. Nos dan mucha tristeza los rincones sorianos llenos de recuerdos”.
Las dos mujeres habían perdido, respectivamente, un hijo y una hija pequeños.
Un año más tarde le dice: “Te deseamos mañana un día con felicidad, junto a las penas”.
Los textos son tan breves que lo más destacable sea quizá la mención, un par de veces, de un collar que al parecer mi padre le había traído a Soledad de Nueva York.
En un post scriptum él le anuncia: “Tu collar va de camino; como verás, te da tres vueltas.
Pendientes que igualaran no encontré”.
Y más adelante Lolita y Julián insisten en que se trata de un mínimo, modestísimo regalo; supongo que Soledad se ofrecía a pagarlo, o que acaso era un encargo suyo.
En esos años mis padres no tenían una perra, así que me imagino que en efecto era modesto.
En una cartita, fechada el 3 de agosto de 1958, mi madre explica: “No me cogieron aquí los fríos: la temperatura y una leve varicela de Álvaro” (mi hermano pequeño) “me retuvieron en Madrid hasta el día 13. Pronto me metí en la varicela doble —fuerte y muy fuerte— de Fernando y Xavier” (mi hermano inmediatamente mayor y yo mismo, que me llamé con X largos años).
“Ya están completamente bien y Julián de vuelta”. Y aquí, claro, me ha acudido el recuerdo.
Me he visto guardando cama durante un montón de días, o a mí se me hicieron eternos, en la habitación que compartíamos en los veranos de Soria.
En efecto, Fernando y yo la padecimos al mismo tiempo, él con menos de nueve años y yo con menos de siete (más aguda, me entero ahora).
El picor era insoportable, pero estábamos bien advertidos de que no podíamos rascarnos, ni siquiera tocarnos, las feas vesículas repartidas por el cuerpo.
Algo debí de tocármelas, porque, aunque feas, sé que eran lisas y suaves al tacto.
Supongo que por entonces no había aún vacuna
. Sí la habría para la mucho más peligrosa viruela, pariente suya, porque no sentíamos su amenaza.
No mucho antes no la habría para la poliomielitis, porque durante el curso 1954-55, que pasamos en New Haven (mi padre iba de un lado a otro para ganar lo que el régimen de Franco le había prohibido ganar en España), mi madre no quiso que fuéramos allí al colegio, por temor al contagio.
Es asombroso que ahora haya tantas personas —una corriente de irresponsables que rayan en la criminalidad— dedicadas a poner en cuestión las vacunas, y resueltas, en muchos casos, a no administrárselas a sus criaturas.
Sin el menor fundamento, hay individuos “influyentes” — actores y gente por el estilo, sin ninguna autoridad en la materia— que han lanzado una campaña aseverando no sólo la inutilidad de las vacunas, sino denunciando sus perjuicios… para la salud, santo cielo.
Y como toda necedad y toda superstición tienen hoy eco y prosperan, hay una legión de tontos “naturales” que les hacen caso.
El resultado de esta moda no puede ser más desastroso, porque esos padres no sólo desprotegen a sus hijos contra buena cantidad de enfermedades para las que hoy hay prevención y remedio, sino que ponen en peligro a los demás críos (a los demás no vacunados, pero el mundo es ancho).
Y aún es más: están reapareciendo dolencias que se daban ya por casi extinguidas.
Hace nada ha habido en Europa un brote de sarampión incomparable con el de anteriores años.
Los niños de mi época contábamos, si la memoria no me falla, con que debíamos “pasar” casi por fuerza (y cuanto antes mejor) tres o cuatro enfermedades no graves: el sarampión, la rubeola, las paperas y la comentada varicela.
Pero ya éramos inmunes a la mayoría de las más graves.
Las muertes por viruela (que no era de las obligadamente funestas) se cuentan por millares a lo largo de la historia, no digamos las causadas por las más malignas.
Mi abuela, de la que hablé aquí hace poco, dio a luz a once vástagos, de los que dos murieron pequeños y otros dos muy jóvenes (bien es verdad que a uno de éstos le pegaron un tiro en la sien, por nada, los chequistas madrileños del asesino Agapito García Atadell, a los dieciocho años).
Durante siglos y siglos las proles eran diezmadas, la mortandad era espantosa entre niños y jóvenes.
Hoy está espectacularmente reducida, pero como cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo en todos los aspectos, y proliferan las imbecilizadas nostalgias del primitivismo más aciago, se ataca uno de los mejores inventos de la humanidad y se prescinde de sus beneficios.
Quienes rechazan las vacunas propagan y resucitan las enfermedades, lo cual no debería estarles permitido en nuestra sociedad tan sanitaria.
La más antigua (destinada a su abuelo Don José, de hecho) es de 1955, la más reciente de 1960.
Son postales de pequeño tamaño y en blanco y negro, casi siempre con motivo de felicitarle mi madre el santo a la suya, así que cuentan poco.
En 1956, sin embargo, le dice Lolita a Soledad: “Pensamos con pena en tu día de la Virgen y en el otro que pasaste aquí sin la niña ya, pero con tu padre.
Deseo que Palomita tenga alegría y que eso te ayude a ti. Nos dan mucha tristeza los rincones sorianos llenos de recuerdos”.
Las dos mujeres habían perdido, respectivamente, un hijo y una hija pequeños.
Un año más tarde le dice: “Te deseamos mañana un día con felicidad, junto a las penas”.
Los textos son tan breves que lo más destacable sea quizá la mención, un par de veces, de un collar que al parecer mi padre le había traído a Soledad de Nueva York.
En un post scriptum él le anuncia: “Tu collar va de camino; como verás, te da tres vueltas.
Pendientes que igualaran no encontré”.
Y más adelante Lolita y Julián insisten en que se trata de un mínimo, modestísimo regalo; supongo que Soledad se ofrecía a pagarlo, o que acaso era un encargo suyo.
En esos años mis padres no tenían una perra, así que me imagino que en efecto era modesto.
En una cartita, fechada el 3 de agosto de 1958, mi madre explica: “No me cogieron aquí los fríos: la temperatura y una leve varicela de Álvaro” (mi hermano pequeño) “me retuvieron en Madrid hasta el día 13. Pronto me metí en la varicela doble —fuerte y muy fuerte— de Fernando y Xavier” (mi hermano inmediatamente mayor y yo mismo, que me llamé con X largos años).
“Ya están completamente bien y Julián de vuelta”. Y aquí, claro, me ha acudido el recuerdo.
Me he visto guardando cama durante un montón de días, o a mí se me hicieron eternos, en la habitación que compartíamos en los veranos de Soria.
En efecto, Fernando y yo la padecimos al mismo tiempo, él con menos de nueve años y yo con menos de siete (más aguda, me entero ahora).
El picor era insoportable, pero estábamos bien advertidos de que no podíamos rascarnos, ni siquiera tocarnos, las feas vesículas repartidas por el cuerpo.
Algo debí de tocármelas, porque, aunque feas, sé que eran lisas y suaves al tacto.
Supongo que por entonces no había aún vacuna
. Sí la habría para la mucho más peligrosa viruela, pariente suya, porque no sentíamos su amenaza.
No mucho antes no la habría para la poliomielitis, porque durante el curso 1954-55, que pasamos en New Haven (mi padre iba de un lado a otro para ganar lo que el régimen de Franco le había prohibido ganar en España), mi madre no quiso que fuéramos allí al colegio, por temor al contagio.
Es asombroso que ahora haya tantas personas —una corriente de irresponsables que rayan en la criminalidad— dedicadas a poner en cuestión las vacunas, y resueltas, en muchos casos, a no administrárselas a sus criaturas.
Sin el menor fundamento, hay individuos “influyentes” — actores y gente por el estilo, sin ninguna autoridad en la materia— que han lanzado una campaña aseverando no sólo la inutilidad de las vacunas, sino denunciando sus perjuicios… para la salud, santo cielo.
Y como toda necedad y toda superstición tienen hoy eco y prosperan, hay una legión de tontos “naturales” que les hacen caso.
El resultado de esta moda no puede ser más desastroso, porque esos padres no sólo desprotegen a sus hijos contra buena cantidad de enfermedades para las que hoy hay prevención y remedio, sino que ponen en peligro a los demás críos (a los demás no vacunados, pero el mundo es ancho).
Y aún es más: están reapareciendo dolencias que se daban ya por casi extinguidas.
Hace nada ha habido en Europa un brote de sarampión incomparable con el de anteriores años.
Los niños de mi época contábamos, si la memoria no me falla, con que debíamos “pasar” casi por fuerza (y cuanto antes mejor) tres o cuatro enfermedades no graves: el sarampión, la rubeola, las paperas y la comentada varicela.
Pero ya éramos inmunes a la mayoría de las más graves.
Las muertes por viruela (que no era de las obligadamente funestas) se cuentan por millares a lo largo de la historia, no digamos las causadas por las más malignas.
Mi abuela, de la que hablé aquí hace poco, dio a luz a once vástagos, de los que dos murieron pequeños y otros dos muy jóvenes (bien es verdad que a uno de éstos le pegaron un tiro en la sien, por nada, los chequistas madrileños del asesino Agapito García Atadell, a los dieciocho años).
Durante siglos y siglos las proles eran diezmadas, la mortandad era espantosa entre niños y jóvenes.
Hoy está espectacularmente reducida, pero como cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo en todos los aspectos, y proliferan las imbecilizadas nostalgias del primitivismo más aciago, se ataca uno de los mejores inventos de la humanidad y se prescinde de sus beneficios.
Quienes rechazan las vacunas propagan y resucitan las enfermedades, lo cual no debería estarles permitido en nuestra sociedad tan sanitaria.
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