La desigual riada de ensayos sobre la revolución rusa con motivo de su centenario refleja la atracción que aún despierta un acontecimiento sobre el que gravitó gran parte del siglo XX.
El centenario de la Revolución de Octubre ha
inundado las librerías con una copiosa y dispar riada de publicaciones,
reflejo de la fascinación que aún despierta un acontecimiento sobre el
que gravitó gran parte del siglo XX y que desde la promesa original de
construir un paraíso igualitario desembocó en un régimen totalitario de
intensa actividad criminal.
El año 1917 fue extraordinariamente convulso
en Rusia.
Se inauguró con la revolución de febrero, que puso fin a tres
siglos de la dinastía Románov, y se clausuró el 25 de octubre (7 de
noviembre en el calendario actual) con el asalto bolchevique al palacio
de Invierno.
Todo ello en plena guerra con las potencias centrales
(Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano), con más de cinco
millones de campesinos reclutados por el ejército y al menos dos
millones desplegados en un frente de batalla imposible: los 3.000
kilómetros que separan el Báltico del Caspio.
La crónica de ese año crucial es el propósito de algunas novedades editoriales.
En su Nueva historia de la revolución rusa (Taurus),
Sean McMeekin atribuye, como muchos otros, la caída del zar a la
decisión de ir a la guerra, que interrumpió un despegue económico a su
juicio equiparable al de la actual China y metió al imperio en una fase
de inflación galopante.
Una manifestación de mujeres pidiendo pan el 23
de febrero (8 de marzo en el calendario actual, Día de la Mujer
Trabajadora) actuó como fulminante de una revolución que una semana
después provocó la abdicación de Nicolás II.
En medio se habían producido huelgas masivas en
las grandes fábricas y motines generalizados en los regimientos de la
capital ante la pasividad de los cosacos, que se negaron a disparar
contra los manifestantes.
Obreros y soldados rescataron una institución
creada durante la fallida revolución de 1905: el sóviet, comité de
elección asamblearia, que sería determinante en la ruptura de la cadena
de mando del ejército y en la posterior conquista del poder por los
bolcheviques.
Ese órgano dictaría la orden número 1, que garantizaba el
derecho de los soldados a organizarse y a ignorar las órdenes de sus
oficiales en caso de discrepancia política.
El Sóviet de Diputados
Obreros y Soldados ocuparía una de las alas del palacio neoclásico de
Táuride, sede de la Duma (Parlamento), en una perfecta metáfora del
poder dual.
McMeekin concede todo el crédito a la acusación de traición que el
Gobierno provisional lanzó contra Lenin por colaborar con los alemanes, a
quienes convenía objetivamente su estrategia de alto el fuego
unilateral, que permitiría a Berlín concentrar su esfuerzo bélico sobre
el flanco franco-británico.
A este escabroso asunto dedica un extenso y muy documentado capítulo Catherine Merridale en su obra El tren de Lenin (Crítica).
La académica británica profundiza como nadie antes en la compleja
telaraña de indicios verosímiles y pruebas groseramente falsificadas que
permitieron al Gobierno de Kérenski acusar a Lenin de traición.
En
opinión de Merridale, no hubo el río de oro que la prensa británica
trataba de descubrir entre el alto mando militar alemán y los
bolcheviques, pero sí donaciones significativas que, entre otras cosas,
contribuyeron a financiar el Pravda y que en parte se
canalizaron a través de Alexander Parvus, judío bielorruso miembro del
SPD alemán y viejo conocido de Lenin, asentado por aquellos años en
Estocolmo.
Este eventual contubernio con el Gobierno alemán es abordado por todos
los autores que estudian los acontecimientos de 1917, a sabiendas de que
Berlín no necesitaba invertir mucho dinero puesto que Lenin ya había
hecho de la paz sin condiciones el eje central de su estrategia
política.
“Paz, pan, tierra” fue el eslogan con el que arengó a sus
seguidores desde el balcón del palacio Kschessinska, convertido en sede
provisional de su partido, al día siguiente de su llegada a la estación
de Finlandia de Petrogrado, después de atravesar toda Alemania en el
famoso “tren sellado”.
Su decisión irrevocable de poner fin a la guerra
le conquistaría al fin el favor masivo de los soldados para su asalto al
poder.
Octubre (Akal) es tal vez la obra más inesperada del catálogo, firmada por el escritor británico China Miéville, de declarada militancia trotskista.
Autor de una decena de títulos narrativos que se han movido en el territorio de la ciencia-ficción, a veces lindante con el terror, ha sorprendido con un relato vibrante y riguroso, que se puede clasificar en el género de novela de no ficción, sobre los hechos acaecidos en Petrogrado de febrero a octubre de 1917.
Por sus páginas se despliega una frenética secuencia que en 10 meses conduce sin un minuto de respiro, con un detalle casi puntillista, desde la liquidación de la dinastía trisecular de los Románov hasta la irrupción de la primera dictadura proletaria de la historia.
En medio se sucedieron tres Gobiernos provisionales, un fallido putsch bolchevique que obligó a Lenin a huir de nuevo (esta vez a Finlandia) y una intentona militar a cargo del general Kornílov, mientras el presidente Kérenski soñaba brevemente con repetir el 18 Brumario de Napoleón.
El rastreo masivo de los archivos soviéticos
permite cien años después narrar los hechos con minuciosa precisión y
reproducir los debates políticos, no solo entre los adversarios, también
entre camaradas que a veces discrepaban apasionadamente.
Miéville narra
cómo a partir de posiciones a menudo minoritarias Lenin fue ampliando
sus apoyos con determinación inquebrantable, fe ilimitada en sí mismo y
una absoluta falta de empatía hacia los discrepantes.
En medio de un catálogo en el que predominan volúmenes de elevada densidad y gran masa surge una joya miniaturista, La revolución rusa: historia y memoria (Alianza),
en la que José M. Faraldo despliega en poco más de 200 páginas de
pequeño formato una prodigiosa síntesis de los años que van desde 1917
hasta la muerte de Lenin siete años después.
Es la suya una mirada
crítica sin estridencias, moderada, que mezcla la investigación propia
con los últimos trabajos historiográficos que han surgido de los
archivos.
Faraldo considera que el pronunciamiento de octubre, apelativo que
prefiere al de revolución, fue el inicio de un “gigantesco cataclismo”
que se prolongaría hasta la muerte de Stalin en 1953. El balance de
víctimas resulta casi incomprensible por su enormidad cósmica: 2
millones de soldados muertos en la Primera Guerra Mundial, de 3 a 5
millones durante la guerra civil y el hambre en el Volga, más de 10
millones (cifra que doblan algunos historiadores) durante el mandato de
Stalin por las hambrunas de Ucrania y la represión masiva.
La Segunda
Guerra Mundial añadiría otros 20 millones de muertos a esta enorme
catástrofe humana.
Para evitar que la estadística enfríe incluso los datos más escandalosos, Faraldo recurre en todos los capítulos a testimonios de contemporáneos que ayudan a entender y a dolerse por unos acontecimientos que condujeron al pueblo ruso desde la euforia por la liquidación de una autocracia que a nadie rendía cuentas hasta el miedo ante un régimen que no dudaba en matar a sus opositores. Sin negar el peso que tuvieron las movilizaciones masivas de mujeres, soldados y obreros, Faraldo asigna un protagonismo destacado en la revolución de febrero a los partidos liberales burgueses, cuya influencia fue ignorada y aun borrada sistemáticamente por el nuevo régimen.
Lenin era consciente de que nunca conseguiría el apoyo mayoritario de
sus compatriotas, porque el voto campesino se inclinaba hacia los social
revolucionarios, herederos de los naródniki del siglo XIX que
les habían acompañado en sus luchas por la tierra.
Las elecciones a la
asamblea constituyente, celebradas el 12 de noviembre, ya bajo el
régimen bolchevique, confirmaron sus previsiones otorgando la mayoría a
los social revolucionarios. Razón de más para recurrir al golpe, puesto
que Lenin jamás consideró la posibilidad de compartir el poder.
La nueva
asamblea constituyente, promesa central de la revolución de febrero,
fue disuelta por Trotski al día siguiente de su constitución
Faraldo polemiza con el historiador norteamericano Richard Pipes acerca
de la naturaleza del régimen leninista. El gran pope conservador de la
historiografía soviética, multicitado por historiadores de todas las
tendencias a pesar del castigo reputacional que sufrió por su
participación en el Consejo de Seguridad de Ronald Reagan, entiende que
el leninismo fue un derivado natural de la tradición autoritaria rusa y
de su incapacidad para construir una sociedad civil potente y libre. Su
obra fundamental, La revolución rusa, recuperada por Debate,
establece una línea de continuidad entre zarismo y leninismo.
Por el
contrario, Faraldo considera que la revolución bolchevique debe
interpretarse como una más de las transformaciones violentas de la
modernidad.
El gran miedo (Crítica), de James Harris, es un intento de ofrecer una nueva interpretación a la época del gran terror, que convirtió los casi 30 años del mandato de Stalin en una de las etapas más negras de la historia.
Frente a la
culpabilidad que de forma casi exclusiva se ha atribuido a Stalin, esta
obra inscribe la actividad criminógena del régimen en una estrategia
colectiva de defensa frente a las amenazas externas. Harris entiende que
el último culpable del terror fue el miedo a la invasión y a los
quintacolumnistas, un miedo que generaría una sucesión interminable de
conspiraciones en los cuerpos de seguridad que se saldaron con la
ejecución o el gulag.