Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

15 abr 2018

La pregunta de una desconocida a Cifuentes por la calle que le ha dejado con esta cara

La joven no dudó ni un segundo en sacar su móvil y grabar lo que le decía a la presidenta de la Comunidad de Madrid. 

Por Carlota E. Ramírez

 

Este sábado, una joven se ha cruzado con Cristina Cifuentes en pleno centro de Madrid y no ha podido evitar preguntarle por la polémica que está ahora mismo en boca de todos: su máster en la Universidad Rey Juan Carlos.
La periodista y cofundadora del proyecto Mood Boo, Sara Allende, no dudó en sacar su móvil y preguntarle a la presidenta de la Comunidad de Madrid: "Cifuentes, ¿y tu máster?".
 Cifuentes, sorprendida al no esperarse esta pregunta espontánea le contesta: "¿Qué pasa con mi máster?".
"¿Dónde está?", le pregunta Allende. 
 La mujer que iba acompañando a la presidenta se gira para comentar "qué vergüenza" y ambas siguen su camino.

"Estaba Fuencarral a reventar. Había gente en todas direcciones: gente feliz, disfrutando de su día en pareja... Mucho bullicio", cuenta Allende a El HuffPost
"Y yo, que llevo lo del ojo de paparazzi en la sangre, la vi y fui a por ella.
 Cuando pasan estas cosas tienes que actuar muy rápido porque si no se te escapa entre la multitud", explica.

Allende explica que, "por un momento" pensó en ponerse delante de ellas, "pero entonces la respuesta no hubiera sido la que yo quería.
 Yo quería sorprenderla y así lo hice. Le pregunté por su máster y ella me contestó como si no supiese nada del tema. Fue todo muy fugaz, demasiado", continúa.
La joven explica su rabia por este caso.
 Ella también es alumna de la Universidad Rey Juan Carlos. "Me quedé con ganas de decirle: 'Señora Cifuentes, con todo lo que ha hecho, nos ha dejado a todos los estudiantes de su universidad, que también es la mía, a la altura del betún. 
Ha desprestigiado nuestros grados. ¿Reconoce ahora que nos ha mentido?".

Cuestión de cabezas..........................................Juan José Millás

Juan José Millás
 

Cuestión de cabezas

Cuestión de cabezas
Pero también el que separa Marruecos de España, que es más moderno, nos parece, al ver esta foto, un poco antiguo. Cada día descubre uno cosas nuevas.
 Es posible que exista una asociación de fabricantes de muros, incluso que se reúnan en un congreso anual para intercambiar experiencias.
 —En mi muro han fracasado 18 alpinistas.
En el mío han perecido 10 asaltantes, porque la parte superior está electrificada. —Me gusta ese —parece decir Trump—, pero ¿podrían alicatármelo hasta el vértice?
El señor que sostiene una especie de catálogo entre sus manos mira hacia donde señala el presidente y parece dudar.
 Quizá está a punto de decir que alicatándolo, sin ganar en eficacia, se elevarían los costes.
 De momento, prefiere callar porque el cliente siempre tiene la razón y porque no le ha enseñado aún todo el muestrario, que se extiende más allá de los límites de la imagen. 
Hay cabezas-muro y cabezas-puente, pero parece que van ganando las primeras. 
 
 

Menear el trasero..................................................Rosa Montero

Las ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser sexualmente preferidas reciben el nombre de ‘cortejo’.

Hace unas semanas estaba en Shanghái cenando sola en un restaurante turco.
 La noche era heladora y mi mesa se encontraba junto a la puerta; junto a mí, también solo, había un hombre de unos 35 años, tal vez turco y sin duda atractivo.
 La camarera, una china joven y muy bella, entreabrió la puerta unos minutos para ventilar el ambiente, y un cuchillo de aire polar entró en el local.
 La china, solícita, se dirigió al hombre en inglés para preguntarle si le molestaba; se demoró un buen rato revoloteando junto a él, pidiendo excusas y gorjeando lindezas como un gorrión afanoso.
 A mí, que estaba al lado y en las mismas circunstancias, ni me miró.
 Me podía haber atravesado el pecho una neumonía fatal sin que a la bella china le temblara una pestaña.
 Pero ¡qué caídas de ojos ante el galán, qué agitación ciliar! Ignoro si el coqueteo llegó a puerto porque me fui ­pronto (congelada). Pero puede que la chica ni siquiera pretendiera ligar conscientemente.

Ese frenesí automático, ese despendole por gustar, es una realidad ampliamente documentada en el reino animal. 
Ya saben que las ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser sexualmente preferidas reciben el nombre de cortejo, y que por lo general son los machos quienes más se esfuerzan.
 Hay cortejos gloriosamente bellos, y entre ellos el más ­famoso es el del pavo real, cuyos machos despliegan sus fascinantes colas en un alarde de esplendor (de aquí viene la palabra pavonear).
 Muchos otros bichos, algunos en apariencia tan desapasionados como los ­insectos, cantan, se esponjan, berrean, cambian de color, pelean, construyen objetos, danzan o incluso abandonan su elemento natural: las mantarrayas gigantes, que son los peces con el cerebro más grande del mundo, realizan asombrosos vuelos fuera del agua; elevan sus dos toneladas de peso hasta tres metros de altura, pegándose después unas sonoras y espumosas tripadas contra el mar. 
Y lo más probable es que lo hagan para ser queridos. 

Por cierto que, entre los mamíferos, hay un curioso elemento de cortejo que se repite a menudo: la orina.
 El puerco espín orina sobre la hembra, que a continuación decide si acepta la invitación o si le arrea un mordisco; el mono cebú se mea las manos y luego se refrota todo el cuerpo como si fuera colonia, porque a las monas les parece un aroma irresistible; 
las jirafas macho, por su parte, le dan cabezazos a la hembra hasta que ésta responde orinando, y entonces el pretendiente paladea el líquido para comprobar si ella es de verdad su media naranja (se lo leí a Alberto Barbieri en La Vanguardia).
¿Y qué hacemos los humanos cuando nos ponemos a coquetear y queremos llamar la atención de un extraño? 
Pues no llegamos a orinarnos encima (que yo sepa), pero se diría que nos falta poco. 
 Hace años estaba en una peluquería de mujeres, junto a otras clientas, en esa humillante situación en la que una se suele encontrar en la peluquería: con la cabeza llena de papel de plata o de una plasta de tinte repugnante; o con rulos, con pinzas, con una cofia de plástico, en fin, espantosas todas nosotras a más no poder. Y de pronto entró inesperadamente en el local un macho joven, un amigo de la peluquera que venía a cortarse y que violó la intimidad de nuestro santuario femenino.
 Pues bien, fue sorprendente ver la vaporosa agitación que nos entró a todas, la incomodidad y el nerviosismo, nuestro modo de enderezarnos en los asientos y sonreír a mansalva con el vano esfuerzo de intentar parecer menos horrendas, y todo ello sin tener ninguna ambición real de ligar con él, sino por puro y ciego instinto.
 Me chocó tanto que escribí un artículo sobre ello.
No sé si a las lesbianas y a los gais les pasará igual (yo apostaría que sí), pero me consta que los varones heteros sufren el mismo terremoto biológico. 
He visto a muchachos, adultos y ancianos hacer el más completo de los ridículos en cuanto una mujer apetecible pasa cerca de ellos.
 La misma especie que se enorgullece (se pavonea) de encontrar el bosón de Higgs o llegar a la Luna no puede evitar menear el trasero al contacto con un tufo de feromonas.
 Si se piensa bien, resulta conmovedor y explica, en nuestra primariedad, bastantes cosas. 

Quitarse de la educación..............................Javier Marías.

No dejo de contestar nunca a las cartas de personas de larga edad o de muy corta. Pero ahora recibo a menudo, más que peticiones, exigencias.

Desde niño me enseñaron a ser educado, y en este siglo eso se ha convertido en un desastre y una desgracia, hasta el punto de que llevo años intentando “quitarme”, con escaso éxito, como quien se quita del tabaco, el alcohol o la cocaína.
 Apenas avanzo en mi propósito.
 A cada escritor desconocido que me envía un libro le correspondo con uno mío dedicado, o con alguno de los que traduje o de los que publico en mi diminuta editorial Reino de Redonda; 
aunque el volumen que me haya mandado no me interese en absoluto y sólo vaya a ser un engorro en mis abarrotadas estanterías. 
Lo mismo hago con cada amable lector que por Navidad o por mi cumpleaños me hace llegar un pequeño obsequio.
 A menos que sea algo zafio o malintencionado: días atrás abrí un paquete que contenía unas bragas —santo cielo, a mi edad ya respetable—. No quise averiguar si por estrenar o usadas, las alcé con un largo abrecartas curvo de marfil y fueron directas a la basura. 
Supongo que de haber sido yo escritora y haberme llegado unos calzoncillos, habría denunciado al remitente por acoso sexual y lo habría empapelado.
 Cuando saco un libro nuevo, procuro regalar ejemplares no sólo a los amigos, sino a cuantos a lo largo del año son gentiles conmigo: a los de la papelería, la pastelería, la panadería, al fotocopista, al cartero. 
Si me dejan obras mías en portería para que las dedique (a veces bastantes), cumplo pacientemente y me molesto en empaquetarlas para devolverlas, aunque lo propio sería que esos lectores fueran pacientes y aprovecharan las sesiones de firmas estipuladas, en la Feria del Retiro o en Sant Jordi o en librerías. 
No dejo de contestar nunca a las cartas de personas de larga edad o de muy corta, pienso que para ellas es más importante obtener una respuesta. 
De hecho contesto a la mayoría, en la medida de mis posibilidades. Entre unas cosas y otras, se me va muchísimo tiempo en procurar ser cortés.
Cada vez me siento más anacrónico, también en esto.
 Tal vez sea influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales, en las que cada cual suelta sin prolegómenos sus denuestos y exabruptos, quizá eso se esté trasladando al trato personal y a otras formas de comunicarse. 
Lo cierto es que ahora recibo a menudo, más que peticiones, exigencias.
 Desde el señor que no sólo me conmina a que lea su libro, sino a que además le envíe una frase elogiosa para ponerla en una fajilla o en la contracubierta, hasta quien pretende hacerle a un amigo o a un marido “un regalo especial” consistente en un encuentro conmigo, dando por descontado que me sobra el tiempo y sin pararse a considerar si a mí me compensa dedicar una hora a charlar con un desconocido.
 Hasta a esas solicitudes contesto algo, disculpándome. 
He descubierto que eso a veces no basta: si no se le concede a cada cual lo que quiere, no hay ni una palabra de agradecimiento por la respuesta rápida, ni un acuse de recibo.
 Hace no mucho se le antojó a alguien que acudiera a la boda de una amistad suya y que en la iglesia dijera una bendición o unas palabras. 

A través de Mercedes L-B (que es la que usa el email) aduje que me faltaban horas en la vida, que nunca asistía a bodas (ni siquiera de familiares) y que le deseaba lo mejor a mi lector en su matrimonio. 
Silencio administrativo hasta ahora. 
A la gente se le ocurren toda clase de caprichos que en el mejor de los casos representan una interrupción y emplear un buen rato.
 Por no mencionar más que un par recientes, una biblioteca turca ha decidido enviarme diez ejemplares de novelas mías en esa lengua para que se los dedique, uno tras otro. 
Mi educación me impele a complacerla, pese al incordio de remitírselos una vez firmados.
 Un festival alemán desea que escriba a mano la primera página de una de esas novelas y que la fotografíe con el móvil y se la pase, sin preguntarse si tengo cámara en mi “premóvil” ni si me aburre repetir una página antigua con pluma para darle gusto.
 Suerte que carezco de smartphone, porque si no, me temo, habría acabado obedeciendo como un idiota.
Hay personas que escriben y que, tras un somero y vago elogio, pasan a señalarle a uno, por extenso, lo que consideran “fallos” o “errores” de una novela.
 A veces me molesto en explicarles —qué sé yo— la diferencia entre el acusativo y el dativo, o en recordarles que el narrador en primera persona es un personaje como los demás, susceptible de desconocer datos y tener lagunas.
 Es más, conviene que así sea, porque si hablara como un ensayista o un historiador o una enciclopedia resultaría inverosímil. 
No es raro que el corresponsal replique airado y se empeñe en tener razón en sus objeciones, hasta el punto de incurrir en ofensa y grosería.
 Sé que estas cosas les ocurren a la mayoría de mis colegas y a los directores de cine, no me creo un caso especial de mala fortuna
Pero estoy convencido de que casi todos ellos, más listos y expeditivos, han sabido “quitarse” de la buena educación hace tiempo, en esta época que la va desterrando y en la que lo habitual es recibir a cambio bufidos, cabreos, solicitudes abusivas, desplantes e impertinencias, como mínimo recriminaciones y frases del tipo “Jo, cómo eres”. 
Definitivamente, hay que “quitarse”.