3 dic 2017
Señoras mayores que van al cine........................... Elvira Lindo
Me parece significativo que Álex de la Iglesia se refiera a ellas como un colectivo fuera de onda.
Sí, sí, ya se ha descrito ampliamente.
Es ese momento en que alguien se refiere a ti, en una tienda, en la calle, como señora, y aturdida te vuelves a buscar a la señora en cuestión, hasta que caes en la cuenta de que no hay más señora que tú.
A partir de ese momento, la escena se va repitiendo hasta que asumes el recién estrenado tratamiento, hasta que, si eres vital, tienes sentido del humor, si ves la fiera venganza del tiempo con saludable ironía, irás encontrando ventajas a la nueva circunstancia y pensarás, pues ya que soy una señora, voy a ser más señora que ninguna, lo cual en mi experiencia no resta sino añade: añade libertad, afición indisimulada por las cosas buenas y un abrirle la puerta a cierta extravagancia, en el vestir, en el hablar, en nombrar las cosas en términos propios, en adecuar cualquier actividad pública a tu estilo.
Porque el estilo es el atractivo de las señoras.
Luego está la categoría de “señora mayor”.
¿A qué edad entra una en esa fase? Leo en una entrevista a Álex de la Iglesia lo siguiente:
“El talibanismo ese de que el cine es una cosa proyectada se lo dejo a señoras mayores y a gente muy seria”.
Teniendo en cuenta que el director de cine tiene tan solo tres años menos que yo y habla de las señoras mayores con tanta lejanía temporal sospecho que aún no estoy en esa categoría a la que se refiere, pero como ya soy una señora y como tal poseo la madurez para percibir cómo vuela el tiempo, ya no me permito hablar de esas otras señoras como seres ajenos a mi universo.
Me parece significativo que el director de cine se refiera concretamente a las mujeres mayores como una especie de colectivo fuera de onda, anticuado.
Pero quiero creer que en las entrevistas se habla sin pensar demasiado porque, sin duda, resulta cansino ese referirse a las señoras mayores con tan tradicional condescendencia.
Se trata, en realidad, de un juicio tan repetido y tan erróneo que afea a quien lo emite.
Las señoras mayores van al cine, sí.
Pero no solo al cine. Las señoras mayores van a los museos. ¿Podría hacerse alguna vez una estadística de edades y géneros? Las señoras mayores llenan las presentaciones de los libros.
Eso salta a la vista. Las señoras mayores son las que masivamente integran los clubes de lectura.
¿En qué tanto, por cierto? Lo sabemos, altísimo.
Las señoras jubiladas son las que en su mayoría se matriculan en las universidades de mayores.
Las señoras mayores mantuvieron el teatro cuando estaba en horas bajas y ahora siguen llenándolo.
Las señoras mantienen una actividad agotadora,
¿de dónde sacan energía las señoras?
Con frecuencia, cuidan a sus nietos por las mañanas y por las tardes cantan en coros formados en su mayoría por señoras.
Tienen hambre algunas señoras de esa cultura que les fue negada en su juventud;
otras, sencillamente, detestan atrofiarse frente al televisor.
Las señoras mayores, antes o después del acto cultural, llenan las mesas de las cafeterías, lo cual podría resultar old fashioned sino fuera porque mantienen en pie esos establecimientos en torno al café y a la bollería que tanto añoramos cuando desaparecen.
Las señoras, efectivamente, van al cine.
Ir al cine (dejando a un lado la poética sepia sobre la sala oscura) es, sin duda, un acto saludable, aunque haya quien sostenga que tanto da ver una película en un móvil que en una pantalla grande. Saludable por cuanto fuerza a respirar el mismo aire que personas que no conoces y con las que de pronto compartes risa, miedo, asombro, pena o aburrimiento.
Algún día sabremos cuánto hemos desaprendido por dejar de asistir desde niños a esos actos de ficción colectiva.
Cuánto pierde, por ejemplo, una comedia al ser vista en soledad. Cuánto se empobrece una tragedia al no poder comentarla.
Porque si es lo mismo ver una película en el cine que en una minipantalla, para qué pelear por una buena producción.
Las señoras mayores van a las salas.
El día en que dejan de ir, malo. Es que se les empieza a quebrar la salud.
Yo no sé si las señoras mayores son por sistema gente muy seria y por eso solo aceptan contemplar el séptimo arte en pantalla grande. Yo soy señora y no soy muy seria.
Más pronto que tarde seré mayor, como inevitablemente les ocurrirá a todos los directores de cine.
Ellos habrán de adaptarse a los nuevos tiempos y buscar el público donde se encuentre, es la ley que rige la frágil vida de los creadores.
Pero en ningún sitio está escrito que esos nuevos tiempos nos traigan progreso en cuanto a mejora de la vida humana.
Las películas tienen hoy una vida más larga gracias a su exhibición en la tele.
Pero estoy segura de que todos los trabajadores del cine se alegran cuando consiguen llenar las salas, incluso aunque sea de señoras mayores. Como seremos todas.
Bueno, eso debe saberlo muy bien Alvaro de la Iglesia porque la mayoría de sus películas están protagonizadas por actrices mayores muy buenas que no son llamadas por otros directores salvo por Pedro Almodovar que las combina muy bien con las jóvenes, igual pasa con los señores mayores que a veces van al cine, eso si en menor proporción que las señoras.
Las de Ciencia ficción se quedan para los que de jóvenes y niños vieron la Guerra de las Galaxias y resucitaron a Héroes como Supermán que tanta falta nos hacen.
La Transición pasó por mi casa............................. Guillermo Altares
Guillermo Altares: "No hubo ningún plan, y, si lo hubo, los hechos lo truncaron".
La Transición fue una chapuza,
en el mejor sentido de la palabra (porque lo tiene).
No hubo ningún plan y, si lo hubo, quedó casi siempre truncado por los hechos.
¿Se hubiese legalizado el Partido Comunista sin el horror de los atentados de Atocha? Seguramente no tan rápido
Pero sus protagonistas, de todos los partidos y credos, de todos los orígenes sociales y políticos, con intereses muy diferentes y a veces opuestos, tenían claros dos objetivos: instaurar una democracia sólida en España, que permitiese al país integrarse en Europa, y no repetir una guerra civil.
Las
circunstancias eran las que eran: ETA matando a casi a diario,
terrorismo de todo signo político —guerrilleros de Cristo Rey campando a
sus anchas por Madrid y los GRAPO secuestrando y asesinando en los
momentos más delicados—, unas fuerzas de seguridad todavía
ultramontanas, un Ejército mimado por el régimen anterior, en el que se
escuchaban muchas veces ruido de sables, unas instituciones franquistas
que había que desmontar para construir otras nuevas, la crisis del
petróleo de 1973 y la mayoría de los que lucharon en la Guerra Civil, en
uno y otro bando, todavía vivos
. Contra todo pronóstico, se consiguió.
No existió ningún Régimen del 78, se hizo lo que se pudo como se pudo y se logró que España entrase en un periodo de libertad y crecimiento económico inédito en su historia .
El escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán dijo una vez que "en la España de Franco parecía que a todo el mundo le olían los calcetines".
Era un país en el que todavía se firmaban y ejecutaban sentencias de muerte, con presos políticos, con torturas en las comisarías, sin un Estado de derecho, sin partidos políticos, en el que las mujeres tenían menos derechos que los hombres...
La España de los años ochenta vivió una explosión de libertad y creatividad insólita.
En una década, un país que era una dictadura entró en la UE, después de haber aprobado una Constitución diseñada por personas que eran feroces enemigos políticos solo unos años antes.
Hubo decepciones con el país que se estaba creando. Es inevitable: las esperanzas y las realidades no siempre coinciden, todos sus actores hicieron renuncias importantes y, sí, es cierto, se olvidaron crímenes horribles.
¿Había otra posibilidad? Nunca lo sabremos, solo que todo aquello salió bien y se convirtió en un modelo.
Lo que algunos llaman el Régimen del 78 y los historiadores y sus protagonistas la Transición fue contemplado con fascinación y envidia en todo el mundo, especialmente en América Latina y en los países que tuvieron que reconstruir su libertad tras la caída del Muro de Berlín.
Resulta increíble tener que escribir estas obviedades, tener que reivindicar lo evidente: España pasó de ser una dictadura a ser una democracia, con todos sus defectos, con todos sus problemas. Como recordaba un artículo reciente sobre los Pactos de la Moncloa, un acuerdo social firmado en 1977, el PIB por habitante era entonces de 3.000 dólares y hoy alcanza los 28.000 dólares.
Es verdad que escribo estas líneas influido porque tuve la suerte de ser adolescente en aquellos ochenta y porque mi padre, el periodista Pedro Altares, fallecido el 6 de diciembre de 2009 a los 74 años, tuvo un papel relevante aquellos años, como director de la revista Cuadernos para el diálogo.
En un artículo titulado ¿Quién mató a Liberty Valance?, y publicado en este diario en 1997, escribió: "La Transición fue una aventura colectiva, en la que una parte fundamental del camino se hizo al andar, impulsada desde abajo, trabajosamente buscada durante años por miles de españoles desde la clandestinidad y desde la frontera de la legalidad, ensanchando día a día el ámbito de lo posible, ampliando con riesgo físico los resquicios que ofrecía el sistema...
No, no pudo haber diseño porque no podía haberlo.
Fue precisamente su falta, sustituida a golpe de intuición, sin miedo al riesgo y con sentido de la realidad por Adolfo Suárez, lo que hizo posible que España saliese de la noche de la dictadura para encararse a un sistema democrático, fatigosamente trabajado durante años, y desde muchos frentes, por miles de españoles que no se resignaban a ser súbditos del general Franco".
Cuando España ha pasado su mayor crisis política desde el golpe de Estado de 1981 o desde la restauración de la democracia, cuando se anteponen intereses mezquinos y falsedades a intereses generales, aquellos años en los que España recuperó la libertad y la palabra se antojan cada vez más importantes.
Fueron tiempos de renuncias y compromisos, que han convertido a España en una democracia sólida y europea, sin violencia política (más allá del terror yihadista).
¿Existen problemas? Sin duda.
La inmensa mayoría de ellos tienen que ver con la justicia social, el paro, la desigualdad y la corrupción (forman parte de lo mismo). También con los muertos en las cunetas y la imposibilidad de construir una memoria común, es cierto.
Pero los hechos son tozudos: aquella chapuza, aquella improvisación, cerró una puerta a un pasado al que nunca deberíamos volver.
¿Se instauró un régimen en 1978?
No sé si es la palabra adecuada, solo que si miramos hacia atrás y estudiamos la España que fuimos y contemplamos la que somos hay que estar muy ciego para pensar que no hemos salido ganando. Y deberíamos tratar de aprender de aquel periodo en vez de denigrarlo.
No hubo ningún plan y, si lo hubo, quedó casi siempre truncado por los hechos.
¿Se hubiese legalizado el Partido Comunista sin el horror de los atentados de Atocha? Seguramente no tan rápido
Pero sus protagonistas, de todos los partidos y credos, de todos los orígenes sociales y políticos, con intereses muy diferentes y a veces opuestos, tenían claros dos objetivos: instaurar una democracia sólida en España, que permitiese al país integrarse en Europa, y no repetir una guerra civil.
. Contra todo pronóstico, se consiguió.
No existió ningún Régimen del 78, se hizo lo que se pudo como se pudo y se logró que España entrase en un periodo de libertad y crecimiento económico inédito en su historia .
El escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán dijo una vez que "en la España de Franco parecía que a todo el mundo le olían los calcetines".
Era un país en el que todavía se firmaban y ejecutaban sentencias de muerte, con presos políticos, con torturas en las comisarías, sin un Estado de derecho, sin partidos políticos, en el que las mujeres tenían menos derechos que los hombres...
La España de los años ochenta vivió una explosión de libertad y creatividad insólita.
En una década, un país que era una dictadura entró en la UE, después de haber aprobado una Constitución diseñada por personas que eran feroces enemigos políticos solo unos años antes.
Hubo decepciones con el país que se estaba creando. Es inevitable: las esperanzas y las realidades no siempre coinciden, todos sus actores hicieron renuncias importantes y, sí, es cierto, se olvidaron crímenes horribles.
¿Había otra posibilidad? Nunca lo sabremos, solo que todo aquello salió bien y se convirtió en un modelo.
Lo que algunos llaman el Régimen del 78 y los historiadores y sus protagonistas la Transición fue contemplado con fascinación y envidia en todo el mundo, especialmente en América Latina y en los países que tuvieron que reconstruir su libertad tras la caída del Muro de Berlín.
Resulta increíble tener que escribir estas obviedades, tener que reivindicar lo evidente: España pasó de ser una dictadura a ser una democracia, con todos sus defectos, con todos sus problemas. Como recordaba un artículo reciente sobre los Pactos de la Moncloa, un acuerdo social firmado en 1977, el PIB por habitante era entonces de 3.000 dólares y hoy alcanza los 28.000 dólares.
Es verdad que escribo estas líneas influido porque tuve la suerte de ser adolescente en aquellos ochenta y porque mi padre, el periodista Pedro Altares, fallecido el 6 de diciembre de 2009 a los 74 años, tuvo un papel relevante aquellos años, como director de la revista Cuadernos para el diálogo.
En un artículo titulado ¿Quién mató a Liberty Valance?, y publicado en este diario en 1997, escribió: "La Transición fue una aventura colectiva, en la que una parte fundamental del camino se hizo al andar, impulsada desde abajo, trabajosamente buscada durante años por miles de españoles desde la clandestinidad y desde la frontera de la legalidad, ensanchando día a día el ámbito de lo posible, ampliando con riesgo físico los resquicios que ofrecía el sistema...
No, no pudo haber diseño porque no podía haberlo.
Fue precisamente su falta, sustituida a golpe de intuición, sin miedo al riesgo y con sentido de la realidad por Adolfo Suárez, lo que hizo posible que España saliese de la noche de la dictadura para encararse a un sistema democrático, fatigosamente trabajado durante años, y desde muchos frentes, por miles de españoles que no se resignaban a ser súbditos del general Franco".
Cuando España ha pasado su mayor crisis política desde el golpe de Estado de 1981 o desde la restauración de la democracia, cuando se anteponen intereses mezquinos y falsedades a intereses generales, aquellos años en los que España recuperó la libertad y la palabra se antojan cada vez más importantes.
Fueron tiempos de renuncias y compromisos, que han convertido a España en una democracia sólida y europea, sin violencia política (más allá del terror yihadista).
¿Existen problemas? Sin duda.
La inmensa mayoría de ellos tienen que ver con la justicia social, el paro, la desigualdad y la corrupción (forman parte de lo mismo). También con los muertos en las cunetas y la imposibilidad de construir una memoria común, es cierto.
Pero los hechos son tozudos: aquella chapuza, aquella improvisación, cerró una puerta a un pasado al que nunca deberíamos volver.
¿Se instauró un régimen en 1978?
No sé si es la palabra adecuada, solo que si miramos hacia atrás y estudiamos la España que fuimos y contemplamos la que somos hay que estar muy ciego para pensar que no hemos salido ganando. Y deberíamos tratar de aprender de aquel periodo en vez de denigrarlo.
A la hermana perdida.............................. Vicente Molina Foix
La relación entre hermanos puede llegar a ser complicada.
Uno no elige a la familia. En esa tesitura, el autor opta por recuperar el apego.
NUNCA TE QUISE, aunque eras la hermana mayor, risueña, muy vivaz, muy
guapa.
Y tú nunca te interesaste por mí, quizá porque la diferencia de más de siete años me daba un rol superfluo en la familia, donde mi nacimiento, debido a una encíclica del papa Pío XII que hizo mella en nuestros padres, alteró el orden establecido de la parejita, chica y chico, que formabais tú y tu hermano, mi siempre querido hermano.
Te fuiste, camino de un matrimonio por amor y un viaje de bodas demasiado corto, siendo yo todavía un niño cándido que empezaba a leer lo que encontrara por casa.
Tú no leías. Parecías la más feliz, en tu simpatía, cuando, ya madre de tres hijos, tu vida se estancó en la ciudad de provincias de la que nunca saliste.
Un día, pasados los años, tuvimos una conversación que empezó banal y acabó tensa.
Tu marido vivía apartado, a pocos kilómetros de vuestro domicilio de casados, y tus hijos tenían vida propia; entendí por ciertas alusiones que la mía no te gustaba, ni mis amistades.
“¿Eres feliz así?”. “Mi felicidad la sigo buscando, pero mientras busco me siento bien”, te contesté, añadiendo: “Y tú, ¿eres tú feliz, aquí y sola?
Desde tu boda no has vuelto a viajar, con lo que te gustaba, siempre lo decías, conocer mundo”.
Tu mirada se apartó de mí y saliste de la habitación.
Tus tres hijos me acercaron a ti.
Mi fantasía era que ninguno se te parecía, en el carácter, en la determinación, en sus ganas de libertad.
Tú te enfrascabas en tu vida, llena de pasatiempos estrambóticos, pero no desdichada en apariencia.
Yo sentía que te amargabas. Te sulfuraban los cantantes afeminados de la tele, y en la democracia la política nos distanció aún más.
Murió nuestro padre, al que tú adorabas, y fue como si la pervivencia de mamá te resultara injusta, sin reconocer que era ella quien sufría la injusticia de una soledad prematura después de una larga y plena felicidad conyugal que ni tú habías conseguido ni yo me vi con arrestos para establecer con nadie.
Te desocupaste de nuestra madre, te impacientaste con ella cuando, cumplidos ya los 80, se hizo débil, perdió del todo el oído, se recluyó anhelando la compañía de los nietos y las excursiones aventureras conmigo lejos de la ciudad de provincias.
Ella viajó hasta el fin.
Tú no. Murió mamá y no te sentí hermana de ese luto.
Cuando tenías la edad que hoy es la mía, tus dos hijas te llevaron al médico.
Eras fuerte, no parabas de reír y de hablar, pero a ratos te ibas del mundo.
Al acabar la consulta, en vez de saludar al facultativo, te dirigiste al ordenador en el que había él tomado tu historial y le diste la mano al aparato.
Una confusión que nos divirtió a todos, por lo que tenía de acto fallido un tanto novelesco.
Fue el primer síntoma de un deterioro veloz. La pérdida de la cabeza, de la voz, tu bonita voz, de los deseos de salir, de la gana de comer, de la necesidad de estar guapa e ir limpia.
Hace tres años, ya callada, aún quedaban sonrisas en tus labios pintados por tus hijas para darle a tu cara un resto de coquetería. Ellas rehacen cada día tu vida con su sacrificio voluntario, en tu casa, en la casa que fue de nuestra madre.
El invierno pasado tuve un acto literario en la ciudad donde crecimos, y fui a visitarte.
No hablabas ni te podías mover sola; parecías contenta.
No te había querido nunca, ni tú a mí, ¿Sabías quién se iba de aquella casa? ¿Sabías tú quién era yo? Bajé a la calle conmocionado.
Ahora que estás perdida en ti misma para siempre quiero tener de ti, con esas lágrimas sin nombre, el recuerdo de lo que no hubo: un apego que nunca se mostró y tal vez en algún lugar de nosotros existía.
Uno no elige a la familia. En esa tesitura, el autor opta por recuperar el apego.
Y tú nunca te interesaste por mí, quizá porque la diferencia de más de siete años me daba un rol superfluo en la familia, donde mi nacimiento, debido a una encíclica del papa Pío XII que hizo mella en nuestros padres, alteró el orden establecido de la parejita, chica y chico, que formabais tú y tu hermano, mi siempre querido hermano.
Te fuiste, camino de un matrimonio por amor y un viaje de bodas demasiado corto, siendo yo todavía un niño cándido que empezaba a leer lo que encontrara por casa.
Tú no leías. Parecías la más feliz, en tu simpatía, cuando, ya madre de tres hijos, tu vida se estancó en la ciudad de provincias de la que nunca saliste.
Un día, pasados los años, tuvimos una conversación que empezó banal y acabó tensa.
Tu marido vivía apartado, a pocos kilómetros de vuestro domicilio de casados, y tus hijos tenían vida propia; entendí por ciertas alusiones que la mía no te gustaba, ni mis amistades.
“¿Eres feliz así?”. “Mi felicidad la sigo buscando, pero mientras busco me siento bien”, te contesté, añadiendo: “Y tú, ¿eres tú feliz, aquí y sola?
Desde tu boda no has vuelto a viajar, con lo que te gustaba, siempre lo decías, conocer mundo”.
Tu mirada se apartó de mí y saliste de la habitación.
No te había querido nunca, ni tú a mí, pero al ver que me levantaba y me ponía el abrigo tus ojos se llenaron de lágrimas
Mi fantasía era que ninguno se te parecía, en el carácter, en la determinación, en sus ganas de libertad.
Tú te enfrascabas en tu vida, llena de pasatiempos estrambóticos, pero no desdichada en apariencia.
Yo sentía que te amargabas. Te sulfuraban los cantantes afeminados de la tele, y en la democracia la política nos distanció aún más.
Murió nuestro padre, al que tú adorabas, y fue como si la pervivencia de mamá te resultara injusta, sin reconocer que era ella quien sufría la injusticia de una soledad prematura después de una larga y plena felicidad conyugal que ni tú habías conseguido ni yo me vi con arrestos para establecer con nadie.
Te desocupaste de nuestra madre, te impacientaste con ella cuando, cumplidos ya los 80, se hizo débil, perdió del todo el oído, se recluyó anhelando la compañía de los nietos y las excursiones aventureras conmigo lejos de la ciudad de provincias.
Ella viajó hasta el fin.
Tú no. Murió mamá y no te sentí hermana de ese luto.
Cuando tenías la edad que hoy es la mía, tus dos hijas te llevaron al médico.
Eras fuerte, no parabas de reír y de hablar, pero a ratos te ibas del mundo.
Al acabar la consulta, en vez de saludar al facultativo, te dirigiste al ordenador en el que había él tomado tu historial y le diste la mano al aparato.
Una confusión que nos divirtió a todos, por lo que tenía de acto fallido un tanto novelesco.
Fue el primer síntoma de un deterioro veloz. La pérdida de la cabeza, de la voz, tu bonita voz, de los deseos de salir, de la gana de comer, de la necesidad de estar guapa e ir limpia.
Hace tres años, ya callada, aún quedaban sonrisas en tus labios pintados por tus hijas para darle a tu cara un resto de coquetería. Ellas rehacen cada día tu vida con su sacrificio voluntario, en tu casa, en la casa que fue de nuestra madre.
El invierno pasado tuve un acto literario en la ciudad donde crecimos, y fui a visitarte.
No hablabas ni te podías mover sola; parecías contenta.
No te había querido nunca, ni tú a mí, ¿Sabías quién se iba de aquella casa? ¿Sabías tú quién era yo? Bajé a la calle conmocionado.
Ahora que estás perdida en ti misma para siempre quiero tener de ti, con esas lágrimas sin nombre, el recuerdo de lo que no hubo: un apego que nunca se mostró y tal vez en algún lugar de nosotros existía.
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