Ahora que las baldas de mi librería empiezan a llenarse de fotos de
amigos muertos, he cogido la costumbre de mirarme en la vida de los
otros.
BIEN MIRADO, no sé por qué tenemos tanto miedo a la muerte.
Si la
oscuridad que nos precedió antes de nacer, esa nada magmática de la que
venimos, no nos inquieta ni atormenta lo más mínimo, ¿por qué ha de ser
peor regresar a ella?
Diluirse y no ser: también supone un alivio.
Asumir con serenidad que somos eso, un chispazo en un infinito mar de
sombras. Un instante de fulgor y de pelea.
Pensaba en todo esto el otro día, mientras asistía al homenaje que le dieron a Luis Eduardo Aute en el Círculo de Bellas Artes de Madrid con motivo de la publicación de Toda la poesía (Espasa), una antología de su obra.
Aute no acudió: todavía no se ha recuperado del todo
del infarto que lo hirió hace año y pico.
Lo que significa que tanto él
como su familia están ahora en el lado bronco de la existencia, o, como
he dicho antes, en la pelea. Pero el fulgor de sus palabras sigue ahí,
recordándonos nuestros propios momentos de luz, la agitación feliz de
sentirnos vivos.
Qué grande es Luis Eduardo Aute.
Ha sido el cantautor más guapo de su generación (y que me perdone
Serrat, que es un coqueto), un trueno apasionado y exuberante.
Escritor,
compositor, cantante, pintor…, todo lo ha hecho bien.
En realidad,
mucho mejor que bien.
Siempre ha sido un explorador de nuevos límites,
un verdadero artista a la búsqueda de ese algo fugitivo, de la belleza
que siempre se nos escapa.
Dicho de manera coloquial: un glorioso culo
inquieto.
Por eso no se ha limitado, como muchos otros, a sentarse sobre
sus éxitos y repetirse (la peor influencia es la de uno mismo, decía
Bioy Casares), sino que ha investigado intrincados caminos, rompedoras
fórmulas que quizá hayan tenido menos éxito de público, pero que estoy
segura de que le han hecho más feliz.
Aplaudo y admiro ese coraje
creativo. Su honestidad.
Ahora que las baldas de mi librería empiezan a llenarse alarmantemente
de fotos de amigos muertos y que el viento del tiempo sopla ensordecedor
en mis oídos, he cogido la costumbre de mirarme en la vida de los
otros.
Es algo que me parece que muchos hacemos, porque nos es más fácil
advertir el paso de los años en los demás que en nosotros mismos.
Nunca
fui íntima amiga de Luis Eduardo, pero siempre anduvimos en mundos
cercanos.
Por eso, si cierro los ojos, puedo ver toda su existencia en
un instante: el joven y ardiente Aute, la alborotada Transición, cenas
en su casa cuando sus hijos eran muy pequeños, cuando eran adolescentes,
cuando eran adultos (Maritchu y Aute son los mejores y más generosos
anfitriones); discos, libros, la película de dibujos animados que hizo,
el pelo raleando, la edad abatiendo las carnes pero no la voluntad,
conciertos en teatros, conciertos en plazas de toros y él cantando la
canción suya que más me gusta, la enorme La belleza:
“Reivindico el espejismo / De intentar ser uno mismo / Ese viaje hacia
la nada / Que consiste en la certeza / De encontrar en tu mirada / La
belleza”.
Lo recuerdo diciendo esto en aquella noche cálida en Las
Ventas, en el verano de mi existencia, y me estremezco, porque me parece
estar a punto de entender el secreto de las cosas.
Porque siento que, por un instante, soy capaz de ver la vida en toda
su pequeñez y su hermosura, como una perfecta bola de cristal
resplandeciente posada sobre la palma de mi mano.
Creo que eso fue lo que muchos experimentamos en el homenaje a Aute
en el Círculo de Bellas Artes: la certidumbre de estar asistiendo a la
celebración de una vida buena y plena que además de algún modo también
era la celebración de nuestra propia existencia, porque el arte es
compartir, es una magia que nos salva de nuestra desoladora
individualidad.
“Presiento que tras la noche / Vendrá la noche más larga
/ Quiero que no me abandones / Amor mío, al alba”, cantó
sobrecogedoramente en el homenaje Xoel López, y pensé por vez primera
que el celebérrimo tema puede entenderse no sólo como una torturada
ruptura pasional (o, según algunos, como una crítica de las ejecuciones
de 1975), sino que ese amor mío podía ser la vida, el amor a la vida, y
la noche más larga, la oscuridad final. Suaves y negras llegan las olas,
y gracias al poder salvador de artistas como Aute podemos
sobrellevarlas y entendernos.
No es ese mi recuerdo de Aute, si sabía que había estado muy enfermo, algo así como Sabina que eran muy amigos.
Hablo en pasado porque ni idea de lo que hacen en el presente. Si los conocí una mañana en la estac´ión de Atocha, vendrían de una de sus noches locas.
Ahora son muy familiares porque su salud no les permite esos dias y esas noches que pasaban hasta el Alba.
Sus canciones me vienen marcadas por aquella de "Rosas en el Mar" que tb aunque su contenido era perezoso y aburrido cantabamos todos y era una canción prohibida porque "es más facil encontrar Rosas en el Mar, era algo malo y contra el franquismo....así que a saber que pensaban los franquistas igual que con las canciones en catalá de Raimon, La Cara al vent que querría decir....
hoy en que los que participamos de una lucha , de una carcel. de un TOP que seguramente los independentistas catalanes no tienen ni idea de detenciones y reclamaciones, no de querer un Estado Independiente sino de una vida digna contra el capitalismo que vivimos, el mundo en poder de una Hacienda que saca dinero a troche y moche y desaucia a personas que no pagan porque tampoco pueden alimentarse....Los Bancos y Empresas son carroñeros.
Pero Rosa Montero está muy metida en ese no estar ya en el mundo, creo que se quedó muy afectada por esos amigos muetos que todos tenemos.Que descansen en Paz, porque su vida siempre fue ajetreada y quizás vivieron más allá de sus fuerzas.
3 dic 2017
Y se juntan levemente ...........................................Javier Marías
A lo largo de nuestras existencias, sobre todo si no son breves, ponemos
el afecto en personas separadas por eternidades, nacidas en siglos
diferentes.
POR AZARES DE LA VIDA, yo, que no he tenido hijos, me
encuentro con que han adquirido bastante presencia en la mía dos niños
pequeños.
La niña tiene cuatro años y es madrileña, el niñito acaba de cumplir uno y es barcelonés.
Hace unos días me senté en una butaca a escuchar música, y en ese rato de quietud y atención mi mirada fue a posarse en las fotos que tenía enfrente, delante de los libros de un estante.
Allí está desde hace tiempo mi madre, Lolita, no sé exactamente con qué edad, cuarenta y tantos o algo así.
Tiene la mirada algo perdida y melancólica, como no solía ser infrecuente en ella. Pese a su continuo despliegue de actividad, a veces se quedaba pensativa con sus pensamientos indescifrables, no sé si más dedicados a la rememoración, a la preocupación o a la fantasía.
Era una madre aprensiva con los demás, no desde luego consigo misma.
Allí está, desde hace menos tiempo, mi tío Odón Alonso, el director de orquesta, con su pelo blanco de músico y su acusado perfil y su media sonrisa de quien acostumbraba a estar en las nubes y tarareando.
Y, desde hace obligadamente muy poco, está también la foto del niñito nuevo, ahí todavía con meses, claro está.
Y así, mientras oía la música y miraba los retratos, se me hizo extraña la idea de que el nacimiento de mi madre y el de ese niñito —la una contó sobremanera en mi vida, el otro es probable que cuente, si es que no cuenta ya— estuvieran separados por ciento cuatro años.
Sorprendido, me repetí los cálculos: mi madre nació el 31 de diciembre de 1912, el niñito el 22 de noviembre de 2016.
Sí, casi ciento cuatro años.
La niña que también está ahora en mi vida, y que es bisnieta de Lolita, nació el 19 de septiembre de 2013, casi ciento un años después.
Si pienso en mis propios abuelos, la diferencia aumenta.
Mi abuela materna, por ejemplo (la única que conocí, hasta mis quince años o así), debió de nacer hacia 1890 en La Habana, y vino a Madrid en 1898, cuando España perdió Cuba.
Aún pequeña, lo cual no le impidió conservar el acento de la isla hasta su fallecimiento.
Y mi abuelo paterno, al que no conocí pero bien podría haber conocido (llegó a ver a mis tres hermanos mayores), había nacido en 1870, es decir, ciento cuarenta y seis años —casi siglo y medio— antes que el niñito de la fotografía.
¿Cómo es posible que en una misma vida y memoria (las mías) quepan y convivan personas tan distanciadas, tan de diferentes épocas, incapaces de concebir a quienes han venido tan detrás ni a quienes llegaron tan delante al mundo?
La niña, la bisnieta de Lolita, se parece mucho a su madre, mi sobrina Laura, y tiene precisamente la edad que su madre contaba cuando la mía hubo de despedirse de ella y murió.
Durante los cuatro años en que coincidieron se adoraron mutuamente.
Laura apenas lo recuerda, pero yo sí: cómo la niña, cuando venía a ver a su abuela y la divisaba desde la entrada, echaba a correr por el largo pasillo hasta abrazarse a ella con risa y contento, y cómo Lolita la acogía, especialmente feliz de que por fin hubiera otro miembro de su sexo en la familia, tras haber dado a luz a cinco varones y haberse pasado la vida entre “chicos” un poco distraídos y un poco egoístas.
Así que en este caso no me cuesta figurarme la relación que ella habría tenido con la actual niña de cuatro años.
Tampoco, en realidad, la que habría tenido con el niñito de un año. Entre ellos no hay consanguinidad, pero tanto da.
Seguro que le habría hecho el mismo caso y lo habría querido igual.
Los veo a los dos en las fotos, la una muy cerca del otro, caras que jamás se vieron ni se podrían ver, y que sin embargo, a través de mis ojos, a través de mi viejo afecto por la una y mi incipiente afecto por el otro, que sin duda irá a más, se encuentran extrañamente vinculados.
A todos nos pasa, a cada uno de ustedes también, sobre todo si han alcanzado cierta edad.
Nada tiene de particular, lo que señalo es algo de lo más común. Pero, si no me equivoco, rara vez nos paramos a pensar en ello, en el hecho misterioso de que quepan en nuestra memoria, en nuestros afectos y en nuestra imaginación personas de diferentes siglos y mundos, personas del XIX y del XXI y por supuesto del XX.
No personas de las que meramente hayamos oído hablar o hayamos leído, sino que hemos visto y tratado, que de niños nos hicieron una caricia o a las que saludamos con un beso, tan naturales y reales como la caricia y el beso con que saludamos a la niña y al niñito de hoy.
A través de nuestras mejillas transmisoras, esas personas condenadas a no saber unas de otras y a no verse jamás, a ignorarse por los siglos de los siglos, se juntan levemente y entran en fantasmagórico y tenue contacto, y mantienen el enigmático hilo de la continuidad.
La niña tiene cuatro años y es madrileña, el niñito acaba de cumplir uno y es barcelonés.
Hace unos días me senté en una butaca a escuchar música, y en ese rato de quietud y atención mi mirada fue a posarse en las fotos que tenía enfrente, delante de los libros de un estante.
Allí está desde hace tiempo mi madre, Lolita, no sé exactamente con qué edad, cuarenta y tantos o algo así.
Tiene la mirada algo perdida y melancólica, como no solía ser infrecuente en ella. Pese a su continuo despliegue de actividad, a veces se quedaba pensativa con sus pensamientos indescifrables, no sé si más dedicados a la rememoración, a la preocupación o a la fantasía.
Era una madre aprensiva con los demás, no desde luego consigo misma.
Allí está, desde hace menos tiempo, mi tío Odón Alonso, el director de orquesta, con su pelo blanco de músico y su acusado perfil y su media sonrisa de quien acostumbraba a estar en las nubes y tarareando.
Y, desde hace obligadamente muy poco, está también la foto del niñito nuevo, ahí todavía con meses, claro está.
Y así, mientras oía la música y miraba los retratos, se me hizo extraña la idea de que el nacimiento de mi madre y el de ese niñito —la una contó sobremanera en mi vida, el otro es probable que cuente, si es que no cuenta ya— estuvieran separados por ciento cuatro años.
Sorprendido, me repetí los cálculos: mi madre nació el 31 de diciembre de 1912, el niñito el 22 de noviembre de 2016.
Sí, casi ciento cuatro años.
La niña que también está ahora en mi vida, y que es bisnieta de Lolita, nació el 19 de septiembre de 2013, casi ciento un años después.
Si pienso en mis propios abuelos, la diferencia aumenta.
Mi abuela materna, por ejemplo (la única que conocí, hasta mis quince años o así), debió de nacer hacia 1890 en La Habana, y vino a Madrid en 1898, cuando España perdió Cuba.
Aún pequeña, lo cual no le impidió conservar el acento de la isla hasta su fallecimiento.
Y mi abuelo paterno, al que no conocí pero bien podría haber conocido (llegó a ver a mis tres hermanos mayores), había nacido en 1870, es decir, ciento cuarenta y seis años —casi siglo y medio— antes que el niñito de la fotografía.
¿Cómo es posible que en una misma vida y memoria (las mías) quepan y convivan personas tan distanciadas, tan de diferentes épocas, incapaces de concebir a quienes han venido tan detrás ni a quienes llegaron tan delante al mundo?
La niña, la bisnieta de Lolita, se parece mucho a su madre, mi sobrina Laura, y tiene precisamente la edad que su madre contaba cuando la mía hubo de despedirse de ella y murió.
Durante los cuatro años en que coincidieron se adoraron mutuamente.
Laura apenas lo recuerda, pero yo sí: cómo la niña, cuando venía a ver a su abuela y la divisaba desde la entrada, echaba a correr por el largo pasillo hasta abrazarse a ella con risa y contento, y cómo Lolita la acogía, especialmente feliz de que por fin hubiera otro miembro de su sexo en la familia, tras haber dado a luz a cinco varones y haberse pasado la vida entre “chicos” un poco distraídos y un poco egoístas.
Así que en este caso no me cuesta figurarme la relación que ella habría tenido con la actual niña de cuatro años.
Tampoco, en realidad, la que habría tenido con el niñito de un año. Entre ellos no hay consanguinidad, pero tanto da.
Seguro que le habría hecho el mismo caso y lo habría querido igual.
Los veo a los dos en las fotos, la una muy cerca del otro, caras que jamás se vieron ni se podrían ver, y que sin embargo, a través de mis ojos, a través de mi viejo afecto por la una y mi incipiente afecto por el otro, que sin duda irá a más, se encuentran extrañamente vinculados.
A todos nos pasa, a cada uno de ustedes también, sobre todo si han alcanzado cierta edad.
Nada tiene de particular, lo que señalo es algo de lo más común. Pero, si no me equivoco, rara vez nos paramos a pensar en ello, en el hecho misterioso de que quepan en nuestra memoria, en nuestros afectos y en nuestra imaginación personas de diferentes siglos y mundos, personas del XIX y del XXI y por supuesto del XX.
No personas de las que meramente hayamos oído hablar o hayamos leído, sino que hemos visto y tratado, que de niños nos hicieron una caricia o a las que saludamos con un beso, tan naturales y reales como la caricia y el beso con que saludamos a la niña y al niñito de hoy.
A través de nuestras mejillas transmisoras, esas personas condenadas a no saber unas de otras y a no verse jamás, a ignorarse por los siglos de los siglos, se juntan levemente y entran en fantasmagórico y tenue contacto, y mantienen el enigmático hilo de la continuidad.
2 dic 2017
Vasile se harta y toma una decisión "fatal" contra Jorge Javier Vázquez y 'GH'
Una de las galas de Gran Hermano 18.
Fuentes próximas a la cadena han asegurado a diversos medios que el jueves 14 de diciembre será la última gala de Gran Hermano 18 y será entonces la Gala Final en la que se dará a conocer el ganador de esta edición.
¿El último ganador?
Para los más avispados, la gala de este jueves ya anticipaba esta decisión, cuando la mecánica del programa cambiaba para acelerar el proceso de expulsión de los concursantes, de forma que dos de ellos salieron la noche del jueves y acabando con las nominaciones, como suele hacerse en la fase final del concurso.
La presente edición de Gran Hermano, la anunciada como la auténtica revolución y rebautizara como Revolution, está marcando, tal y como les hemos venido contando en ESdiario, mínimos históricos de audiencia.
El pasado jueves día 24 el reality fue la cuarta opción de la noche con un 12% de cuota de pantalla y 1.252.000 espectadores, aunque la primera opción, la serie Estoy vivo de La 1, lideró la parrilla con un excelente dato del 12,9% y 2.023.000 espectadores.
Este jueves Gran Hermano había mejorado dos décimas, hasta el 12,2% de cuota y 1.256.000 espectadores, pero quedando igualmente por detrás de sus principales competidoras.
La desconexión entre los espectadores y Gran Hermano Revolution se evidenció hace justamente un mes: el pasado 2 de noviembre con la gala menos vista de su historia tras caer hasta un 12,3% de audiencia.
Los reiterados descalabros de audiencia han agotado la paciencia de Mediaset que ha decidido, por sorpresa, cerrar antes de tiempo la casa de Guadalix de la Sierra. ¿Es un cierre definitivo?.
Telecinco ha decidido terminar la edición de Gran Hermano Revolution de forma anticipada y se le agota así la paciencia de varias semanas aguantando el programa presentado por Jorge Javier Vázquez pese a su tremendo batacazo de audiencia.Fuentes próximas a la cadena han asegurado a diversos medios que el jueves 14 de diciembre será la última gala de Gran Hermano 18 y será entonces la Gala Final en la que se dará a conocer el ganador de esta edición.
¿El último ganador?
Para los más avispados, la gala de este jueves ya anticipaba esta decisión, cuando la mecánica del programa cambiaba para acelerar el proceso de expulsión de los concursantes, de forma que dos de ellos salieron la noche del jueves y acabando con las nominaciones, como suele hacerse en la fase final del concurso.
La presente edición de Gran Hermano, la anunciada como la auténtica revolución y rebautizara como Revolution, está marcando, tal y como les hemos venido contando en ESdiario, mínimos históricos de audiencia.
El pasado jueves día 24 el reality fue la cuarta opción de la noche con un 12% de cuota de pantalla y 1.252.000 espectadores, aunque la primera opción, la serie Estoy vivo de La 1, lideró la parrilla con un excelente dato del 12,9% y 2.023.000 espectadores.
Este jueves Gran Hermano había mejorado dos décimas, hasta el 12,2% de cuota y 1.256.000 espectadores, pero quedando igualmente por detrás de sus principales competidoras.
La desconexión entre los espectadores y Gran Hermano Revolution se evidenció hace justamente un mes: el pasado 2 de noviembre con la gala menos vista de su historia tras caer hasta un 12,3% de audiencia.
Zapatero, a tus zapatos................................. Boris Izaguirre
Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
He perdido la cuenta de cuántas bodas reales he visto.
Pero me llega el recuerdo de ver la de Diana y el príncipe Carlos, junto a mi madre en Caracas.
Estaba a punto de cumplir 16 años y había estado en Londres junto a mi hermano, aprendiendo inglés y descubriendo el sabor de los besos de un chico italiano que decía ser bisexual.
Los ahorros de mis padres no me pudieron subvencionar más tiempo en el primer mundo y volví al tercero.
Para curar mis heridas, mi mamá madrugó para que viéramos juntos esa boda, con ese vestido de novia interminable y todo ese cuento de hadas convulso y excesivo que terminó con Diana muerta en París 16 años después.
No intuimos nada de eso esa mañana de julio de 1981, aunque mamá me dijo: “Qué horror que para una mujer el matrimonio siga siendo la manera de ser alguien”.
Tenía razón, a pesar de que en ese momento sentí que sus palabras eran pelín anticlimáticas.
No sé qué pensaría hoy del compromiso del hijo menor de Diana, el príncipe Enrique, con la actriz estadounidense Meghan Markle, pero no habría estado muy feliz de que yo ande tan interesado con el tema.
Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
Con esta boda todos volvemos a soñar y a saborear una tregua en forma de soufflé.
En América no dejan de comparar a Meghan con Grace Kelly y Wallis Simpson, otras dos norteamericanas que cambiaron de nacionalidad y vida por amar a un príncipe europeo.
Lola Moreno, mi productora ejecutiva, no está de acuerdo con esa comparación.
“Grace y Wallis se casaron con príncipes herederos, futuros soberanos.
Meghan lo hace con el quinto en la línea de sucesión. Hay menos presión”. También es cierto que Grace tenía detrás suyo un carrerón hollywoodense, varios “clásicos” en su haber y un Oscar, y Meghan no tiene ese lustre.
Y que Wallis no era una belleza al estilo de Markle sino más bien una mujer que seducía por su estilo e inteligencia a pesar de que simpatizara con los nazis.
Todo esto es historia. Porque el rollo de los Windsor es vida familiar trufada de historia.
Enrique y Meghan son como el príncipe que despierta a la Bella Durmiente y quebranta el hechizo.
O también como el príncipe y la corista.
Él la descubrió a ella viéndola en televisión, como Felipe a Letizia. Y se comprometieron asando un pollo para cenar.
Todo esto permite a la reina Isabel cerrar un ciclo con una nueva ilusión.
Eso gusta, es decorativo.
Y me habría encantado vivirlo con mi madre.
Pero me llega el recuerdo de ver la de Diana y el príncipe Carlos, junto a mi madre en Caracas.
Estaba a punto de cumplir 16 años y había estado en Londres junto a mi hermano, aprendiendo inglés y descubriendo el sabor de los besos de un chico italiano que decía ser bisexual.
Los ahorros de mis padres no me pudieron subvencionar más tiempo en el primer mundo y volví al tercero.
Para curar mis heridas, mi mamá madrugó para que viéramos juntos esa boda, con ese vestido de novia interminable y todo ese cuento de hadas convulso y excesivo que terminó con Diana muerta en París 16 años después.
No intuimos nada de eso esa mañana de julio de 1981, aunque mamá me dijo: “Qué horror que para una mujer el matrimonio siga siendo la manera de ser alguien”.
Tenía razón, a pesar de que en ese momento sentí que sus palabras eran pelín anticlimáticas.
No sé qué pensaría hoy del compromiso del hijo menor de Diana, el príncipe Enrique, con la actriz estadounidense Meghan Markle, pero no habría estado muy feliz de que yo ande tan interesado con el tema.
Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
Con esta boda todos volvemos a soñar y a saborear una tregua en forma de soufflé.
En América no dejan de comparar a Meghan con Grace Kelly y Wallis Simpson, otras dos norteamericanas que cambiaron de nacionalidad y vida por amar a un príncipe europeo.
Lola Moreno, mi productora ejecutiva, no está de acuerdo con esa comparación.
“Grace y Wallis se casaron con príncipes herederos, futuros soberanos.
Meghan lo hace con el quinto en la línea de sucesión. Hay menos presión”. También es cierto que Grace tenía detrás suyo un carrerón hollywoodense, varios “clásicos” en su haber y un Oscar, y Meghan no tiene ese lustre.
Y que Wallis no era una belleza al estilo de Markle sino más bien una mujer que seducía por su estilo e inteligencia a pesar de que simpatizara con los nazis.
Todo esto es historia. Porque el rollo de los Windsor es vida familiar trufada de historia.
Enrique y Meghan son como el príncipe que despierta a la Bella Durmiente y quebranta el hechizo.
O también como el príncipe y la corista.
Él la descubrió a ella viéndola en televisión, como Felipe a Letizia. Y se comprometieron asando un pollo para cenar.
Todo esto permite a la reina Isabel cerrar un ciclo con una nueva ilusión.
Eso gusta, es decorativo.
Y me habría encantado vivirlo con mi madre.
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