El
escritor y cineasta, que murió de ELA en julio, llevó su enfermedad a un
libro que logró concluir gracias a la ayuda de sus hijos y de la
cantante Patti Smith.
‘El espía del yo’ acaba de editarse en Estados
Unidos
El escritor Sam Shepard en una imagen cedida por la editorial Knopf.Grant Delin
El 27 de julio, Sam Shepard sucumbía a los 73 años
a las complicaciones derivadas de la esclerosis lateral amiotrófica
(ELA) que le había sido diagnosticada dos años antes. Reservado en grado
extremo, el escritor mantuvo en secreto su dolencia, que casi hasta el
fin solo conocían sus más allegados. Autor de más de 50 obras de teatro
con las que obtuvo numerosos premios, incluido el Pulitzer, Shepard demostró ser un prosista inimitable en obras como Luna halcón,Crónicas de motel y Cruzando el paraíso,libros
que arrastran a quien los lee a lugares asociados con la épica de la
carretera: bares de camioneros, pueblos fronterizos, ranchos, moteles,
gasolineras desoladas en un cruce de caminos... Consciente de que la enfermedad que padecía lo iría
paralizando de manera gradual hasta causarle la muerte, Shepard quiso
describir el proceso en un libro al que puso por título El espía del yo. Empezó a trabajar en él a principios de 2016, tomando primero notas en un cuaderno.
Al cabo de unos meses, cuando su deterioro le impidió seguir
escribiendo a mano, su hija Hannah lo acompañaba al jardín de su casa
de Kentucky, le ayudaba a sentarse en una mecedora y dejaba una
grabadora activada junto a él. Cuando el cansancio lo vencía, Shepard
pedía que desconectaran el aparato y sus hermanas transcribían entonces
la grabación, que el escritor revisaba, apenas efectuando correcciones. La grabadora no tardó en convertirse también en un estorbo, y, en la
fase final, sus familiares optaron por transcribir en un papel las
palabras que el dramaturgo les dictaba con considerable dificultad. La
cantante Patti Smith, su amiga más cercana desde que se conocieron en
los años setenta, desempeñó un papel importante a la hora de dar forma
final al texto, al que Shepard alcanzó a dar el visto bueno días antes
de morir.
Uno de los momentos más sobrecogedores de El espía del yo (que salió a la venta en EE UU en el sello Knopf el 5 de diciembre con el título Spy of the First Person
y aún no se ha publicado en español) llega antes de que comience
propiamente el libro, en la dedicatoria, que sus hijos se vieron
obligados a escribir porque Shepard no tuvo tiempo para hacerlo: “Hannah, Walker y Jesse quisieran celebrar la vida y la obra de su padre
y dejar constancia del inmenso esfuerzo que supuso para él completar su
último libro”. El espía del yo se presentó la semana pasada en
Saint Ann’s Warehouse, edificio histórico neoyorquino que en tiempos
albergó una tabacalera y que hoy es un centro cultural al que se
trasladaron las actividades que durante décadas se celebraron en la
iglesia del mismo nombre, en el corazón de Brooklyn Heights. El lugar
presenta un valor simbólico: tenían predilección por actuar en él
músicos afines a la estética de Shepard, como Bowie, Lou Reed o Nick
Cave. Además de interpretar temas que evocaban experiencias compartidas
con Shepard, Patti Smith y otros amigos del dramaturgo y actor leyeron
fragmentos tanto de su obra póstuma como del último libro que publicó en
vida, The One Inside (“El que llevo dentro”), editado en febrero con un prólogo de la cantante. Dos voces despojadas El espía del yo es una destilación en estado puro
de la estética del escritor. Se escuchan dos voces: la de un anciano que
padece una enfermedad degenerativa que lo va paralizando poco a poco y
la de alguien “posiblemente al servicio de una críptica agencia de
detectives”, que espía sus limitados movimientos. El lenguaje es íntimo y
directo, críptico en ocasiones, aunque el tono que subyace es de gozosa
afirmación. La prosa final de Shepard, de una firmeza y pulcritud sin
adornos, recuerda el despojamiento del también dramaturgo y narrador
Beckett, una de sus primeras y más duraderas influencias. Como cuando se lo dictaba a sus hijos, el volumen resulta
tan efectivo leído como escuchado. Las escenas cobran vida con idéntica
fuerza. Un anciano enigmático da sorbos a una botella de bourbon, sentado en una mecedora, en el porche de su casa. En un desdoblamiento característico de los planteamientos del dramaturgo, El espía del yo
registra atentamente las elusivas reflexiones y sentimientos del
individuo observado. En torno a ambos personajes, el paisaje esencial
del desierto. De cuando en cuando, fugazmente, irrumpen ráfagas de
acción: un incendio entre los arbustos, inmigrantes irregulares
perseguidos por patrullas fronterizas, un caballo cuyo galope corta en
seco un disparo... El anciano que espera la llegada de la muerte no está
completamente seguro de que las imágenes que cree estar viendo sean
reales. En el viaje inexorable a la muerte, todo es una transfiguración de la
escritura: la disposición de los almendros en flor sugiere la belleza de
la caligrafía japonesa. La última crónica de motel de Sam Shepard es
una tarjeta postal sin espacio para el sentimentalismo. En una de las
escenas más impactantes, el escritor evoca el momento en que sus hijos,
Walker y Jesse, acuden con él a un bar en el que se alinea una
interminable ringlera de botellas de tequila. De regreso a casa, una
luna gigantesca los ilumina mientras empujan la silla de ruedas de su
padre. En la última frase de este volumen de 82 páginas, Shepard sopesa
la dificultad que le supondrá remontar los peldaños de la escalera. Es
el último tramo del viaje, en el que el escritor sabe que nadie podrá
acompañarle.
Una decena de fotografías antiguas expuestas en Texas revive el mito de la icónica pareja de criminales.
El beso de Bonnie y Clyde, expuesto en Dallas (Texas).Autor desconocido.
Primero el beso, luego la muerte. La historia de Bonnie y Clyde
fue más que nada una carrera entre el amor y las balas. Durante dos
vertiginosos años, la pareja hizo del crimen un modo vida. Robaron,
secuestraron, asesinaron. Y huyeron. Nunca dejaron de huir. Su
permanente fuga o, lo que es lo mismo, la gigantesca persecución a la
que fueron sometidos elevó a leyenda sus biografías de atracadores de
poca monta. Una fama que ellos mismos, en la era de Al Capone y John Dillinger, ayudaron a tallar con su pasión por ser fotografiados. Ante la cámara jugaban al estereotipo. Posaban como imaginaban que
debían posar los bandidos y héroes del celuloide. Fueron, sin saberlo,
una metáfora de sí mismos. Hicieron soñar y, empujados por su trágico
final, entraron en la iconografía del siglo XX.
Imitados y parodiados hasta la saciedad, cuando ya se creía que el mito
no daba más de sí, ha emergido una partida de imágenes antiguas que ha
revivido su memoria en Estados Unidos.
Cadáveres de Clyde (izquierda) y Bonnie.
La colección ha sido expuesta y vendida en la galería PDNB de Dallas (Texas). Bajo el título de Bonnie & Clyde: El Fin, ofrece un repaso sorprendente, aunque no inédito, de los días finales de la pareja.
Hay capturas de sus cadáveres ensangrentados y de mirada lunar; la
ficha policial de Clyde, su último coche, un Ford V8 Sedan acribillado, y
retratos de los orgullosos agentes que les ejecutaron de 187 balazos el
23 de mayo de 1934 en Gibsland (Luisiana). Pero la joya es una foto de
los dos besándose. Él, de frente; ella, de espaldas. El lugar es
desconocido. Un descampado. Clyde lleva un puro, Bonnie su eterna boina. La sombra de ambos dibuja un solo cuerpo. “No sabemos quién tomó la imagen, creemos que un miembro de la banda y
la situamos en 1933, pero se sabe poco. Las imágenes fueron entregadas
al vendedor por su tío, hoy muerto, y este decía que las obtuvo de un
amigo que trabajaba en un periódico del sur de Texas”, señala a este
diario la galería, que explica que las capturas ya eran conocidas por
los especialistas. Sostenida por la imagen de los amantes, la exposición tuvo un éxito
inmediato y no tardó en hallar un comprador: un director creativo de
Dallas, que prefiere guardar el anonimato. “Cuando entré en la
exposición no sabía más que otros de Bonnie y Clyde. Pero cuando vi las
fotos, a ellos tan jóvenes y muertos, entendí que se trataba de una
tragedia. Era Shakespeare. Visité su tumba y decidí adquirir el lote”,
explica a EL PAÍS.
Ford V8 Sedan de Bonnie y Clyde, acribillado.
El precio pagado por las 10 fotografías es un misterio. Su dueño
asegura que las quiere para tenerlas en casa y disfrutarlas. Son un
recuerdo de una gloria pasada y, como él mismo comprador reconoce, quizá
excesivamente idealizada.
Los policías que mataron a la pareja.
Bonnie y Clyde, más allá de su recreación cinematográfica, fueron seres de aluvión. Dos jóvenes sin rumbo que se conocieron a principios de 1930 en los
arrabales de Dallas y cuya acelerada existencia sólo se vio interrumpida
por los dos años que Clyde pasó en la cárcel por el robo de un coche. Un encierro terrible, donde fue sodomizado y cuya salida marcó el
comienzo de su leyenda criminal. Mataron a 13 personas y en una espiral
suicida desencadenaron una de las mayores movilizaciones policiales de
la época. La persecución les idealizó. En los albores de una era visual ofrecieron
de sí mismos un cuadro tan frenético como romántico. Ella incluso
encarnó un nuevo ideal femenino. Era atractiva, vestía a la última,
fumaba y empuñaba armas. Un espejismo que ocultó lo que sabía muy bien
la policía que les emboscó. Bonnie ni fumaba ni sabía disparar. Tampoco
vivían en el lujo. Les acompañaba una banda de desharrapados, comían en
cualquier rincón y asaltaban incluso a quienes eran más pobres que
ellos. Eran miserables en tiempos de miseria. Pero de ellos quedó otra
cosa. Al morir, Bonnie Elizabeth Parker tenía 23 años, y Clyde Chestnut
Barrow, 25. Habían vivido rápido, habían muerto jóvenes. Eso les hizo
eternos.