El líder de ERC convierte la cárcel en una celda religiosa y encubre todas sus fechorías en la resignación y candor cristianos.
Conmueve la resignación cristiana de la experiencia carcelaria de Junqueras.
La ha convertido el exvicepresidente de la Generalitat en un ejercicio
de piedad y de vocación.
Más que estar preso, se halla Oriol Junqueras
de clausura.
Escribe cartas
a la sombra de un crucifijo. Las recibe con ademanes de consejero
espiritual.
Pasea por el patio de Estremera como si recorriera el
claustro de la catedral de Girona y se deslizara con los vuelos de un
hábito franciscano.
Y debe confortarle el ejercicio de la fe,
pero también le está sirviendo para encubrir sus fechorías y delitos.
Se
ampara en la doctrina de la no violencia para renegar, abjurar, de toda
beligerancia callejera, aunque es Fray Junqueras el autor intelectual y
hasta factual de la temeraria trama independentista.
Suya ha sido y es
la arquitectura del procés.
De sus mandamientos, de sus órdenes, han
surgido los desafíos, los desplantes, los pucherazos, las perversiones
al Estado de derecho, los peligros de un clima social incendiario.
La amnesia antepone ahora el ejercicio de la
bondad.
Junqueras ha sido un agitador, un líder subversivo, de tal forma
que esta prosaica actitud de meapilas únicamente despierta
incredulidad, embarazo y estupefacción.
Le viene grande a Junqueras el
disfraz de mártir religioso.
No, no es propio de los hombres de Dios
sembrar el odio, incitar la discriminación, predicar la pureza étnica,
levantar el muro identitario.
Acaso debería matizar la tonsura, recortarse la
coronilla para adquirir el aspecto ortodoxo del fraile.
Consume Junqueras sus días de recogimiento y
aislamiento de libertad como si el tormento político que se le hace
expiar fuera una manera de alcanzar al Altísimo.
Ha sido Junqueras un
hombre de fe.
Y ha parecido más aún una figura cardenalicia que escruta
los susurros entre los muros vaticanos.
Cínico y oscuro. Seductor con la
palabra.
Implacable con los hechos.
Debe sentirse Fra Savonarola en el presidio
antes de que lo enviaran a la hoguera.
Un hombre de hábitos espartanos y
de oronda imagen renacentista, Junqueras, que ha encontrado en las
limitaciones de la cárcel el desafío a su propia severidad o de
impostura de eremita.
Viene a decirnos Junqueras que su reino no es
de este mundo y que no le afectan las contingencias terrestres, razones
oportunistas para definir ahora la independencia como un ideal
político, como una fórmula poética y simbólica a la que puede llegarse
con una escalera de versos endecasílabos.
Vive sin vivir en él,
Junqueras.
Y sufren los demás exconsellers
porque les asfixian los barrotes y el aliento de los presos comunes.
Y
porque extrañan las comodidades del mundo exterior.
Y abjuran del
independentismo.
Abrazan la Constitución como el libro de los salmos.
Serían capaces de tatuarse el 155 en la nuca.
Accederían a agitar la
bandera española en la grada de los ultra sur.
Junqueras no.
El padre Junqueras, monseñor
Junqueras, su excelencia Junqueras o su eminencia, entiende que la
prisión de Estremera es un camino de expiación que va a terminar
liberándole, incluso proporcionándole una visión mística de la tierra
prometida.
Pero también es débil fray Junqueras.
La
carne es débil, así es que redacta con tinta china un recurso con el que
aspira a salir de su retiro espiritual.
Un ejercicio de ambigüedad
retórica que define su personalidad de político bizantino y jeroglífico.
No está claro si acata o no acata el artículo 155.
No queda claro si
Junqueras quiere salir o quedarse.
Y no existe mejor lugar para exponer la represión del Estado español que
la cárcel ni mejor oficina de campaña que su celda mística, pero
Junqueras el espiritual y el gandhiano combate con el hombre en su
soledad y en su conciencia, sabiendo, como sabe, que los estigmas de sus
manos son más falsos que la sangre del fantasma de Canterville.