Es dudoso que nadie tenga previsto nada, porque demasiada gente lleva años instalada no sólo en la negación de la realidad, sino en la del futuro como si el tiempo fuera a detenerse en el “momento culminante, inaugural y apoteósico”.
Y el tiempo jamás se detiene.
Abducidos por la CUP, a Puigdemont y a Junqueras ya no les importa que, declarada la independencia de Cataluña (tal como hoy está planteada), su país se quedara aislado, súbitamente empobrecido, casi apestado.
Que saliera de la Unión Europea y careciera de reconocimiento internacional (con alguna exótica excepción perteneciente a la categoría de “amores que matan”), que su economía cayera por debajo del bono basura en que ya se encuentra, que se largaran numerosas empresas.
Que se ganara la animadversión de Francia, la cual lo vería como una amenaza territorial, ya que esa Cataluña “independiente” es o sería expansionista e imperialista y querría apropiarse del Rosellón al cabo del tiempo, Valencia y Baleares aparte.
Y la de Italia, que vería un peligroso precedente para las aspiraciones de la Lega Nord, ese partido fascista tan semejante al llamado “bloque soberanista”, y que pretende separar la Lombardía, el Piamonte y el Véneto (las zonas más ricas) del resto de la nación.
Y la de Alemania, Holanda, Bélgica, probablemente la del Reino Unido y sin duda la de los Estados Unidos, que se mostrarían contundentes si, por ejemplo, Texas o California decidieran desgajarse.
Pero les importa nada a quienes han sometido a los catalanes a algo parecido a las preguntas-trampa, del tipo “¿Ya no pega usted a su mujer?”
Si uno contesta que sí, malo. Si contesta que no, también malo, porque está admitiendo que “antes” sí le pegaba.
Ante esas añagazas sólo cabe negar la pregunta y, por supuesto, no contestarla.
Darle la espalda.
Hoy, en Cataluña, en el instante en que alguien se presta a votar “Sí” o “No”, está dando carta de naturaleza a una pantomima y a una farsa.
Más allá de que el Gobierno central impida efectivamente el referéndum, estar dispuesto a participar en él (insisto: tal como se ha planteado) es estarlo a participar en un golpe de hechos consumados y en una nueva sociedad autoritaria.
Hace ya mucho que la elección democrática de un Gobierno no garantiza que éste lo sea.
No lo es el que no respeta a la oposición (es decir, a los ciudadanos que no lo han votado), ni a las minorías; ni el que inventa e impone nuevas leyes a su conveniencia, ni el que atropella la división de poderes; no lo es el que hostiga y arruina a la prensa poco complaciente con él y al final la suprime, ni el que acaba con la independencia de los jueces y los nombra a dedo (como sucede en Venezuela);ni el que impide debatir asuntos muy graves en el Parlamento y ni siquiera permite leer sus informes a sus propios letrados o intervenir a su Comisión de Garantías, como hizo Forcadell hace menos de un mes, despóticamente.
Pero sobre todo no lo es el que, con desprecio absoluto, excluye a una gran parte de la población, la mitad o más seguramente, y decide que los que no se pliegan a sus designios simplemente no cuentan, y por ende se puede actuar y se actúa como si no existieran.
O como si fueran “anticatalanes”, “traidores”, “botiflers”, “fascistas”, “unionistas”, “españolistas”, “escoria”, se ha dicho hasta la saciedad todo esto.
Si ustedes se fijan, nadie en Cataluña, y muy pocos en el resto de España, insultan a los independentistas.
Se trata de una opción legítima y desde luego legal, siempre que no se intente imponerla a los demás mediante la intimidación, la exclusión, el chantaje, la represalia o la amenaza directa: la que han sufrido ya muchos alcaldes reacios a ceder sus ayuntamientos para la pantomima.
Porque es pantomima, si es que no pucherazo, un referéndum con ocultaciones, con un censo fantasma, una transparencia inexistente, un control llevado a cabo por los partidarios del “Sí”, sin cabinas, sin plazo cuerdo, sin una participación mínima para considerarlo válido y sin más requisito para dar por cierto su resultado que un solo voto más para la opción ganadora, que además ya está decidida y cantada: si sólo acuden a votar los que votan “Sí”, me dirán ustedes dónde está el misterio.
Este referéndum es tan sólo un mal adorno.
La Generalitat lleva tiempo obrando como si se hubiera celebrado ya, con el resultado propugnado por ella, casi impuesto (su “neutralidad” es un chiste).
La prueba es que ha aprobado “leyes de transitoriedad” o “desconexión” tranquilamente.
Nos encontramos ante un caso claro de absolutismo: esto va a ser así porque así lo queremos nosotros; los que no estén de acuerdo son anticatalanes y ya no cuentan.
Franco hizo algo muy parecido al final de la Guerra Civil: los que no me acaten y aclamen son la “antiEspaña”.
La única manera de oponerse hoy a eso es negar la pregunta, y que la cantidad de votantes —ingenuos o no— sea ridícula.
Es decir: de participantes en la farsa.