Este sábado, una joven se ha cruzado con Cristina Cifuentes en pleno
centro de Madrid y no ha podido evitar preguntarle por la polémica que
está ahora mismo en boca de todos: su máster en la Universidad Rey Juan Carlos.
La periodista y cofundadora del proyecto Mood Boo, Sara Allende,
no dudó en sacar su móvil y preguntarle a la presidenta de la Comunidad
de Madrid: "Cifuentes, ¿y tu máster?". Cifuentes, sorprendida al no
esperarse esta pregunta espontánea le contesta: "¿Qué pasa con mi
máster?".
"¿Dónde está?", le pregunta Allende. La mujer que iba acompañando a la presidenta se gira para comentar "qué vergüenza" y ambas siguen su camino.
"Estaba Fuencarral a reventar. Había gente en todas direcciones:
gente feliz, disfrutando de su día en pareja... Mucho bullicio", cuenta
Allende a El HuffPost. "Y yo, que llevo lo del ojo de paparazzi
en la sangre, la vi y fui a por ella. Cuando pasan estas cosas tienes
que actuar muy rápido porque si no se te escapa entre la multitud",
explica.
Allende explica que, "por un momento" pensó en ponerse delante de
ellas, "pero entonces la respuesta no hubiera sido la que yo quería. Yo
quería sorprenderla y así lo hice. Le pregunté por su máster y ella me
contestó como si no supiese nada del tema. Fue todo muy fugaz,
demasiado", continúa.
La joven explica su rabia por este caso. Ella también es alumna de la
Universidad Rey Juan Carlos. "Me quedé con ganas de decirle: 'Señora
Cifuentes, con todo lo que ha hecho, nos ha dejado a todos los
estudiantes de su universidad, que también es la mía, a la altura del
betún. Ha desprestigiado nuestros grados. ¿Reconoce ahora que nos ha
mentido?".
Las ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser sexualmente preferidas reciben el nombre de ‘cortejo’.
Hace unas semanas estaba en Shanghái cenando sola en un restaurante
turco. La noche era heladora y mi mesa se encontraba junto a la puerta;
junto a mí, también solo, había un hombre de unos 35 años, tal vez turco
y sin duda atractivo. La camarera, una china joven y muy bella,
entreabrió la puerta unos minutos para ventilar el ambiente, y un
cuchillo de aire polar entró en el local. La china, solícita, se dirigió
al hombre en inglés para preguntarle si le molestaba; se demoró un buen
rato revoloteando junto a él, pidiendo excusas y gorjeando lindezas
como un gorrión afanoso. A mí, que estaba al lado y en las mismas
circunstancias, ni me miró. Me podía haber atravesado el pecho una
neumonía fatal sin que a la bella china le temblara una pestaña. Pero
¡qué caídas de ojos ante el galán, qué agitación ciliar! Ignoro si el
coqueteo llegó a puerto porque me fui pronto (congelada). Pero puede
que la chica ni siquiera pretendiera ligar conscientemente.
Ese frenesí automático, ese despendole por gustar, es una realidad
ampliamente documentada en el reino animal. Ya saben que las ansiosas
tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser sexualmente
preferidas reciben el nombre de cortejo, y que por lo general
son los machos quienes más se esfuerzan. Hay cortejos gloriosamente
bellos, y entre ellos el más famoso es el del pavo real, cuyos machos
despliegan sus fascinantes colas en un alarde de esplendor (de aquí
viene la palabra pavonear). Muchos otros bichos, algunos en apariencia
tan desapasionados como los insectos, cantan, se esponjan, berrean,
cambian de color, pelean, construyen objetos, danzan o incluso abandonan
su elemento natural: las mantarrayas gigantes, que son los peces con el
cerebro más grande del mundo, realizan asombrosos vuelos fuera del
agua; elevan sus dos toneladas de peso hasta tres metros de altura,
pegándose después unas sonoras y espumosas tripadas contra el mar. Y lo
más probable es que lo hagan para ser queridos.
Por cierto que, entre los mamíferos, hay un curioso elemento de
cortejo que se repite a menudo: la orina. El puerco espín orina sobre la
hembra, que a continuación decide si acepta la invitación o si le arrea
un mordisco; el mono cebú se mea las manos y luego se refrota todo el
cuerpo como si fuera colonia, porque a las monas les parece un aroma
irresistible; las jirafas macho, por su parte, le dan cabezazos a la
hembra hasta que ésta responde orinando, y entonces el pretendiente
paladea el líquido para comprobar si ella es de verdad su media naranja
(se lo leí a Alberto Barbieri en La Vanguardia).
¿Y qué hacemos los humanos cuando nos ponemos a coquetear y queremos
llamar la atención de un extraño? Pues no llegamos a orinarnos encima
(que yo sepa), pero se diría que nos falta poco. Hace años estaba en una peluquería de mujeres, junto a otras clientas,
en esa humillante situación en la que una se suele encontrar en la
peluquería: con la cabeza llena de papel de plata o de una plasta de
tinte repugnante; o con rulos, con pinzas, con una cofia de plástico, en
fin, espantosas todas nosotras a más no poder. Y de pronto entró
inesperadamente en el local un macho joven, un amigo de la peluquera que
venía a cortarse y que violó la intimidad de nuestro santuario
femenino. Pues bien, fue sorprendente ver la vaporosa agitación que nos
entró a todas, la incomodidad y el nerviosismo, nuestro modo de
enderezarnos en los asientos y sonreír a mansalva con el vano esfuerzo
de intentar parecer menos horrendas, y todo ello sin tener ninguna
ambición real de ligar con él, sino por puro y ciego instinto. Me chocó
tanto que escribí un artículo sobre ello. No sé si a las lesbianas y a los gais les pasará igual (yo apostaría que
sí), pero me consta que los varones heteros sufren el mismo terremoto
biológico. He visto a muchachos, adultos y ancianos hacer el más
completo de los ridículos en cuanto una mujer apetecible pasa cerca de
ellos. La misma especie que se enorgullece (se pavonea) de encontrar el
bosón de Higgs o llegar a la Luna no puede evitar menear el trasero al
contacto con un tufo de feromonas. Si se piensa bien, resulta conmovedor
y explica, en nuestra primariedad, bastantes cosas.
No dejo de contestar nunca a las cartas de personas de larga edad o de
muy corta. Pero ahora recibo a menudo, más que peticiones, exigencias.
Desde niño me enseñaron a ser educado, y en este siglo eso se ha
convertido en un desastre y una desgracia, hasta el punto de que llevo
años intentando “quitarme”, con escaso éxito, como quien se quita del
tabaco, el alcohol o la cocaína. Apenas avanzo en mi propósito. A cada
escritor desconocido que me envía un libro le correspondo con uno mío
dedicado, o con alguno de los que traduje o de los que publico en mi
diminuta editorial Reino de Redonda; aunque el volumen que me haya
mandado no me interese en absoluto y sólo vaya a ser un engorro en mis
abarrotadas estanterías. Lo mismo hago con cada amable lector que por
Navidad o por mi cumpleaños me hace llegar un pequeño obsequio. A menos
que sea algo zafio o malintencionado: días atrás abrí un paquete que
contenía unas bragas —santo cielo, a mi edad ya respetable—. No quise averiguar si por estrenar o usadas, las alcé con un largo
abrecartas curvo de marfil y fueron directas a la basura. Supongo que de
haber sido yo escritora y haberme llegado unos calzoncillos, habría
denunciado al remitente por acoso sexual y lo habría empapelado. Cuando
saco un libro nuevo, procuro regalar ejemplares no sólo a los amigos,
sino a cuantos a lo largo del año son gentiles conmigo: a los de la
papelería, la pastelería, la panadería, al fotocopista, al cartero. Si
me dejan obras mías en portería para que las dedique (a veces
bastantes), cumplo pacientemente y me molesto en empaquetarlas para
devolverlas, aunque lo propio sería que esos lectores fueran pacientes y
aprovecharan las sesiones de firmas estipuladas, en la Feria del Retiro
o en Sant Jordi o en librerías. No dejo de contestar nunca a las cartas
de personas de larga edad o de muy corta, pienso que para ellas es más
importante obtener una respuesta. De hecho contesto a la mayoría, en la
medida de mis posibilidades. Entre unas cosas y otras, se me va
muchísimo tiempo en procurar ser cortés. Cada vez me siento más anacrónico, también en esto. Tal vez sea
influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes
sociales, en las que cada cual suelta sin prolegómenos sus denuestos y
exabruptos, quizá eso se esté trasladando al trato personal y a otras
formas de comunicarse. Lo cierto es que ahora recibo a menudo, más que
peticiones, exigencias. Desde el señor que no sólo me conmina a que lea
su libro, sino a que además le envíe una frase elogiosa para ponerla en
una fajilla o en la contracubierta, hasta quien pretende hacerle a un
amigo o a un marido “un regalo especial” consistente en un encuentro
conmigo, dando por descontado que me sobra el tiempo y sin pararse a
considerar si a mí me compensa dedicar una hora a charlar con un
desconocido. Hasta a esas solicitudes contesto algo, disculpándome. He
descubierto que eso a veces no basta: si no se le concede a cada cual lo
que quiere, no hay ni una palabra de agradecimiento por la respuesta
rápida, ni un acuse de recibo. Hace no mucho se le antojó a alguien que
acudiera a la boda de una amistad suya y que en la iglesia dijera una
bendición o unas palabras.
A través de Mercedes L-B (que es la que usa el email) aduje que me
faltaban horas en la vida, que nunca asistía a bodas (ni siquiera de
familiares) y que le deseaba lo mejor a mi lector en su matrimonio. Silencio administrativo hasta ahora. A la gente se le ocurren toda clase
de caprichos que en el mejor de los casos representan una interrupción y
emplear un buen rato. Por no mencionar más que un par recientes, una
biblioteca turca ha decidido enviarme diez ejemplares de novelas mías en
esa lengua para que se los dedique, uno tras otro. Mi educación me
impele a complacerla, pese al incordio de remitírselos una vez firmados. Un festival alemán desea que escriba a mano la primera página de una de
esas novelas y que la fotografíe con el móvil y se la pase, sin
preguntarse si tengo cámara en mi “premóvil” ni si me aburre repetir una
página antigua con pluma para darle gusto. Suerte que carezco de
smartphone, porque si no, me temo, habría acabado obedeciendo como un
idiota. Hay personas que escriben y que, tras un somero y vago elogio, pasan a
señalarle a uno, por extenso, lo que consideran “fallos” o “errores” de
una novela. A veces me molesto en explicarles —qué sé yo— la diferencia
entre el acusativo y el dativo, o en recordarles que el narrador en
primera persona es un personaje como los demás, susceptible de
desconocer datos y tener lagunas. Es más, conviene que así sea, porque
si hablara como un ensayista o un historiador o una enciclopedia
resultaría inverosímil. No es raro que el corresponsal replique airado y
se empeñe en tener razón en sus objeciones, hasta el punto de incurrir
en ofensa y grosería. Sé que estas cosas les ocurren a la mayoría de mis
colegas y a los directores de cine, no me creo un caso especial de mala
fortuna Pero estoy convencido de que casi todos ellos, más listos y
expeditivos, han sabido “quitarse” de la buena educación hace tiempo, en
esta época que la va desterrando y en la que lo habitual es recibir a
cambio bufidos, cabreos, solicitudes abusivas, desplantes e
impertinencias, como mínimo recriminaciones y frases del tipo “Jo, cómo
eres”. Definitivamente, hay que “quitarse”.