Los efectos retardados de la secesión no ocultan su golpe a la democracia.
El golpe al Estatut y a la Constitución madurado a principios de septiembre con las leyes de ruptura o desconexión desembocó este martes en una declaración unilateral de independencia (DUI) asumida por el president de la Generalitat,
Carles Puigdemont, pero con efectos retardados por “unas semanas”.
Por más que esta declaración se haya procurado edulcorar con cláusulas restrictivas (se “asume” el presunto mandato del presunto referéndum, pero no se “proclama” abiertamente la república), suspensivas y ambiguas, una DUI es una DUI, y no otra cosa, y es fácil identificar esta maniobra como una burla más de Puigdemont al Estado de derecho.
Contra lo que sostuvo Puigdemont, no hubo mandato para la independencia en las elecciones del 27-S (sino de una minoría del 48% de los votos) ni lo hubo el pasado 1 de octubre, pues la votación del presunto referéndum fue además de ilegal, irregular, sin ninguna garantía, ni control, ni responsable fiable del recuento.
La prueba es que, contra lo que exigía el propio texto de la ley suspendida, no fue la Sindicatura electoral (la autoridad de control, destituida por el propio Govern), sino el presidente de la Generalitat quien proclamó los “resultados”.
Mayor atentado, no ya a la legalidad, sino incluso a su apariencia, es difícilmente imaginable.
Incluso en su fórmula enmascarada, la DUI viola las normas supremas del ordenamiento.
Porque adorna su abrogación en Cataluña. Porque desprecia el Estado de derecho y ningunea los mecanismos imprescindibles para emprender cualesquiera reforma legal.
Porque desobedece la suspensión del Tribunal Constitucional contra todos los actos que pretendan aplicar y/o desarrollar el ilegítimo e ilegal referéndum del 1-O.
Porque se realiza desafiando la mayoría cualificada parlamentaria necesaria incluso para cualquier cambio de la ley desde la ley.
Las sinuosas cláusulas suavizantes de la DUI podrían llevar a engaño a quien no estuviese avisado de que todo el procés viene siendo una continua sucesión de trampas y ambigüedades, tendentes a excitar a unos catalanes contra otros y a todos ellos contra el conjunto de los españoles.
Pero no será así.
Es una DUI.
Y lo es porque no se limita a recoger una ensoñación o aspiración genérica e inconcreta a la independencia, algo que sería rechazable, pero legítimo.
Al contrario: en ella, el president “asume el mandato” inapelable e irreversible de crear “un Estado independiente en forma de república”.
Lo es también porque, pese a ir acompañada de loas al diálogo y la mediación, solo los concibe como instrumentos para acompañar o facilitar la secesión, en ningún caso para impedirla.
Dicho de otra manera, los resultados de la mediación están, como ha sido siempre el caso, pretedeterminados de antemano: solo pueden conducir a la independencia, único escenario posible después del 1-O según Puigdemont, ya que el pueblo de Cataluña, cuya representación se sigue arrogando, se habría ganado tal derecho ante sí y ante el mundo.
Esa demanda de mediación es un esfuerzo inútil, porque la comunidad internacional ya se ha expresado.
Los Gobiernos y todas las instituciones se han pronunciado ya, de forma contundente e inapelable, contra la secesión, porque, como este mismo martes dijo el presidente del Consejo Europoeo, Donald Tusk, sería perjudicial “para Cataluña y España y para toda Europa”.
También porque incurre en ilegalidades flagrantes, como los letrados del Parlament han reiterado.
Y sobre todo porque se trata de una decisión que se presenta como irreversible, aunque aplazada.
No es que lo sea por principio, por cuanto bastaría que sus autores se desdijesen rotundamente de la misma, sino porque plantea como condición para su retirada un desafío imposible de cumplimentar por este o cualquier otro Estado de derecho, como es la violación de la Constitución.
Podríamos estar hablando de otra forma si Puigdemont y los suyos se hubiesen comprometido a anular todas las disposiciones de las suspendidas leyes de desconexión.
Todo sucedió en un escenario aderezado de sombríos agravantes. La convocatoria de manifestaciones rodeando al Parlament, con el pretexto de apoyarlo, resulta una evidente amenaza a los diputados disidentes.
El hallazgo de una hoja de ruta para balizar el proceso a la independencia a través de “desestabilizar económica y políticamente” el país, es más que inquietante.
Y la acusación de la Guardia Civil a la dirección política de los Mossos de haberse abstenido de desbaratar el referéndum del 1-O no es de menor cuantía.
La extrema gravedad de esos sucesos plasma la deslealtad del Gobierno de la Generalitat con las restantes instituciones catalanas y con el Estado del que forma parte en su conjunto.
Es por ello que al Gobierno que preside Mariano Rajoy no le queda otro remedio que aplicar la ley con la severidad proporcional al caso, que es enorme.
No cabe sino reaccionar.
Y por tanto, requerir al Govern que se instala en la desobediencia o la sedición a que aclare sobre qué entramado legal pretende fundamentar su autoridad; a que revierta su indisciplina y respete el ordenamiento, reconociendo como abolidas y carentes de efectos las leyes de “desconexión” y anunciando la serie de medidas a adoptar para que el respeto a la legalidad tenga efecto.
Por más que esta declaración se haya procurado edulcorar con cláusulas restrictivas (se “asume” el presunto mandato del presunto referéndum, pero no se “proclama” abiertamente la república), suspensivas y ambiguas, una DUI es una DUI, y no otra cosa, y es fácil identificar esta maniobra como una burla más de Puigdemont al Estado de derecho.
Contra lo que sostuvo Puigdemont, no hubo mandato para la independencia en las elecciones del 27-S (sino de una minoría del 48% de los votos) ni lo hubo el pasado 1 de octubre, pues la votación del presunto referéndum fue además de ilegal, irregular, sin ninguna garantía, ni control, ni responsable fiable del recuento.
La prueba es que, contra lo que exigía el propio texto de la ley suspendida, no fue la Sindicatura electoral (la autoridad de control, destituida por el propio Govern), sino el presidente de la Generalitat quien proclamó los “resultados”.
Mayor atentado, no ya a la legalidad, sino incluso a su apariencia, es difícilmente imaginable.
Incluso en su fórmula enmascarada, la DUI viola las normas supremas del ordenamiento.
Porque adorna su abrogación en Cataluña. Porque desprecia el Estado de derecho y ningunea los mecanismos imprescindibles para emprender cualesquiera reforma legal.
Porque desobedece la suspensión del Tribunal Constitucional contra todos los actos que pretendan aplicar y/o desarrollar el ilegítimo e ilegal referéndum del 1-O.
Porque se realiza desafiando la mayoría cualificada parlamentaria necesaria incluso para cualquier cambio de la ley desde la ley.
Las sinuosas cláusulas suavizantes de la DUI podrían llevar a engaño a quien no estuviese avisado de que todo el procés viene siendo una continua sucesión de trampas y ambigüedades, tendentes a excitar a unos catalanes contra otros y a todos ellos contra el conjunto de los españoles.
Pero no será así.
Es una DUI.
Y lo es porque no se limita a recoger una ensoñación o aspiración genérica e inconcreta a la independencia, algo que sería rechazable, pero legítimo.
Al contrario: en ella, el president “asume el mandato” inapelable e irreversible de crear “un Estado independiente en forma de república”.
Lo es también porque, pese a ir acompañada de loas al diálogo y la mediación, solo los concibe como instrumentos para acompañar o facilitar la secesión, en ningún caso para impedirla.
Dicho de otra manera, los resultados de la mediación están, como ha sido siempre el caso, pretedeterminados de antemano: solo pueden conducir a la independencia, único escenario posible después del 1-O según Puigdemont, ya que el pueblo de Cataluña, cuya representación se sigue arrogando, se habría ganado tal derecho ante sí y ante el mundo.
Esa demanda de mediación es un esfuerzo inútil, porque la comunidad internacional ya se ha expresado.
Los Gobiernos y todas las instituciones se han pronunciado ya, de forma contundente e inapelable, contra la secesión, porque, como este mismo martes dijo el presidente del Consejo Europoeo, Donald Tusk, sería perjudicial “para Cataluña y España y para toda Europa”.
También porque incurre en ilegalidades flagrantes, como los letrados del Parlament han reiterado.
Y sobre todo porque se trata de una decisión que se presenta como irreversible, aunque aplazada.
No es que lo sea por principio, por cuanto bastaría que sus autores se desdijesen rotundamente de la misma, sino porque plantea como condición para su retirada un desafío imposible de cumplimentar por este o cualquier otro Estado de derecho, como es la violación de la Constitución.
Podríamos estar hablando de otra forma si Puigdemont y los suyos se hubiesen comprometido a anular todas las disposiciones de las suspendidas leyes de desconexión.
Todo sucedió en un escenario aderezado de sombríos agravantes. La convocatoria de manifestaciones rodeando al Parlament, con el pretexto de apoyarlo, resulta una evidente amenaza a los diputados disidentes.
El hallazgo de una hoja de ruta para balizar el proceso a la independencia a través de “desestabilizar económica y políticamente” el país, es más que inquietante.
Y la acusación de la Guardia Civil a la dirección política de los Mossos de haberse abstenido de desbaratar el referéndum del 1-O no es de menor cuantía.
La extrema gravedad de esos sucesos plasma la deslealtad del Gobierno de la Generalitat con las restantes instituciones catalanas y con el Estado del que forma parte en su conjunto.
Es por ello que al Gobierno que preside Mariano Rajoy no le queda otro remedio que aplicar la ley con la severidad proporcional al caso, que es enorme.
No cabe sino reaccionar.
Y por tanto, requerir al Govern que se instala en la desobediencia o la sedición a que aclare sobre qué entramado legal pretende fundamentar su autoridad; a que revierta su indisciplina y respete el ordenamiento, reconociendo como abolidas y carentes de efectos las leyes de “desconexión” y anunciando la serie de medidas a adoptar para que el respeto a la legalidad tenga efecto.