Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

28 ene 2018

Es el mercado, amigo...................................Juan José Millás...


Juan José MillásESTE HOMBRE QUE se arranca la bufanda con ademán torero, como si se desprendiera del capote con el que se dispone a torear a sus señorías, se llama Rodrigo Rato. Durante las cinco horas que compareció ante la comisión del Congreso que investigaba la crisis financiera, hizo chicuelinas, verónicas, gaoneras, navarras, delantales y serpentinas, entre otros lances del llamado arte de Cúchares. 
José Luis Sastre dijo en Los pasos perdidos de Hora 25 que permaneció todo el rato con el mentón erguido, como si aún le molestara en la nuca la mano del policía que, tras su detención, le ayudó a introducirse en el coche. 
Pero no solo trataba de desprenderse de esa mano fantasma, sino de llamarnos patanes desde su posición de señorito a quienes tuvimos el mal gusto y la paciencia de seguir su faena.
Pese a todo, valió la pena el tiempo invertido solo por escucharle aquella frase que resumía su existencia:
—Es el mercado, amigo.
La corrupción no fue la corrupción, fue el mercado.
 Del mismo modo que el Todo por la patria aparece sobre la puerta de los cuarteles de la Guardia Civil, la frase de Rato debería figurar a la entrada de todos los poblados chabolistas, de todas las viviendas de clase media en las que no se puede encender la calefacción, en todas las oficinas de empleo cuyas colas dan la vuelta a la manzana, en las tumbas de los ahogados en el Mediterráneo intentando llegar a Europa, en los comedores sociales, en los albergues para indigentes…
 Es el mercado, amigo. 
Incluso en las paredes de su celda, si finalmente va a prisión, debería usted garabatear esta máxima. 
Es el mercado, amigo

Anidando en la nada..........................................Rosa Montero....

Cada vez que paso cerca de los sin techo de mi barrio me asombro una vez más del increíble azar de nuestras vidas, de la suerte que he tenido.
 
ME GUSTA EL frío, pero cada vez que irrumpe en Madrid el duro invierno no puedo dejar de pensar en los vecinos sin techo con los que comparto la ciudad. 
En mi barrio hay bastantes; la mayoría llevan muchos años aquí y me son familiares.
 Duermen en los mismos rincones cada noche y se mueven siempre en el mismo triángulo de la calle; si hay sol, en el banquito; si el frío arrecia o llueve, en las escaleras del metro, junto a las puertas, un lugar que proporciona cierto cobijo y el rebufo de calor del subterráneo.
 Con conmovedor empecinamiento, el 89% de los sin techo españoles (y probablemente de todo el mundo: los humanos tenemos tendencia al enraizamiento) fijan su residencia, por así decirlo, en un lugar concreto de la acera y de la ciudad. 
Es decir, hacen un nido de la nada.
 Y estoy segura de que, al despedirse de otros como ellos para irse a acostar al barullo de mantas y cartones que han dejado en un quicio, más de uno dirá: me voy a casa.
 A los míos, ya lo he dicho, los conozco.
 Nos saludamos, en ocasiones charlamos. 
Hay una mujer en especial que es un encanto. 
Parece muy mayor, pero seguramente es mucho más joven que yo. La esperanza de vida de los sin techo es 30 años menor que la media española, y la tasa de mortalidad, entre tres y cuatro veces superior (los datos son de la asociación Aires).
 El año pasado esta mujer desapareció durante varios días.
 El atado de sus pertenencias seguía en su lugar, pero ella no estaba; temí que hubiera muerto, que hubiera sufrido algún percance; el 42% de los sin techo de Madrid han sido víctimas de alguna agresión, según un estudio que hizo el Ayuntamiento el año pasado. Pero al cabo de un par de semanas mi vecina reapareció y retomó sus rutinas, como golondrina que regresa.
 Cada vez que paso cerca de ellos me asombro una vez más del increíble azar de nuestras vidas, de la suerte que he tenido de ser quien soy, de que ese conjunto efímero e indescifrable de casualidades que es mi identidad no haya ido a caer en un destino tan duro como el de estos vecinos (y en el mundo hay vidas aún mucho peores).
 Quiero decir que mi existencia y la de cualquiera de nosotros podrían haber sido así. 
Hay una novela sobrecogedora, la primera que escribió Enrique de Hériz, que se titula El día menos pensado (Edhasa) y que cuenta la historia de un arquitecto que acaba viviendo a la intemperie a causa de un suceso catastrófico. 
Me impresionó el relato; aún recuerdo una escena tremenda en la que el protagonista se orina encima y esa húmeda tibieza le consuela momentáneamente del espantoso frío. 
¡Y con qué facilidad terminaba sin hogar! La perdición nos ronda a todos con taimado paso de fieltro. 

Casi todos mis vecinos sin techo están alcoholizados.
 Sin embargo, tanto el estudio del Ayuntamiento como la asociación Aires señalan que el alcoholismo es mínimo: un 7,6% en Madrid, un 4,1% en la media española según Aires.
 Es probable que en mi barrio haya más incidencia: hay un local de ayuda a alcohólicos en las proximidades. 
Pero también creo que en esto las encuestas no son del todo fiables, porque dependen de la propia valoración de los afectados.
 Por otra parte, el alcoholismo es una enfermedad; y no sólo puede ser la causa de vivir en la calle, sino también una consecuencia.
En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que la mayoría están en esa situación por falta de trabajo, por falta de dinero, porque la desgracia se cebó con ellos, en la línea del protagonista de la novela. 
 Según el Ayuntamiento, el 58,9% poseen estudios superiores.
 Y les tenemos olvidados: están ante nuestras narices, pero no los vemos.
 La asociación Aires, creada en 2015, intenta acercarse al problema no para paliarlo con centros de acogida provisionales, sino proporcionando apoyo y un alojamiento individual permanente y digno.
Es decir, sacándoles de la calle y devolviéndoles la oportunidad de poseer una auténtica vida.
 En especial tienen un proyecto, La Morada, dirigido a mujeres (un 20% de los sin techo y creciendo) porque es un colectivo mucho más vulnerable. 
Recuerda que podrías haber sido tú y no cierres los ojos.
 Y entra en airesasociacion.org: necesitan voluntarios, dinero, de todo.

Invadidos o usurpado.............................................Javier Marías

A muchos que juzgaba “normales” y razonables los veo ahora anómalos e irracionales. Demasiadas actitudes me son inexplicables y ajenas.

CADA DÍA ME ACUERDO más de aquella película de Donald Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos, de 1955, que además ha tenido por lo menos tres remakes (el último malo a rabiar, con Nicole Kidman).
 La original sigue siendo inigualable, con su modesto presupuesto en blanco y negro.
 En la localidad californiana de Santa Mira la gente empieza a sufrir una manía o alucinación colectiva: niños que aseguran que su madre no es su madre, sobrinas que niegan a su tío, pese a que la madre y el tío mantengan no sólo su apariencia física de siempre, sino todos sus recuerdos.
 A quienes denuncian la “suplantación” se los toma por trastornados, hasta que los personajes principales, encarnados por Kevin McCarthy y Dana Wynter, descubren que en efecto se está produciendo una usurpación masiva de los cuerpos: en unas extrañas vainas gigantes se van formando clones o réplicas exactas de todos los individuos, a los que sustituyen durante el sueño.
 Nadie cambia de aspecto, los clones heredan o se apropian de la memoria de cada ser humano “desplazado”, todo parece continuar como siempre.
 Lo que alerta a quienes aún no han sido “robados” es la ausencia de emociones, de pasiones, la mirada hosca o neutra de los ya duplicados. 
 Son los de toda la vida y a la vez no lo son. 
Son inhumanos. 
Si me acuerdo tan a menudo de esa película y de la novela de Jack Finney en que se inspiró, es porque desde hace tiempo —y la cosa me va en aumento— tengo la sensación de que se está produciendo en el mundo una invasión de ladrones de cuerpos y mentes. 
No se trata de que las nuevas generaciones me resulten marcianas (no es así), sino que percibo esos cambios incomprensibles en personas de todas las edades. 
A muchos que juzgaba “normales” y razonables los veo ahora anómalos e irracionales.
 Demasiadas actitudes me son inexplicables y ajenas, negadoras o deformadoras de la realidad.
 Es inexplicable que millones de americanos hayan elegido a Trump como Presidente, y que los rusos estén encantados con la eternización en el poder de un autócrata megalómano; que los filipinos hayan votado a un asesino confeso, y buena parte de los franceses a Le Pen la racista, y no pocos alemanes a una formación neonazi, como los húngaros y polacos a sus actuales gobernantes.
También que decenas de millares (incluidas mujeres) se hayan unido voluntariamente al Daesh sanguinario (y brutalmente machista).
 A una porción de catalanes los veo también “invadidos”, sólo así se entiende que festejen los desafueros y mentiras constantes de los líderes independentistas. 
Pero mi extrañeza no se da sólo en política.
Algunas obras artísticas que me parecen muy buenas triunfan, pero cuanto me parece horroroso lo hace indefectiblemente.
 Si leo una novela o veo una película o una serie espantosas (según mi criterio, claro), no falla que las ensalce la crítica y reciban premios.
 Los cómicos de hoy los encuentro sin gracia en su mayoría, toscos y con mala leche, y a la vez me da la impresión de que el sentido del humor y la ironía han sido desterrados del universo.
 La gente que suelta las mayores barbaridades e insultos no tolera luego la más mínima crítica.
 La discrepancia es anatema: si cien francesas publican un manifiesto razonado y sensato, advirtiendo de una puritana ofensiva contra la sexualidad y las libertades, al instante se las tacha de “traidoras” y “cómplices del patriarcado”, a las que éste encarga “el trabajo sucio”. 
Sus congéneres frenético-feministas (más bien antifeministas disfrazadas) les niegan su capacidad de iniciativa y su autonomía de pensamiento, y las reducen a peleles, despreciando así a aquellas mujeres que no les dan la razón en todo, lo típico de los totalitarios.  

Yo escribo que los reiterativos textos y noticias sobre la proporción de mujeres en cualquier actividad no logran interesar a la mitad de la población (y dudo que a la otra mitad tampoco), y una articulista me acusa de pretender que las mujeres como ella se callen, nada menos. 
 También a estas personas las veo “invadidas”, para mi congoja.
 O no razonarían de manera a la vez tan falaz y ramplona. 
Leo que a unas cajeras que robaban en su supermercado dicta la justicia que se les paguen unos miles de euros por no habérseles advertido que serían observadas por las cámaras que han probado sus sustracciones.
 Son incontables los jueces que parecen asimismo “invadidos”: los que ponen en cuestión, por ejemplo, la conducta o la vestimenta de una mujer violada, o si se mostró o no desolada después de su sufrimiento.
 No soy tan ingenuo ni tan soberbio como para no preguntarme si no seré yo el “invadido”, si no soy yo a quien los ladrones han robado cuerpo y mente.
 Lo único que me impide darlo por seguro y concluir que soy el equivocado (que Trump es genial y beneficioso, etc), es que aún veo a muchos ciudadanos tan perplejos como yo, y tan escamados. El día que me quede solo admitiré mi grave anomalía.
O el día en que venere a Putin, a Maduro, a Berlusconi y a Al Sisi y a Erdogan, a Orbán y al jefe del Daesh Al Baghdadi, todo me parecerá perfecto en el mundo y sabré que por fin he sido usurpado.

Tres anuncios en las afueras ....................Fotogramas

Crítica de Fotogramas
Para quienes añoren las tragedias bien escritas.
Lo mejor: Los actores, con McDormand en el centro.
Lo peor: Que todos los personajes sean tan ingeniosos.
Por Desirée De Fez 'Tres anuncios en las afueras' es, para lo bueno y para lo malo, la película de un guionista. 
 La historia de Mildred (Frances McDormand), una mujer dispuesta a descubrir quién violó y asesinó a su hija adolescente ante la ineptitud de las autoridades locales, está escrita con una precisión y una sagacidad fuera de lo común.
 La descripción y el desarrollo de los personajes son extraordinarios; el vaivén entre lo trágico y lo cómico es puro equilibrio; y la violencia está gestionada con maestría.
Martin McDonagh ('Escondidos en Brujas') se apoya en las palabras para convertir su minuciosa (y, a la vez, extrañamente lúdica) inmersión en una comunidad tocada por la tragedia en un retrato sagaz de los males de la América profunda (la violencia, la ignorancia, el racismo) y del ser humano en caída libre.
 El único problema es que a veces hay cierta confusión entre las reflexiones del director/guionista y las de sus personajes: cuesta creer que algunos de ellos sean tan rápidos y brillantes en sus réplicas. 
Bueno, será por ponerle un pero.....nada más. 
 
Es una película fuerte, poderosa, contundente.
 Sus imágenes. Su música. Su trama. Sus tres vallas publicitarias. 
Viene precedida por 4 Globos de oro y la tradición casi mítica de películas de misterios y asesinatos en la enigmática y claustrofóbica américa profunda por lo que genera muy altas expectativas.
Es la historia de una madre luchadora, dura y obstinada en un momento especialmente trágico de una vida que parece que nunca fue fácil pero que se vio especialmente desestabilizada por el asesinato de su hija adolescente. 
Frances McDormand le pone todos los matices en una actuación memorable, como tantas. 
Todo ocurre en Ebbing, pueblo del medio oeste norteamericano, rural y ficticio que podría representar una metáfora crítica de la sociedad, desde su propio nombre ¿Decayendo? a sus estereotipos y clichés, en ocasiones algo forzados como unos policías tan racistas, homófobos y de escaso intelecto, unos buenos astutos, solitarios y desconfiados con unas instituciones intocables, una sociedad prejuiciosa, conservadora y violenta, unas familias de débil y viciada estructura, la agresividad ambiental…
Y todo ello salpicado de forma contínua por un humor crítico, irónico y descarado. 

No por parte de un personaje sino que casi todos a pesar de sus limitaciones parecen tener una agilidad mental que les hace ocurrentes y graciosos en numerosas oportunidades, como si fueran los protagonistas de una sit-com.Eso da un respiro al espectador.