Si no contestas es porque no quieres, o no puedes, o quien te inquiere no es tu prioridad en ese momento.
Estos días, por razones que me ocuparían una columnata y no precisamente la de la Santa Sede, tengo una desaforada actividad de mensajería telefónica, por lo que estoy en línea todo el santo día y buena parte de la noche.
Hace tiempo que desactivé la confirmación de lectura de mis mensajes entrantes y la hora de mi última conexión al invento con el fin de no tener que dar explicaciones a nadie sobre mis andanzas digitales, con el consiguiente peaje de no saber si mis contactos han leído o no mis recaditos ni a qué hora se retiraron a sus aposentos analógicos.
No diré que no me fastidie, porque mi curiosidad no tiene límites, pero me parece justo.
Tú no te enteras de mi vida ni yo de la tuya
OK. Quid pro quo. Sin embargo, no hay manera humana de estar hablando con alguien sin que el resto de tu agenda se cosque, si quiere, de que estás de cháchara con alguien que no es su menda. El dichoso “en línea” es el nuevo espía legal del prójimo.
No hace tanto, llamar a un ajeno después de las diez de la noche sin una razón de peso se consideraba una intolerable falta de respeto. Esas últimas horas del día, como las primeras de la mañana y las de la comida y la sobremesa, se consideraban sagradas salvo cuestión de vida o muerte.
Ahora, sin embargo, se supone que todos estamos para todos las 24/7.
Da igual que sea tu madre que tu suegra que tu ex que tu futuro que un propio a quien alguien alguna vez le pasó tu número. Si estás en línea, estás disponible.
Y si no contestas eres un borde o se la estás pegando.
Me temo, no obstante, que la verdad es peor que todo eso.
Si no contestas es porque no quieres, o no puedes, o quien te inquiere no es tu prioridad en ese momento.
Y dicho esto, que queda tan canónico y tan mono, que levante el Android o el iOs quien no sienta una lanzada en el plexo, o donde quiera que resida el amor propio, cuando aquel a quien desea está en línea y no responde.