Iglesias y cuevas rupestres en una seductora ruta por Valderredible, entre Quintanilla de las Torres y Orbaneja del Castillo.
Al sur de Cantabria, donde el Ebro se precipita después de remansarse en el pantano que lleva su nombre, se extiende el municipio de Valderredible
(etimológicamente, valle de las riberas del Ebro), también conocido
como el valle del Rupestre.
A lo largo de los 50 kilómetros que discurren entre las carreteras A-67 y N-623, que unen la zona con la meseta (entre las poblaciones de Quintanilla de las Torres y Orbaneja del Castillo, más o menos), se desparrama toda suerte de ejemplos de arquitectura rupestre en los que la mano del hombre transformó la roca para convertirla en iglesias, necrópolis o cuevas.
Estos horadados rupestres se remontan a la baja Edad Media, cuando el valle fue refugio de anacoretas frente al dominio árabe. La llegada de los primeros monjes a Valderredible es confusa.
En principio se dató entre los siglos VIII y X, con la aparición de poblaciones mozárabes al valle.
Otra tesis, quizá más cabal, determina esa arribada entre los siglos VI y VII, coincidiendo con el máximo esplendor de San Millán de la Cogolla y el dominio de los visigodos en la zona.
A lo largo de los 50 kilómetros que discurren entre las carreteras A-67 y N-623, que unen la zona con la meseta (entre las poblaciones de Quintanilla de las Torres y Orbaneja del Castillo, más o menos), se desparrama toda suerte de ejemplos de arquitectura rupestre en los que la mano del hombre transformó la roca para convertirla en iglesias, necrópolis o cuevas.
Estos horadados rupestres se remontan a la baja Edad Media, cuando el valle fue refugio de anacoretas frente al dominio árabe. La llegada de los primeros monjes a Valderredible es confusa.
En principio se dató entre los siglos VIII y X, con la aparición de poblaciones mozárabes al valle.
Otra tesis, quizá más cabal, determina esa arribada entre los siglos VI y VII, coincidiendo con el máximo esplendor de San Millán de la Cogolla y el dominio de los visigodos en la zona.
Al sur de Cantabria, donde el Ebro se precipita después de remansarse en el pantano que lleva su nombre, se extiende el municipio de Valderredible
(etimológicamente, valle de las riberas del Ebro), también conocido
como el valle del Rupestre. A lo largo de los 50 kilómetros que
discurren entre las carreteras A-67 y N-623, que unen la zona con la
meseta (entre las poblaciones de Quintanilla de las Torres y Orbaneja
del Castillo, más o menos), se desparrama toda suerte de ejemplos de
arquitectura rupestre en los que la mano del hombre transformó la roca
para convertirla en iglesias, necrópolis o cuevas.
Estos horadados rupestres se remontan a la baja Edad Media, cuando el valle fue refugio de anacoretas frente al dominio árabe. La llegada de los primeros monjes a Valderredible es confusa. En principio se dató entre los siglos VIII y X, con la aparición de poblaciones mozárabes al valle. Otra tesis, quizá más cabal, determina esa arribada entre los siglos VI y VII, coincidiendo con el máximo esplendor de San Millán de la Cogolla y el dominio de los visigodos en la zona.
Santa María de Valverde
La mejor opción para conocer el arte rupestre del valle es recorrerlo desde el oeste.
Después de visitar las cuevas de El Cuevatón y Peña Horadada, en San Andrés de Valdelomar y San Martín de Valdelomar, respectivamente, donde presumiblemente se instalaron comunidades de eremitas, se alcanza Santa María de Valverde (y el centro de interpretación de la arquitectura rupestre).
Conocida como la catedral de las iglesias rupestres, incorpora una espadaña románica y una necrópolis medieval.
El templo, donde se celebran oficios de forma regular, tiene dos naves y conserva una talla de María amamantando a su hijo, una de las pocas que sorteó la destrucción decretada por el Concilio de Trento en 1564.
Dos necrópolis
El camino continúa dirección a Polientes, la capital del municipio, hoy bastante despoblado después de sufrir una fuerte emigración desde la explosión industrial de la década de 1960 (cuenta con escasos 1.000 habitantes censados en sus 54 pueblos). Muy cerca se encuentran la necrópolis de Santa Leocadia y la cueva de Peña Castrejón (en Castrillo de Valdelomar) y la necrópolis de Santa María de Peñota (en Susilla), uno de los mejores testimonios de los enterramientos excavados en roca, junto a la de San Pantaleón (en La Puente del Valle).
Demuestran que el valle estuvo mucho más poblado que en la actualidad.
Las tumbas se labraban a la medida del difunto y con frecuencia tienen contorno antropomorfo.
Estos horadados rupestres se remontan a la baja Edad Media, cuando el valle fue refugio de anacoretas frente al dominio árabe. La llegada de los primeros monjes a Valderredible es confusa. En principio se dató entre los siglos VIII y X, con la aparición de poblaciones mozárabes al valle. Otra tesis, quizá más cabal, determina esa arribada entre los siglos VI y VII, coincidiendo con el máximo esplendor de San Millán de la Cogolla y el dominio de los visigodos en la zona.
La mejor opción para conocer el arte rupestre del valle es recorrerlo desde el oeste.
Después de visitar las cuevas de El Cuevatón y Peña Horadada, en San Andrés de Valdelomar y San Martín de Valdelomar, respectivamente, donde presumiblemente se instalaron comunidades de eremitas, se alcanza Santa María de Valverde (y el centro de interpretación de la arquitectura rupestre).
Conocida como la catedral de las iglesias rupestres, incorpora una espadaña románica y una necrópolis medieval.
El templo, donde se celebran oficios de forma regular, tiene dos naves y conserva una talla de María amamantando a su hijo, una de las pocas que sorteó la destrucción decretada por el Concilio de Trento en 1564.
Dos necrópolis
El camino continúa dirección a Polientes, la capital del municipio, hoy bastante despoblado después de sufrir una fuerte emigración desde la explosión industrial de la década de 1960 (cuenta con escasos 1.000 habitantes censados en sus 54 pueblos). Muy cerca se encuentran la necrópolis de Santa Leocadia y la cueva de Peña Castrejón (en Castrillo de Valdelomar) y la necrópolis de Santa María de Peñota (en Susilla), uno de los mejores testimonios de los enterramientos excavados en roca, junto a la de San Pantaleón (en La Puente del Valle).
Demuestran que el valle estuvo mucho más poblado que en la actualidad.
Las tumbas se labraban a la medida del difunto y con frecuencia tienen contorno antropomorfo.