La escritora Lea Vélez revindica la figura de su padre Carlos Vélez en 'La Olivetti, la espía y el loro'.
Carlos Vélez y Lea Vélez.EL PAÍS
Viniendo yo de ese tipo de clase media de los 60 que revestía las
estanterías del salón con las enciclopedias de las 7 maravillas del
mundo y las novelas que iban marcando el Círculo de Lectores o la
asequible editorial Reno, no puedo ni imaginar cómo hubiera sido mi
infancia de haber crecido abrigada por paredes atestadas de libros, de
haber tenido por casi familia a muchos de los intelectuales de esa época
o de haber oído hablar en la cocina sobre Umbral, Semprún, Onetti,
Múgica, Aranguren, Montserrat Roig o Borges como si fueran tíos lejanos.
No sé cómo hubiera sido yo si hasta mi cama hubiera llegado el rumor de
las reuniones de los amigos de unos padres que entendían la cultura
como una causa común y como un medio de vida.
Así fue la infancia de la
escritora Lea Vélez.
Y con mi extrañeza de niña de barrio, de clase
media, de biblioteca rala y padres ajenos a la literatura pero
hambrientos, eso sí, de una cultura que el franquismo les había negado,
leo esta peculiar memoria, La Olivetti, la espía y el loro, que
la autora empieza a concebir al encontrar en una mudanza cientos de
cintas magnetofónicas que contienen las grabaciones en bruto del gran
programa que fue Encuentros con las letras, dirigido por su padre, Carlos Vélez, de 1976 a 1982.
Construido este libro como una primorosa composición de patchwork
en el que se intercalan transcripciones de entrevistas a Cortázar,
Borges, Onetti, Cela, Roig, Sontag, Duras o Italo Calvino, entre muchos
otros, reflexiones biográficas de la autora sobre el nacimiento de su
vocación y conversaciones golosas con su madre, María Luisa Martín, es
milagroso que el lector no se pierda; pero no, tiene Lea Vélez la
disciplina de quien ha sido guionista y mantiene la tensión hasta el
final, un final que coincide con las rastreras maniobras de baja
política que arrebataron el programa a un señor que habiendo salido de
familia y cultura falangistas creó el primer espacio de verdadera
pluralidad cultural en la televisión pública.
Lea Vélez reivindica a su padre . Cuenta con detalle las
malas artes con las que fue apartado de un espacio televisivo que sin
duda certificó el renacido interés por la cultura en España. "Encuentros
con las letras" se veía mucho. Cierto es que no había más que dos
cadenas, pero también que se vivía por aquel tiempo, y así yo lo
observaba en mis padres, una necesidad activa por escuchar a aquellos
protagonistas de la cultura que se expresaban en un idioma que no
parecía el mismo, por cuanto rezumaba libertad de pensamiento, y una
veneración hacia el poeta, el pensador o el político regresado del
exilio. Pero más allá de una relación nutrida de personajes que son
entrevistados y se expresan con una hondura que ha sido desterrada del
espacio público, encontramos lo que para mí es más curioso, por lo
ajeno, ya digo, a mi propia biografía: el testimonio de quien ha crecido
en una familia de intelectuales. La niña Lea se sentaba bajo la mesa de
la cocina mientras su madre transcribía a máquina las entrevistas para
luego hacer notas de prensa que enviar a los periódicos. Y ahora, en
este libro, es la hija quien pone la grabadora delante de la madre para
convertirla al fin en protagonista y que cuente cómo lo vivió todo. María Luisa, una mujer con una fuerza narradora desbordante, describe
con exactitud y mucha gracia cómo su marido y ella formaban equipo, cómo
eran matrimonio y compañeros, colegas, leales y cómplices. La madre
cocinaba, la madre conducía a los niños al colegio y al padre al
trabajo, la madre escribía en la Olivetti, la madre emitía partes de
prensa; la madre, ahora, es la memoria de la casa y retrata con finura
aquella época tan rica en contradicciones como para que un hombre,
considerado de izquierdas por la derecha y de derechas por la izquierda,
tuviera la osadía de crear un espacio de libre debate a la vista de
cualquiera. No fueron pocos los problemas con la censura, de eso podrían
hablar Savater, Dragó o Arrabal, que protagonizaron algunos de aquellos
capítulos, pero todos participaban del convencimiento de que cuanto más
abiertamente se hablara, de política, de sexo, de comunismo o del
proceso creativo, mejor.
La alcaldesa de Barcelona hace un alegato en favor de la diversidad sexual en horario de máxima audiencia.
Ada Colau, durante la entrevista en Telecinco. Sálvame Deluxe
Este sábado 9 de diciembre Ada Colau fue una de las invitadas en el programa de Telecinco Sálvame Deluxe. Habló con Jorge Javier Vázquez de temas mucho más personales de los que
acostumbra. En un momento de la entrevista, mientras repasaban temas
personales de la alcaldesa de Barcelona, Colau dijo: "Tuve primero un
novio y luego una novia. Tuve las dos cosas". "Ah, ¿tuviste una novia
también?", preguntó el presentador, mientras se escucha la reacción de
sorpresa del público. "Sí señor, sí. Durante muchos años", contestó. El
público aplaudió a la política catalana. "¿Tus asesores no se van a enfadar?", preguntó entonces Vázquez. "No
lo creo. A lo mejor ellos ni siquiera lo sabían". Colau continuo
explicando que su novia era "parte" de su familia, a la que no le ocultó
la relación, que empezó durante una beca Erasmus en Italia. "Hubo otras
relaciones, pero como gran relación fue aquella", añadió cuando el
presentador le pregunta si fue la única mujer en su vida amorosa. "Madre
mía...", dijo Vázquez, "cómo estarán ahora los de Convergencia i Unió".
Puedes ver ese fragmento de la entrevista a Colau pinchando en la
siguiente fotografía. Pincha en la fotografía para ver la entrevistaLa alcaldesa de Barcelona, que cierra la lista de los comunes de cara a las elecciones del 21-D,
hizo un alegato en favor de la diversidad afectiva y sexual en horario
de máxima audiencia. "Paolo él y Elena ella. Fue una relación larga, de
dos años". Otros muchos políticos españoles han dado antes el mismo paso
en favor de la diversidad, como el candidato por el PSC, Miquel Iceta. El socialista fue el primer político que habló abiertamente de su homosexualidad en España, en 1999. La revelación de Colau fue muy aplaudida en redes sociales. "Creo que no tienen nada de extraño", añadió Colau, que destacó la importancia del apoyo que recibió de su entorno familiar: "En mi casa era algo totalmente normalizado. Teníamos un montón de
amigos gays. Formaba parte de la normalidad de nuestro entorno".
Entonces Colau tenía 21 años. Ahora, a los 43, tiene una relación
sentimental con el padre de sus dos hijos. "Vivimos en una sociedad moderna en la que cada uno tiene que querer a
quien quiera mientras respete a los demás. Viva el amor y que cada uno
quiera a quien quiera", añadió la alcaldesa de Barcelona. Durante la
entrevista, concedida en plena campaña de las elecciones autonómicas en
Cataluña, Colau también habló sobre su infancia. Como explicamos en este artículo, una de las claves para la aceptación de la diversidad sexual es la visibilidad: "Es muy fácil decir que algo así es pecado,
por ejemplo, si hablamos en abstracto. Pero cuando nos referimos a
nuestros amigos, nuestros vecinos o nuestra familia, la cosa cambia:
resulta mucho más difícil decir algo así de alguien a quien conocemos y a
quien queremos. ¿Por qué no van a poder hacer lo que les dé la gana, ya
sea vivir juntos, casarse o formar una familia, si eso es lo que
quieren?".
Esta sociedad sigue potenciando y valorando al hombre muy por encima de
la mujer, y nosotras también caemos en eso, pero algo ha cambiado.
ES, EN EFECTO, una avalancha. Empezó con unas tímidas denuncias de
abusos en Hollywood que fueron prácticamente ignoradas, como habían sido
ignoradas las anteriores. Recordemos que a Roman Polanski, tres veces
señalado como asaltante sexual, siempre lo ha apoyado masivamente el
mundo del cine. La última ocasión fue en 2009, cuando Polanski fue
arrestado en Zúrich por un antiguo caso de supuesta violación a una
chica de 13 años. Entonces todos los cineastas, desde Costa-Gavras hasta
Pedro Almodóvar, pasando por David Lynch o Woody Allen,
firmaron una ardiente carta solidaria. También había mujeres, entre
ellas Asia Argento, que ahora, sin embargo, ha denunciado a Harvey
Weinstein. Pero entonces, hace tan sólo ocho años, la canción social que
todos cantábamos seguía siendo la vieja tonada ancestral: qué
exageradas son esas mujeres, qué mentirosas, qué desmesurado escándalo,
qué manera de mancillar la dignidad de un profesional magnífico con
nimiedades sacadas de contexto. Y aún más abajo, ya en la frontera con
el inconsciente, un pensamiento atroz clavado en el cerebelo: pero si
todo esto es normal. Que los hombres hagan comentarios obscenos, que se aprovechen de su
posición de poder para toquetear, todo esto es tan normal, no nos vamos a
hacer los estrechos a estas alturas.
Pero en esta ocasión, para pasmo de todos, las primeras denuncias
empezaron a recibir el apoyo de otras. Y la bola de nieve fue
engordando. Algo ha cambiado de forma radical en el ambiente: es el vaso
que se va llenando hasta que al fin rebosa. Y el motor de ese cambio
está en nosotras: somos las mujeres las que por fin hemos dejado de
aceptar con resignada mansedumbre la supuesta normalidad de una
situación abyecta. El machismo es una ideología en la que se nos educa a todos y está
grabado a fuego en nuestro inconsciente. Lo peor de los prejuicios es
que, como su nombre indica, preceden al juicio y, por tanto, son
invisibles para quien los padece. Esta sociedad sigue potenciando,
valorando y priorizando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras
también caemos en eso, como demuestran numerosos experimentos. Por
ejemplo, se ha comprobado que en la atención médica primaria, ante los
mismos síntomas, a las mujeres les prescriben más ansiolíticos y
antidepresivos, mientras que a los hombres les hacen más pruebas
diagnósticas. Es decir, a ellos se les toma en serio y a ellas no, y eso
también lo hacen las doctoras. Así que estamos acostumbradas a vivir en esa supeditación, en esa falta
de valoración de nuestra propia demanda, de nuestro deseo y nuestra
necesidad. Desde los 10 hasta los 17 años estudié en el instituto
Beatriz Galindo de Madrid. Para llegar allí había siete estaciones de
metro con un transbordo. Como volvía a comer a mi casa, hacía el
trayecto cuatro veces al día. Siempre fui sola: por entonces, era en los
sesenta, los niños no estábamos tan hiperprotegidos, al menos en mi
clase social. Pues bien, creo que es probable que ni uno de los días me
librara de que me tocaran el culo o se frotaran contra mí al menos una
vez entre los cuatro trayectos. Sobre todo en los primeros años, cuando
era más pequeña y más indefensa. Recuerdo que una vez una amiga
protestó, debíamos de tener 11 o 12 años, y el pedófilo le dio una
bofetada. Nadie en el vagón nos ayudó.
Tu aprendizaje en la vida incluía tácticas de huida ante los
depredadores; recorrías los vagones a toda prisa o te bajabas de un
salto del tren; hacías ruido en el interior de los oídos para intentar
no escuchar las burradas que te decían que te harían; procurabas
sentarte en los cines de sesión continua junto a las mujeres para evitar
al que te metía pierna y mano en la oscuridad (cosa que también he
sufrido bastantes veces en la niñez). Éramos como gacelas que tratan de
escapar de los leones, resignadas ante una realidad mugrienta y
asustante pero por desgracia normal. Todo esto ya lo escribí hace unos
años y no pasó nada. Incluso hubo alguna carta suavemente burlona que se
refería a mi imaginación. Hoy, sin embargo, creo que puede ser mejor
escuchado, porque parte de los velos del prejuicio se han rasgado y
hemos decidido dejar de considerar normal lo aberrante. Es un gran paso.
Observen el pie izquierdo de Inés Arrimadas. Está desnudo, en efecto, porque el zapato se ha quedado atrás. Los
zapatos te la juegan porque tienen algo de vida propia. Poca, pero la
suficiente como para tomar algunas decisiones. Muchas noches los dejas
al lado de la cama y al día siguiente aparecen debajo de ella, como si
hubieran preferido pasar esas horas a cubierto. Hay gente que se los
quita en el cine y cuando acaba la película no los encuentra. Póngase
usted a la salida de una sala y comprobará que más de una persona, y a
veces más de dos, aparecen descalzas o con un par de zapatos disparejos
(hay encuestas). En los viajes trasatlánticos por avión, las compañías
te invitan a quitártelos para sustituirlos por unos gruesos calcetines. Resulta un espectáculo ver a la gente buscándolos a punto ya de
aterrizar. Tienen sus cosas los zapatos, sus rarezas, la mayor de ellas que son
dos, como los guantes o los matrimonios. No se sabe sin embargo de
ningún zapato que haya solicitado el divorcio, pero sí de lo mal que
envejecen cuando los separas. Un conocido mío perdió una pierna, la
izquierda, y solo conservó los zapatos de la derecha. Los otros, por no
tirarlos, los guardó en un cajón. Al cabo de un año se deshizo de ellos
porque estaban hechos un desastre debido a la tristeza. Observen los
zapatos de las personas que acompañan a Arrimadas y reparen en lo bien
que se llevan. Parece que representan un ballet y que son ellos el motor
de los pies. Fíjense, en cambio, en la sensación de desamparo que
transmite el zapato perdido. Queremos creer que no por mucho tiempo.