Nadie reconoce verlos pero todos sabemos de qué van porque
alguna vez, o muchas, hemos picado hasta quedar enganchados en sus
retratos de amores de ida y vuelta, rupturas sin remedio y familias que
para sí quisieran los guionistas que pergeñaron las intrigas de Falcon Crest. Hago un paréntesis destinado a millennials: Falcon Crest fue una famosa serie de los años ochenta precursora en su época de las pasiones que desata en la actualidad Juego de tronos y que para hacerse idea de su trama solo hace falta remitirse al título que recibió en algunos países de Sudamérica: Viñas de odio. Para
quien todavía no caiga, estamos hablando de programas del corazón, esos
que se cuelan a diario en nuestras casas a través del televisor sin
discriminar franja horaria ni respetar descanso dominical. Un negocio en
toda regla que ya estaba testado en las revistas especialistas en crónica rosa
y que sólo tuvo que saltar a la pequeña pantalla para multiplicar
clientes y sellar fidelidades del cotilla que todos llevamos dentro. La diferencia la marca la medida del nivel de adicción y si lo que se
busca es crónica social ligeramente almibarada o la versión porno duro
de los delirios del corazón. Una dualidad que muestra su cara más gore los fines de semana, cuando se baten en duelo un programa veterano con 20 años cumplidos a sus espaldas, Corazón de TVE, y Socialité
de Telecinco, un imberbe en la parrilla nacido durante la primeravera
de 2017, pero con más conchas que una tortuga centenaria porque ancla
sus raíces en el mismo terreno que siembran a diario Sálvame y Sábado Deluxe.
El estilo de las presentadoras de uno y otro ya anuncia que,
si se tratara de programas políticos, cada una se situaría a un extremo
del arco parlamentario, no tanto por el fondo como por el tono del
discurso. La sonrisa cándida de la conductora titular del programa,
Carolina Casado, y la elegancia imponente de su actual sustituta
temporal, Jose Toledo, son la carta de presentación de Corazón,
que durante media hora antes de los informativos de fin de semana de
TVE, indaga entre famosos patrios e internacionales para hacer un
retrato social más light y aristocrático en el que caben fiestas, presentaciones artísticas, moda, deporte y todos sus protagonistas.
Eso sí, la cosa no va de informar sobre marcas o récords
sobre la pista o descifrar las cifras de negocio de un diseñador. Para
eso están las secciones de Deportes o Economía. Aquí lo que vale es
mostrar su lado más humano; cómo se visten, qué pie calzan y con quién
terminan en la cama, aunque ese aspecto no se mencione sino que se
insinúe. Según el espectador a quien se pregunte, dirá que hacen
información rosa con elegancia o con una sobredosis de azúcar no apta
para diabéticos. Al otro lado del cuadrilátero de las audiencias rosas se sitúa Socialité
y su presentadora estrella, María Patiño, que desde que ha conseguido
espacio propio igual nos cuenta que Belén Esteban la ha vuelto a armar
aunque sea su compañera de fatigas en otro programa de la misma cadena,
como que se ha hecho un lifting de cuello. Todo sea por respeto
a esa audiencia que la espera cada fin de semana al filo de las 13.30
para alargar, durante hora y media, la experiencia mística que supone
seguir a diario interminables horas de odios, tramas canallas,
personajes patrios de diverso pelaje y todo el ardor guerrero que
derrocha Sálvame, el programa estrella de la sobremesa de Telecinco. En Socialité, sus famosos ya no son Brad Pitt, Meghan Markle o Isabel Preysler —personajes que aún llegan a los espectadores de Corazón
TVE— sino María Lapiedra, Kiko Hernández, Alba Carrillo o Anabel
Pantoja. Colaboradores y presentadores convertidos en protagonistas
creados a medida de la cadena, que hurgan en intimidades ajenas y dejan
al descubierto las propias por un puñado de euros. La cuota de pantalla manda, y si ese es el único baremo a tener en cuenta, Corazón no tardará mucho en disfrazar a su presentadora y empezar a echar carnaza al fuego de las vanidades. Porque en menos de un año Socialité
le va a la zaga en audiencia pero acorta distancias: 12,3% de cuota de
pantalla para el ariete de TVE, frente a 10,5% del novato espacio de
Telecinco. Empiezo a pensar, que no tenemos remedio.
Eso es Socialité, una prolongación de la telenovela endogámica diaria que emite esa cadena. Un espacio creado para calentar los motores de Sábado Deluxe,
que llenará la ociosa noche del sábado hasta su madrugada, y que
seguirá su estela en la matinal del domingo, para que la rueda de hacer
audiencias no tenga un minuto de descanso.
EL PASADO 5 de febrero nevó en Madrid, de modo que Rajoy, víctima de un automatismo medular, salió a los jardines de La Moncloa para hacerse un selfie que luego colgaría en Twitter.
-Fotografíame
mientras me fotografío- debió de ordenarle a un colaborador, provocando
esta imagen redundante y confusa al mismo tiempo.
Tal vez ni siquiera lo pidió. Quizá se le ocurriera a un
responsable de imagen porque era la manera de mostrar al presidente en
un acto medio íntimo. De hecho, uno se mira en el objetivo de la cámara
como se miraría en el espejo del cuarto de baño. La cámara del móvil ha
convertido la realidad en un aseo con plato de ducha, de ahí que
volvamos la vista con pudor cuando sorprendemos a alguien en el acto de
retratarse. Las meninas es el selfie más conocido del mundo. Me voy a pintar mientras pinto la historia de España, se dijo Velázquez. Solo que en Las meninas
hay complejidad, también perplejidad, hay investigación, deseo de
saber. En ese cuadro, el pintor se asoma al abismo representado por el Otro (añadan a estas cuatro urgencias el estudio que Foucault publicó en Las palabras y las cosas). Rajoy, en cambio, no se asoma a nada al asomarse a sí mismo. Ni siquiera se le pasa por la cabeza la dimensión suicida que contiene
cualquier autorretrato que se precie. Casi nos interesa más la persona
ausente que ha corrido para obtener la foto en la que su jefe se
fotografía. Ese subordinado se ha hecho, sin quererlo, una etopeya o
retrato moral. De ahí, tal vez, que su instantánea apareciera en el
periódico sin firma. Sin duda, no le gustó cómo salía.
Nos aterroriza la violencia que sufre México, pero en Europa también
operan las mafias y el dinero negro. Un Estado comienza su camino hacia
el colapso cuando sus bases se pudren.
Viajo a menudo a México, una tierra que amo. Es un pedazo de
país, con un poderío intelectual y creativo tremendo. Cuadruplica la
extensión de España, posee más de 120 millones de habitantes y su PIB
(producto interior bruto) es el decimoquinto del ranking
mundial, pero esa gran locomotora corre el peligro de descarrilar por el
acoso del crimen organizado. En 2017 padecieron 29.168 muertes
violentas, la cifra más alta desde que empezaron a publicar el número de
homicidios hace 20 años. De hecho, han superado al anterior año más
sangriento, 2011, por 6.600 cadáveres. Estos pavorosos números suponen
más de 80 asesinatos al día. A los que hay que añadir secuestros y otros
crímenes. Es el infierno. Desde Europa, desde España, contemplamos toda esa violencia con algo que
yo diría que es una mezcla de pena, miedo y fascinación. Y con unas
grandes dosis de paternalismo. El problema del narcotráfico y de los
Estados fallidos que son incapaces de mantener el orden nos parece más
bien propio de Latinoamérica o al menos de algunos países en
Latinoamérica. Es algo que no nos compete, que nos resulta impensable en
nuestra tierra. Qué terrible error el de creernos a salvo. Verán, el
infierno siempre empieza poco a poco. Con unas pequeñas llamas que nadie
se molesta en apagar. México, lo mismo que Colombia o que cualquier
otro lugar torturado por las mafias, son cuerpos sociales que fueron
enfermando. La perdición de esos hermosos países comenzó algún día.
Hace apenas un mes, en La Línea de la Concepción (Cádiz), la policía
persiguió a un hombre fichado por tráfico de drogas. El tipo iba en moto
y tuvo un accidente; sufrió una fractura abierta en la pierna, de modo
que, tras detenerlo, lo llevaron directamente al hospital. Acababan de
llegar a urgencias cuando varios todoterrenos frenaron aparatosamente
ante la puerta y una veintena de encapuchados irrumpieron en el hospital,
forcejearon con los dos policías que custodiaban al preso y se llevaron
al herido, mientras enfermeros y pacientes, empavorecidos, se escondían
o saltaban por encima de los mostradores. Al parecer (lo contó Chema
Rodríguez en El Mundo) el narco rescatado era el lugarteniente
de una banda dirigida por dos hermanos, los Castañitas. ¿No les suena
esta escena? ¿No parece sacada de una de esas películas de Pablo Escobar
que tanto nos entretienen? Por cierto que el herido tenía el fémur
asomando, de modo que quienes se lo llevaron le han tenido que facilitar
ayuda médica. Quiero decir que este tipo de delincuencia posee una
estructura compleja y tentáculos que se extienden por la sociedad, cada
vez más hondos y más lejos. Se diría que en La Línea de la Concepción hay una zona candente del
narcotráfico en España. Cuenta J. J. Gálvez en EL PAÍS que allí operan
más de 30 mafias organizadas con ganancias que exceden los 325 millones
de euros al año. Pero lo temible es que no es sólo La Línea. Ni siquiera
es sólo España. En mayo de 2017, la Europol, la agencia policial de la
UE, sacó su segundo estudio sobre el crimen organizado. Hay más de 5.000
grupos criminales compuestos por ciudadanos de 180 nacionalidades,
aunque el 60% procede de la UE. Javier Rivas dice en EL PAÍS que el
narcotráfico es su principal negocio (mueven 24.000 millones de euros
anuales), seguido por el tráfico de migrantes irregulares (unos 5.000
millones de euros), trata de seres humanos, cibercrimen y bandas de
delincuentes contra la propiedad. La Europol advierte: “El crimen
organizado supone una amenaza clave para la seguridad de la UE”.
Sí, el infierno empieza así, poquito a poco, alimentado por el flujo
incesante del dinero sucio. Y ya ven, a mí me aterra cruzar estos datos
de las mafias con el nivel de corrupción latente en España. Es difícil
de creer que todos esos alcaldes, concejales, diputados, dirigentes de
los diversos partidos y cargos públicos que tienen tanta facilidad para
robar puedan defendernos de los narcos o vayan a tener reparos morales a
la hora de beneficiarse de los muchos millones que las mafias mueven. Un Estado comienza su camino hacia el colapso cuando sus bases se
pudren. Las nuestras están bastante carcomidas y nadie parece tomárselo
muy en serio.
La innovación léxica de Irene Montero con sus “portavozas” demuestra que
tanto ella como sus correligionarios hablan y se comportan como si
estuvieran en el instituto.
Hace cinco semanas hablé de la actual Invasión de los ladrones de cuerpos,
uno de cuyos indicios me parecía la incomprensible manera de razonar de
demasiada gente, de cualquier edad. Desde entonces me he encontrado con
ejemplos conspicuos que me llevan a ver a más humanos “suplantados”. En
un artículo de este diario contra la prostitución, la autora terminaba
con el siguiente argumento: “Si una madre no tiene dinero y su situación
es acuciante, ¿nos planteamos que pueda vender, muy consentidamente” (sic), “su riñón? Y entonces, ¿por qué sí puede vender su sexualidad (sic)?
Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”. Que
alguien diga semejante absurdo en una sobremesa no tiene mucho de
particular. Pero que lo escriba y publique una juez y profesora de la
Complutense, a la que se supone discernimiento para elegir los conceptos
y las palabras, y cuidado extremo con las comparaciones… Una prostituta nunca vende su cuerpo ni su sexo, sino que los alquila. A diferencia de quien vende un riñón, que se queda para siempre sin él, ella conserva su cuerpo y su sexo, y por eso puede volverlos a alquilar. Otra cuestión sería por qué escandaliza tanto que eso se alquile
(entendámonos, sólo cuando se haga voluntariamente, o por preferencia
sobre otros trabajos), si todos alquilamos algo sin parar: el estibador
sus espaldas, el minero sus manos y su salud, yo mismo los dedos con que
tecleo y mi cabeza, por supuesto su tiempo cada trabajador por cuenta
ajena. Sin duda pueden encontrarse argumentos contra la prostitución,
pero el del riñón es puro disparate demagógico y tergiversador. A raíz de la innovación léxica de la diputada Irene Montero, mi docto compañero de la RAE Álvarez de Miranda dio aquí una impecable lección,
y otros muchos han salido al paso de la voz “portavoza”. A la inventora
se le ha explicado que “portavoz” es un vocablo formado por un verbo y
un sustantivo unidos, exactamente como “portaestandarte”, “chupasangre”,
“lameculos”
y muchos más, que, aplicados a una mujer, no necesitarían ser
convertidos en “chupasangra” ni “lameculas”. Se le ha recordado que la
terminación en z no es masculina ni femenina, como demuestran los
adjetivos “voraz”, “mordaz”, “feroz”, “tenaz”, “locuaz” o “veraz”, cuyos
plurales no son “vorazos” y “vorazas”, “ferozos” y “ferozas”, sino
siempre “voraces” y “feroces”. Tampoco la terminación en e indica
género, y así “artífice” o “célibe” valen para mujeres y hombres y son
invariables. Cabría añadir que ni siquiera la terminación en a
es por fuerza femenina, como con simpleza se tiende a creer: lo prueban
palabras como “atleta”, “idiota”, “colega”, “auriga”, “estratega”,
“poeta”, “pediatra”, “hortera”, “esteta”, “hermeneuta”, y no digamos
“víctima” o “persona”, a las que se antepondrá “una” o “la” en todos los
casos, así hablemos de Mia Farrow o de Schwarzenegger. Que Montero y sus correligionarios suelten puerilidades no tiene nada de
raro. Aunque la mayoría anden entre los treinta y los cuarenta años,
suelen hablar, gesticular y comportarse como si todavía se agitaran por
el instituto. Están en su derecho, por lo demás: cada cual puede decir
lo que le venga en gana (eso no está multado aún, por fortuna), acuñar
cuantos términos desee y utilizarlos a su discreción. Un escritor viajó a
un bolo hace poco, y sus anfitrionas le preguntaban: “¿Qué, estás
contenta de venir a nuestra ciudad?” Al mostrar el escritor su sorpresa,
le contestaron: “Ah, es que nos dirigimos a todo el mundo en femenino,
para visibilizarnos más”. Son muy libres, faltaría más, a condición de
que a mi colega se le hubiera autorizado a responder: “Y vosotros,
¿estáis contentos de tenerme aquí?” Lo que ya apunta sobremanera a los
“ladrones de cuerpos y mentes” es que personas de más edad, como
notables dirigentes del PSOE (partido determinado a instalarse en la
bobería perpetua) hayan hecho suyo el barbarismo y lo hayan defendido con entusiasmo. Y
más preocupante todavía es que una catedrática de Filología que terció a
favor del idiotismo lingüístico, a falta de argumentos, concluyera así:
“Estamos buscando un nuevo sujeto histórico y no hemos encontrado el
modelo perfecto. Bendita sea” (sic) “la inconsistencia y el
debate”. Y al parecer remató “con orgullo”: “Ahora queremos una sociedad
más justa, y llegaremos siendo incoherentes e inconsistentes”. Una
catedrática que, acorralada por sus propias incongruencias y
contradicciones, da una patada a la mesa, rompe la baraja y lanza vivas a
la incoherencia y a la inconsistencia, es como para temer por sus
alumnos y por nuestra Universidad. Decir eso equivale a decir esto otro:
“Sostendremos una cosa y su contraria, defenderemos una postura y su
opuesta, según nos convenga y a nuestro antojo. No nos pidan que seamos
consecuentes, porque aquí se trata de avanzar sin escrúpulos, de lograr
como sea nuestro objetivo”. No sé si les recuerda a alguien esta
actitud. A mí, lo lamento (y por no traer a la memoria a otros siniestros y
arbitrarios personajes del pasado), se me viene a la cabeza en seguida
el incoherente e inconsistente Donald Trump. —eps