7 ene 2018
Muere la cantante francesa France Gall a los 70 años
Icono de la generación yeyé, de la que después renegó, ha fallecido de cáncer en París.
París
Un mes después de la muerte de Johnny Hallyday, se marcha otro mito de una época de la que quedan cada vez menos protagonistas: aquellos añorados sesenta en los que cantantes adolescentes de pronunciados tupés y faldas demasiado cortas para la moral imperante lograron revolucionar la música y la sociedad de su tiempo.
En aquella escena, cada cantante interpretaba a un personaje.
Sylvie Vartan era el sol. Françoise Hardy, la sombra.
Con su timbre infantil y flequillo perenne, Gall puede que fuera la menos clasificable: respondía al estereotipo teatral de la joven ingenua, aunque con la mirada teñida de una inexplicable melancolía, como si ya adivinara lo que la vida le iba a deparar.
La cantante nació en 1947 en París, en una familia donde abundaban los intérpretes y compositores.
Su padre fue Robert Gall, que escribió temas para Édith Piaf y Charles Aznavour, y su abuelo materno fue Paul Berthier, fundador de una exitosa coral religiosa que inspiró la película Los chicos del coro.
Su nombre de pila era Isabelle, pero le obligaron a cambiarlo para no ser confundida con Isabelle Aubret, otra cantante de éxito en la época (que, en realidad, se llamaba Thérèse).
Como en toda ficción, no era posible contar con dos personajes que respondieran al mismo nombre.
Gall debutó en 1963, a los 16 años, con Ne sois pas si bête, que triunfó en el programa Salut les copains, vivero del movimiento yeyé.
Un año más tarde, su encuentro con Serge Gainsbourg, entonces todavía semidesconocido, resultó decisivo: le escribió éxitos como N’écoute pas les idoles y Laisse tomber les filles, a los que sucederá Sacré Charlemagne, tema infantiloide y algo engorroso que le escribió su padre y que nunca le gustó, pero que logró colocar dos millones de copias.
Su consagración definitiva llegó al ganar el Festival de Eurovisión de 1965, donde representó a Luxemburgo con otro tema de Gainsbourg,
La nutrida etapa yeyé llegó a su final con el escándalo provocado por Les sucettes, otra canción de Gainsbourg, siempre adicto a los dobles sentidos, sobre una chica aficionada a chupar piruletas de anís.
Gall, que no se percató de la referencia velada a las felaciones, dijo haberse sentida manipulada y humillada.
“No me gusta suscitar el escándalo. Quiero que me quieran”, explicó Gall, convertida en Lolita a su pesar.
Más tarde, no dudó en renegar de aquellos años.
“Borraría ese periodo. He conservado de él un recuerdo de malestar. No había escogido cantar ni exponerme.
Las canciones no me pegaban, aunque adore las de Gainsbourg. Para los demás era un personaje turbio, con la identidad enmarañada”, explicó a Le Monde en 2004.
Ahí empezó la emancipación de esta muñeca manipulada, igual que un títere, por los hombres que la rodeaban.
Tras una breve colaboración con Giorgio Moroder en la etapa más temprana del disco, fue su encuentro con el joven compositor Michel Berger, lejanamente vinculado a la familia yeyé, lo que dio impulso a su carrera.
En 1974, La déclaration d’amour marcó el inicio de un nuevo ciclo musical y sentimental: dos años después, contrajeron matrimonio.
“Nací cuando conocí a Michel, un poco como la Bella durmiente”, solía decir Gall.
El resto de su trayectoria musical estuvo vinculada a Berger, con quien grabaría grandes éxitos de los setenta y ochenta, como el musical Starmania, y temas como Musique, Si maman si, Évidemment o Ella elle l’a, homenaje a Ella Fitzgerald que triunfó en la Francia de Mitterrand.
De esa época también se recuerda su compromiso con el continente africano: participó en numerosas causas humanitarias y se compró una casa en Dakar, donde pasó largas temporadas.
La muerte de Berger, en 1992, víctima de una crisis cardiaca a los 44 años, dio un nuevo vuelco a su vida.
Aquella desgracia vino seguida, solo un año después, de un primer cáncer de mama y, en 1997, de la muerte de su hija Pauline.
Fue entonces cuando Gall decidió poner fin a su carrera.
Nunca volvió a subirse a un escenario, con una única excepción: en 2000 aceptó cantar con Johnny Hallyday un tema firmado por Berger, Quelque chose de Tennessee.
En 2015, coescribió el musical Résiste, homenaje a Berger, que tomaba el título de su mayor éxito conjunto, última gesta de una cantante más influyente de lo que la historia oficial ha querido contar.
Gall ha sido una referencia no siempre confesa para distintas generaciones de vocalistas francesas, de Lio en los ochenta, a jóvenes cantantes de hoy como Fischbach o Juliette Armanet, que reivindican la variété francesa en su versión más sofisticada.
“¿Qué nos gusta de las canciones de Berger y Gall? Había algo profundamente naíf y sincero en ellas.
Es tarea nuestra reavivar ese impulso de sinceridad y emoción verdadera”, declaró Armanet en febrero pasado.
Entre Chueca y Gran Vía............................Juan José Millás
Entre Chueca y Gran Vía
Miles de personas se conectan todo el rato a ella con la esperanza enfermiza de ver cómo se funde.
Pero no se funde. Lleva 116 años encendida de forma ininterrumpida dibujando el garabato luminoso que pueden apreciar en la fotografía.
Queremos suponer que bloquearon hace tiempo su interruptor para evitar que algún despistado la apagara en un gesto mecánico al salir de la estancia.
Si le parecen pocos 116 años, intente usted no parpadear durante 116 segundos y verá cómo le arden los ojos.
El prodigio sucede en el cuartel de bomberos de Livermore, en California, y en realidad son dos prodigios: el de la bombilla en sí y el del hecho de que podamos verla desde una cafetería de Cuenca o desde un vagón del metro de Madrid, entre las estaciones de Chueca y de Gran Vía, por poner un ejemplo.
Ahí estoy yo ahora mismo, en el metro, observándola al acecho de un desfallecimiento momentáneo o de una muerte súbita.
Parece mentira que una burbuja de luz produzca tal fascinación, pero así es.
Entre usted en www.centennialbulb.org y lo comprobará por sí mismo.
Ahora bien, lo más increíble no es que la bombilla lleve 116 años encendida, ni que desde la aparición de Internet se pueda contemplar simultáneamente desde una vivienda rusa o desde un iglú esquimal, sino que en más de un siglo no se haya ido la luz en ese parque de bomberos.
En mi casa, y solo en los últimos años, debe de haberse ido unas seis o siete veces.
Lo importante..........................................Rosa Montero.
Siempre me ha pasmado la ceguera que tantos gestores parecen mostrar
ante la necesidad que los humanos tenemos del arte y la belleza.
TERMINÉ EL AÑO asistiendo a una entrega de premios literarios. Fue
toda una experiencia.
Se trataba del primer certamen de relato corto para alumnos de los CEPA (o sea, de los centros públicos para la educación de adultos) de la Comunidad de Madrid.
Antes la educación de adultos cubría tres frentes: primero, los estudios básicos para obtener un título oficial de primaria, secundaria o formación profesional; segundo, la enseñanza del español como lengua extranjera para los que no saben nuestro idioma y quizá ni siquiera estén alfabetizados en su lengua materna; y por último, herramientas para el desarrollo y la participación, dos horas semanales de clases abiertas en diversas disciplinas, desde informática e inglés hasta historia del arte o literatura.
Con la crisis, la Comunidad de Madrid decidió que esta tercera pata era prescindible y quitó esas clases, demostrando así una vez más la poca importancia que el poder en general y este Gobierno en particular le dan a la cultura, al arte y al desarrollo de la creatividad, es decir, a todas esas actividades cuyo beneficio no es mensurable y que por consiguiente ellos consideran poco menos que inútiles.
Una antigua leyenda árabe cuenta que un mercader viajó a la ciudad el día de mercado para hacer sus negocios.
Al entrar por la mañana en el recinto amurallado se topó con un mendigo que pedía limosna y, como era hombre piadoso, le dio dos monedas de cobre.
Muchas horas después, comprado y vendido todo el género, el mercader abandonó la ciudad y al volver a cruzarse con el mendigo le preguntó: “¿Qué hiciste con las monedas que te di?”. A lo que éste contestó: “Con una moneda compré pan, para tener con qué vivir, y con la otra compré una rosa, para tener por qué vivir”. Siempre me ha pasmado la ceguera que tantos gestores parecen mostrar ante la necesidad que los humanos tenemos de esas cosas tan innecesarias que son el arte y la belleza.
Por ejemplo, estoy convencida de que residir en un lugar hermoso, que tu barrio sea bonito, en fin, hace descender la criminalidad y la violencia.
De hecho, diversos estudios demuestran que un entorno feo y sucio multiplica el vandalismo callejero, mientras que las zonas cuidadas y bien mantenidas lo rebajan.
Lo cual es pura lógica.
Por fortuna, la sociedad está compuesta por millones de personas que toman millones de modestas decisiones al día y que, con sus actitudes, pueden producir grandes efectos en la vida de los demás. Muchos CEPA mantuvieron a trancas y barrancas estas actividades a través de las asociaciones de alumnos y profesores, que pagaban una cuota mínima para poder costear a un docente.
Y han podido ir recuperando algunas de las enseñanzas, como inglés e informática.
Pero como la literatura y el arte siguen sin estar reconocidos oficialmente, a Laura G. Matarín, directora del CEPA de Pozuelo, una profesora vocacional y espléndida, se le ocurrió la idea de organizar este certamen “para que la Administración no se olvide de que la literatura existe”.
Los cuentos debían responder a la premisa “Tengo hambre de…”. Recibieron 157 textos de todos los niveles: participaron desde discapacitados hasta presos.
Había cuatro premios y ganaron cuatro mujeres, que salieron y leyeron sus escritos.
Eran buenos, y lo digo sin paternalismo.
La campeona del CEPA de Pozuelo fue Mariluz Fernández: la nombro porque se lo merece.
Pero la primera en subir fue la vencedora de la Comunidad, Ana Magdalena del Prado, una mujer de mediana edad que empezó a llorar nada más poner el pie en el escenario.
Llorando leyó su precioso, conmovedor y muy literario texto, que hablaba de cómo la cultura y la belleza de las palabras pueden salvarte.
Dio las gracias por el premio, dijo que era el logro de su vida, que por fin lo había conseguido.
La felicidad iluminaba sus incesantes lágrimas; no creo que el ganador de un Nobel pueda experimentar una dicha mayor.
Y me parece que todos percibimos la hondura del momento, que todos sentimos que era justa su emoción, que era muy merecida, que se trataba de un premio en efecto muy grande.
No hay galardón más importante que aquel capaz de cambiar tu destino.
Para que luego digan que la literatura no sirve para nada.
Se trataba del primer certamen de relato corto para alumnos de los CEPA (o sea, de los centros públicos para la educación de adultos) de la Comunidad de Madrid.
Antes la educación de adultos cubría tres frentes: primero, los estudios básicos para obtener un título oficial de primaria, secundaria o formación profesional; segundo, la enseñanza del español como lengua extranjera para los que no saben nuestro idioma y quizá ni siquiera estén alfabetizados en su lengua materna; y por último, herramientas para el desarrollo y la participación, dos horas semanales de clases abiertas en diversas disciplinas, desde informática e inglés hasta historia del arte o literatura.
Con la crisis, la Comunidad de Madrid decidió que esta tercera pata era prescindible y quitó esas clases, demostrando así una vez más la poca importancia que el poder en general y este Gobierno en particular le dan a la cultura, al arte y al desarrollo de la creatividad, es decir, a todas esas actividades cuyo beneficio no es mensurable y que por consiguiente ellos consideran poco menos que inútiles.
Una antigua leyenda árabe cuenta que un mercader viajó a la ciudad el día de mercado para hacer sus negocios.
Al entrar por la mañana en el recinto amurallado se topó con un mendigo que pedía limosna y, como era hombre piadoso, le dio dos monedas de cobre.
Muchas horas después, comprado y vendido todo el género, el mercader abandonó la ciudad y al volver a cruzarse con el mendigo le preguntó: “¿Qué hiciste con las monedas que te di?”. A lo que éste contestó: “Con una moneda compré pan, para tener con qué vivir, y con la otra compré una rosa, para tener por qué vivir”. Siempre me ha pasmado la ceguera que tantos gestores parecen mostrar ante la necesidad que los humanos tenemos de esas cosas tan innecesarias que son el arte y la belleza.
Por ejemplo, estoy convencida de que residir en un lugar hermoso, que tu barrio sea bonito, en fin, hace descender la criminalidad y la violencia.
De hecho, diversos estudios demuestran que un entorno feo y sucio multiplica el vandalismo callejero, mientras que las zonas cuidadas y bien mantenidas lo rebajan.
Lo cual es pura lógica.
Por fortuna, la sociedad está compuesta por millones de personas que toman millones de modestas decisiones al día y que, con sus actitudes, pueden producir grandes efectos en la vida de los demás. Muchos CEPA mantuvieron a trancas y barrancas estas actividades a través de las asociaciones de alumnos y profesores, que pagaban una cuota mínima para poder costear a un docente.
Y han podido ir recuperando algunas de las enseñanzas, como inglés e informática.
Pero como la literatura y el arte siguen sin estar reconocidos oficialmente, a Laura G. Matarín, directora del CEPA de Pozuelo, una profesora vocacional y espléndida, se le ocurrió la idea de organizar este certamen “para que la Administración no se olvide de que la literatura existe”.
Los cuentos debían responder a la premisa “Tengo hambre de…”. Recibieron 157 textos de todos los niveles: participaron desde discapacitados hasta presos.
Había cuatro premios y ganaron cuatro mujeres, que salieron y leyeron sus escritos.
Eran buenos, y lo digo sin paternalismo.
La campeona del CEPA de Pozuelo fue Mariluz Fernández: la nombro porque se lo merece.
Pero la primera en subir fue la vencedora de la Comunidad, Ana Magdalena del Prado, una mujer de mediana edad que empezó a llorar nada más poner el pie en el escenario.
Llorando leyó su precioso, conmovedor y muy literario texto, que hablaba de cómo la cultura y la belleza de las palabras pueden salvarte.
Dio las gracias por el premio, dijo que era el logro de su vida, que por fin lo había conseguido.
La felicidad iluminaba sus incesantes lágrimas; no creo que el ganador de un Nobel pueda experimentar una dicha mayor.
Y me parece que todos percibimos la hondura del momento, que todos sentimos que era justa su emoción, que era muy merecida, que se trataba de un premio en efecto muy grande.
No hay galardón más importante que aquel capaz de cambiar tu destino.
Para que luego digan que la literatura no sirve para nada.
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