La actriz clausura el Festival de Cine de San Sebastián con 'La buena esposa', una historia de secretos compartidos.
Glenn Close, en San Sebastián.
javier hernandez juantegui
Toda una vida de mentiras y un secreto guardado en la intimidad
familiar.
Tras cuarenta años dedicados a sacrificar su propio talento y
apoyar la carrera literaria de su propio marido, la mujer decide hacer
saltar todo por los aires.
La buena esposa, el filme que clausura la 65º edición del Festival de Cine de San Sebastián,
pone el dedo en la llaga en las dificultades de muchas mujeres por
tener su propia voz y más durante los años cincuenta en Estados Unidos.
Glenn Close
y Jonathan Pryce interpretan a una pareja aparentemente feliz que se
enfrenta al momento más importante de sus vidas cuando al marido le
conceden el Premio Nobel de Literatura.
Será en medio de la nieve y el
frio de Estocolmo, durante los actos conmemorativos del premio, cuando
toda esa mentira estallará de manera definitiva.
Dirigida por el cineasta sueco Björn Runge, La buena esposa,
que se basa en el libro del mismo título de la escritora estadounidense
Meg Wolitzer, pone de nuevo a Glenn Close ante la interpretación de una
mujer oscura.
En el filme, la actriz Glenn Close trabaja junto a su hija
Annie Starke, en el papel de su madre de joven, Christian Slater y Max
Irons.
“La vida no está hecha de buenos y malos, sino que todos tenemos
zonas grises”, ha asegurado Close durante la presentación del filme, en
el último día de Zinemaldia y cuando toda la atención está puesta en los
premios que se darán a conocer esta noche en la gala de clausura.
La historia de La buena esposa está ambientada en los años
cincuenta en Estados Unidos cuando todavía a muchas mujeres se les
negaba la posibilidad de triunfar y más en carreras creativas como la
literatura.
“Todas las mujeres se pueden sentir identificadas en algún
aspecto.
Conocemos a muchas que pasan gran parte de su vida de su vida
apagando la luz que ellas irradian y ofreciendo su luz a otras personas.
Por eso, es un acto de valentía el hecho de que las mujeres decidan
brillar con su propia luz y dejar que salga el poder que llevan dentro.
Pero lo que está claro es que muchas veces no encuentran el apoyo
necesario para hacerlo”, ha explicado la actriz de 73 años y un aspecto
espléndido.
La intérprete de Atracción fatal o El secreto de Albert Noobs
encuentra en este nuevo filme la posibilidad de mostrar la liberación y
el autodescubrimiento de las mujeres a través de una escritora que se
negado a sí misma la posiblidad del talento y el reconocimiento.
Si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos.
La escritora checa Monika Zgustova en 2016.EFE
Ay, si una aprendiera de lo que lee. Si una aprendiera de las
tortuosas vidas, aquellas que, en principio y por fortuna, no habremos
de vivir en carne propia, si una tuviera en cuenta en qué consiste la
suerte de estar viva y poder contarlo; si después de cerrar las páginas
que narran la vida de mujeres que padecieron años de trabajos forzados
en el Gulag, si al leer fuéramos conscientes de que toda existencia
contiene la posibilidad del horror, si las historias de otros nos
modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos
cotidianos y contribuiríamos a mantener un aceptable nivel de
convivencia. Eso pienso, tras haber leído estos días conteniendo el aliento Vestidas para un baile en la nieve, de la escritora checa residente en Barcelona Monika Zgustova.
Una
muchacha muy joven, Zayara Vesiólaya, vestida para ir a un baile, con
trajecito de seda y tacones, es detenida una noche de 1949 por la
policía, que irrumpe en su casa por sorpresa.
Ahí comienza su viaje con
destino al Gulag. ¿Y tú, por qué estás aquí?, le pregunta un compañero
de desgracias.
Ella responde casi con naturalidad: “Por mi padre; es
enemigo del pueblo”.
Ahí comienza la historia de Zayara, que se hará una
mujer madura trabajando sin descanso, con fríos que no podemos calibrar
cómo el cuerpo los soporta, bajo los insultos de los guardianes y
cargando un peso que se diría imposible que sostuvieran los hombros de
una mujer.
Cuenta su historia en primera persona, porque Monika
Zgustova, con enorme sensibilidad, no quiso interferir en el relato de
unas mujeres que vivieron una experiencia de la que jamás podrían
zafarse, por mucho que regresaran a la vida de las personas libres.
Todo empezó cuando Zgustova asistió en 2008 a una reunión en Moscú de
antiguos presos del Gulag; allí descubrió que las historias de las
mujeres habían sido, como así suele ocurrir, menos contadas. Se propuso
dar voz a estas supervivientes y las fue visitando en sus apartamentos
de Moscú, Londres y París.
Su escucha atenta le permitió apreciar la
singularidad de cada historia pero también los elementos comunes que las
unían.
En muchos casos, las mujeres pagaban por los supuestos delitos
de sus maridos o sus padres, dado que el estigma de una condena se
contagiaba y toda una familia caía en desgracia.
Es complicado entender y explicar por qué este libro que recoge las
voces de mujeres que pasaron los mejores años de su vida entregadas al
trabajo esclavo e inútil (construían muros que debían derrumbar al día
siguiente) es también una demostración de que el alimento intelectual
puede a veces salvar a un ser humano cuando el cuerpo no se sostiene en
pie. Estas presas políticas sin delito alguno eran cultas, amantes de la
poesía y la música como solo puede serlo el pueblo ruso. Llevaban en su
memoria poemas de Tsvetáieva, de Ajmátova o de Pasternak, y por las
noches se los recitaban unas a otras. A menudo, los inventaban durante
las horas de trabajo para compartirlos después, cuando rendidas por una
jornada devastadora, su ponían a la tarea de reconstruir el espíritu. Aquellos años que la hija de la poeta Tsvetáieva definiera como un
tiempo de “tristeza sin expectativas” marcaron hasta tal punto su manera
de estar en el mundo que la vuelta a la libertad les resultó imposible.
El espectáculo de la alegría mundana las ofendía, todo les resultaba
banal, no podían comprender esas preocupaciones cotidianas a las que
solemos conceder tanta importancia. ¿Esto era la vida?, se preguntaban. Buscaron la compañía de hombres que también hubieran padecido la
experiencia de los campos de trabajo, porque aunque fueran desastrosos
como pareja entendían cuál había sido el grado de humillación y
maltrato, compartían el trauma de un pasado que no sabían contar. Pero
la autora consiguió que las ancianas hablaran, pasó horas con ellas en
sus cocinas, bebiendo té, rodeadas siempre de música y libros, porque la
cultura fue para estas heroínas el único consuelo al que aferrarse. Algunas han muerto cuando este libro sale a la luz. A lo largo de nueve
años, Zgustova fue visitándolas para ir reconstruyendo sus testimonios
que aún hoy son menos conocidos que los de los supervivientes del
Holocausto. Las dos mujeres que cierran el libro son Olga Ivínskaya,
amante de Pasternak, y su hija Irina. Si el autor de Doctor Zhivago tuvo que renunciar al Nobel, a la mujer que inspiró el personaje de Lara y a su hija les arrebataron parte de su ser. Por las noches, cuentan, planchaban la ropa con las manos, se quitaban
el barro de las botas, se despiojaban unas a otras, compartían versos y
música, soñaban con los hombres que habían dejado atrás. Dice una: “No
puedo imaginarme mi vida sin los campos. Y más todavía: si tuviera que
volver a vivir, no querría ahorrarme esta experiencia. Cuanto más
espantosa era la existencia, más firme resultaba ser la amistad. En la
vida normal, semejantes lazos no tienen cabida. Se requieren
sentimientos y emociones extremas para que ese cariño y esa solidaridad
sean posibles”.
Jueces y magistrados de Cataluña expresan su angustia ante el acoso que sufren por aplicar la ley.
Decenas de manifestantes portan banderas durante una concentración en Barcelona. REUTERS
“Somos el último bastión del Estado en Cataluña, y
sin embargo estamos desnudos”.
Muchos de los 810 jueces y magistrados
llamados a hacer cumplir la Constitución ante el desafío secesionista
temen que la Generalitat —de la que dependen desde el punto de vista
logístico— intente bloquear su labor en las horas críticas del referéndum ilegal de este domingo.
“Desde los edificios que ocupamos”, explica Luis Rodríguez Vega,
presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) en
Cataluña, “hasta los bolígrafos con los que firmamos las sentencias,
todo pertenece a la Generalitat”.
“Hay una sensación de fortaleza del
Estado que es falsa, porque España se ha ido retirando y ya es casi
imperceptible en muchos lugares.
Y ahora nos toca a nosotros.
Nos
quieren dar a elegir entre la Constitución y la nueva legalidad. Es
terrible, pero no tendremos más remedio que elegir entre la traición y
el exilio”, dice.
Tristeza, pena, sorpresa, angustia… Son
sentimientos comunes a los cuatro jueces —dos mujeres y dos hombres—
consultados para este reportaje.
Solo uno —Luis Rodríguez Vega,
madrileño de nacimiento y con más de 20 años de ejercicio en Cataluña—
acepta hablar a nombre descubierto.
El resto prefiere el anonimato para
no enrarecer aún más sus relaciones profesionales y personales.
Una magistrada de Barcelona con largos años de profesión admite: “Es la peor situación profesional que he vivido,
porque los partidos, que son quienes tenían que haber resuelto
políticamente esta cuestión, nos han trasladado el problema y nos han
colocado en una situación terriblemente insoportable.
Desde el punto de
vista profesional y también personal. Imagínese, mi hija simpatiza con
la CUP”.
El juez Rodríguez Vega confía su experiencia personal: “Mi
pareja es catalán e independentista.
Llevamos juntos desde 1996 y dejó
de ir a las manifestaciones cuando le dije:
‘Para vosotros ir a la Diada
es como una fiesta, pero no sois conscientes de que la otra mitad de
Cataluña lo vive como un drama y como un desgarro.
No existimos.
Nuestras emociones no valen”.
Los jueces consultados coinciden en que la
presión ambiental les impide concentrarse en el trabajo.
Una juez
asegura que, en el caso de que el plan secesionista siga avanzando, una
gran parte de la profesión optará por marcharse. Otra magistrada va
incluso más allá: “Nos iríamos todos”. Rodríguez Vega dice que sería la
opción más coherente:
“Quieren que traicionemos nuestros valores. Yo
nunca pensé que llegaría un día en el que tendría que medir el valor de
mi compromiso.
Yo tenía 14 o 15 años cuando Franco murió, así que he
vivido en democracia.
Siempre pensé que el juramento que hacen los
jueces cuando juran o prometen la Constitución era un rito.
Pero ahora
resulta que están poniendo a prueba el valor de ese compromiso. Y yo
creo que no lo voy a defraudar”.
El presidente de la APM y el resto de los jueces
que han hablado con este periódico aseguran que aquella sociedad
catalana abierta que les cautivó se ha convertido en un lugar crispado e
intolerante. “Nunca imaginé”, explica un magistrado, “que desde la
ventana de mi despacho podría llegar a ver una manifestación de abogados
estos días gritando democracia.
El que los responsables políticos se pongan a gritar a favor de la
desobediencia delante de un tribunal es algo inaudito, algo que en
Occidente ni existe ni se puede tolerar”.
El juez Rodríguez Vega añade: “El otro día leí un
libro que decía que la realidad es de las cosas que menos tolerancia
admiten.
Estos señores resulta que no admiten la realidad, porque la
realidad es que no pueden conseguir la independencia dentro del marco
constitucional.
Tienen que modificar el marco, y como se ven impotentes
de hacerlo de forma legal han decidido salirse.
Y se han salido con unos
lemas –democracia, derecho a decidir— que han triunfado.
El Estado ha
perdido la batalla del relato.
Y es muy difícil hablar con ellos porque
siempre salen con los agravios.
La lista de agravios se va llenando y es
muy difícil vaciarla”.
Casi todos los jueces consultados admiten que la
política tuvo su momento y fracasó.
“Y ahora nosotros”, lamenta una
juez, “tenemos que actuar con el único instrumento que tenemos: la ley”.
“Y por mucho que podamos entender las inquietudes de la gente, no
tenemos demasiada capacidad de maniobra”, señala.
“La vía judicial no
resolverá nunca el conflicto, al contrario.
Pensar que con la represión
se puede resolver el problema de Cataluña es uno de los errores más
grandes que se han cometido”.
El reality que conduce Jorge Javier
Vázquez se enfrenta a los peores datos de audiencia de su historia, a un
presentador que no encaja y a un público fiel que ha dejado de serlo
para convertirse en su peor enemigo.
La
revolución la tiene montada Mediaset en las redes sociales, porque a
pesar de haber una manifestación convocada a las puertas de la cadena de
Fuencarral por los indignados fans, al parecer nadie ha acudido a la
cita.
Gran Hermanoha empezado con muy mal pie.
Los que se han revolucionado, (¡y de qué manera!) son los fieles a Gran Hermano 18 (y
los aspirantes a concursantes), un aluvión de fans que no han dejado de
lado el programa desde su estreno allá por abril del año 2.000.
Ni
ellos ni sus hijos (probablemente), ya que en estos diecisiete años el
reality más longevo de la televisión española ha sabido ir captando la
atención de los más jóvenes para que se sumasen al carro de los
seguidores de Gran Hermano.
La niña bonita deMediaset en
cuanto a espacios de telerrealidad, que genera y retroalimenta al resto
de programas del grupo (un estrategia muy acertada que puso en marcha
la cadena que dirige Paolo Vasile con gran éxito), hace aguas y es
posible que en esta ocasión, ni los concursantes ni la audiencia (ni
siquiera Mercedes Milá) sean capaces de salvar del naufragio total a Gran Hermano Revolution.
Todo apunta a que ni la revolución salvará a Gran Hermano de la quema.
El programa se va a pique y la situación ni es nueva ni sorprende a nadie (probablemente ni dentro de Gran Hermano 18).
Mientras los datos de audiencia caen cada día de manera más estrepitosa,
las redes sociales se han convertido en un clamor pidiendo la vuelta de
algunas de las tradiciones que llevaron a Gran Hermano Revolutiona
convertirse en uno de los formatos más exitosos de la historia de la
televisión.
La audiencia advierte que no es su intención ir contra Gran Hermano Revolution, pero que «así no».
Ni les gusta cómo ha comenzado Gran Hermano Revolutioneste
año (fue la gala inaugural menos seguida de la historia), ni les gusta
su presentador (y eso ya lo habían dicho el año pasado, la primera
edición que presentó Jorge Javier Vázquez), ni le gusta el casting (que
no ofrece nada nuevo ni innovador, aunque a estas alturas es bastante
difícil), ni están conformes con el fin del 24 horas).
Telecinco tarda en ser consciente de los problemas que le acechan.
Ocurrió con La Noria, y es posible que Gran Hermano 18
tampoco tenga una muerte rápida. Sino más bien todo lo contrario.
El
formato agonizará en las próximas semanas, mientras la sangría de
audiencia seguirá creciendo, porque la cadena no está dispuesta a acabar
con una de sus apuestas seguras.
Pero visto lo visto, y con la
distancia que le están sacando algunos de sus rivales directos, ¿tiene
sentido que siga en antena? ¿es este el final definitivo de Gran Hermano Revolution?