El Louvre estudia si un boceto tiene trazos de la mano zurda del gran maestro florentino.
El dibujo de un desnudo que guarda un sorprende parecido con la Mona Lisa podría haber sido realizado por Leonardo da Vinci,
afirmaron expertos a la la agencia Afp este jueves. Un grupo de
científicos del museo del Louvre de París, donde se exhibe esta obra
maestra, examinaron un dibujo a carboncillo conocido como la Monna Vanna, que había sido atribuido al estudio del artista florentino.
El dibujo había permanecido desde 1862 en la amplia colección de arte
renacentista del Museo Condé, en el palacio de Chantilly, al norte de
la capital francesa. Los conservadores del museo creen, tras meses de
exámenes en el Louvre,
que "el dibujo es al menos en parte" obra de Leonardo. "El dibujo es de
calidad, por la forma en que se han efectuado el rostro y las manos,
que es verdaderamente notable. No es una copia insulsa", explicó el
conservador Mathieu Deldicque. "Estamos viendo algo que fue realizado en paralelo a la Mona Lisa, al final de la vida de Leonardo", añadió. "Es casi seguro que se trata de un trabajo preparatorio para una
pintura al óleo", agregó, deduciendo que estaría íntimamente relacionado
con la Mona Lisa. Según Deldicque, las manos y el cuerpo son casi
idénticos a la obra maestra de Leonardo da Vinci. El dibujo es casi de
la misma talla que la Mona Lisa, mientras que los pequeños agujeros que
hay en torno al cuerpo indicarían que podría haber sido utilizado para
dibujar esa silueta en el lienzo, argumentó. El experto en restauración del Louvre Bruno Mottin confirmó
que el dibujo data de la época en que vivió Leonardo da Vinci, a
comienzos del siglo XV y que era de una "muy alta calidad". Los exámenes
probaron que no se trataba de una copia de un original perdido, declaró
el experto al diario 'Le Parisien'. Sin embargo, advirtió que "hay que
ser prudentes" sobre la autoría. "El trazo de la parte de arriba del
dibujo, cerca de la cabeza, fue realizado por una persona diestra",
mientras que el artista, que falleció en Francia en 1519, era zurdo. "Es
un trabajo que tomará tiempo", añadió. "Se trata de un dibujo sobre el
que es muy difícil trabajar, porque es especialmente frágil". Sin embargo, Mottin afirmó que esperaban esclarecer la
identidad del artista en un plazo de dos años, a tiempo para una
exposición en Chantilly con motivo del 500 aniversario de la muerte de
Leonardo da Vinci.
Más de 10 expertos han estudiado cuidadosamente el dibujo en
las últimas semanas, recurriendo a varios escáneres y otros métodos
científicos. Sus investigaciones se han centrado en averiguar si el
dibujo se realizó antes o después de la Mona Lisa, que fue realizado
después de 1503. El dibujo de Chantilly había sido atribuido, en principio,
al maestro toscano cuando fue comprado por el Duc d'Aumale en 1862 por
7.000 francos, una suma importante en aquel entonces. Pero, años
después, los especialistas dudaron sobre su autenticidad y dedujeron que
el dibujo podría haber estado ejecutado por algún miembro del estudio
del artista. Existen unas 20 pinturas y dibujos de la Mona Lisa desnuda en colecciones de todo el mundo pero la mayor parte de ellas han sido muy difíciles de datar.
Asesinó a dos hombres y dos mujeres a sangre fría. El caso horrorizó a la España de Franco.
En la España de los años cincuenta, antes de la visita del presidente estadounidense Eisenhower que bendeciría la dictadura franquista
y de la puesta en marcha del Plan de Estabilización que sacaría al país
de la miseria, en aquellos días de hace hoy 50 años, un chico de buena
familia, ex alumno del colegio del Pilar de Madrid (vivero de ministros,
directores generales y prebostes desde hace un siglo), se llevó por
delante a cuatro personas a tiro limpio. Se llamaba José María Manuel
Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Moris y era sobrino del entonces
presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo, quien años después sería ministro de Justicia. En el juicio que se siguió contra él por las cuatro muertes, su defensor
lo calificó de "psicópata". "La mejor medicina para los psicópatas es
el cadalso", soltó uno de los acusadores. Pero Jarabo no era tal cosa;
sus crímenes obedecieron a unos impulsos más comunes y reconocibles,
fueron crímenes propios de un caballero español. Aunque el abogado
falangista Roberto Reyes, uno de los acusadores, no compartía esta
opinión. "Nada más tener noticia del cuádruple asesinato tuve bien claro
que el asesino no podía ser español". Y cuando se enteró de que Jarabo
sí lo era, concluyó: "Lo es, pero tiene una formación extranjerizante". Lo que no dejaba de ser cierto porque Jarabo se hizo adulto en el hampa y
las cárceles norteamericanas.
Acababa de cumplir 17 años, en 1940, cuando su familia se trasladó a Puerto Rico. Jarabo abandonó completamente los estudios y, siempre mimado por su
madre, llevó una vida de golfo y holgazán hasta que al cumplir los 20
contrajo, primero, una neurosífilis, y semanas después, matrimonio con
una rica heredera. Pero Jarabo no estaba hecho para el matrimonio, y el divorcio llegó
pronto. Se trasladó a Nueva York. Allí fue condenado por tráfico de
drogas y de pornografía, y tras cuatro años de cárcel tomó un avión de
Iberia y aterrizó en Madrid el 20 de mayo de 1950 provisto de un buen
bagaje: diez millones de pesetas, que su madre le dio para que se
"estableciera" en la capital, y unas vivencias del mundo de las drogas,
la prostitución, el hampa y las cárceles que le permitieron, al poco de
llegar, convertirse en el rey de la noche del foro madrileño. Alto, fuerte como un toro, con aspecto de galán de película mexicana,
con una sexualidad insaciable, simpático, de trato exquisito, Jarabo se
convirtió en un hombre de leyenda. Las mujeres se lo rifaban. Madrid era
entonces una ciudad pueblerina, y aquellos trajes tan bien cortados,
aquellos cochazos sensacionales, causaban admiración. Para imaginarse
cómo debía de ser su tren de vida, baste señalar que aquellos diez
millones de pesetas que le diera su madre (¡diez millones de 1950!) le
duraron dos años.
Su punto débil era el alcohol, le despertaba una
tremenda agresividad y constantemente se veía envuelto en peleas
surgidas casi siempre por problemas de faldas. Aunque en muchas
ocasiones salía en defensa de alguien que lo necesitara, en plan
justiciero, como el día en que estaba tomando un negroni en
Parsifal, frente al Bernabéu, y se fijó en que tres pijos adinerados se
reían de un hombre de cierta edad al que acompañaba una impresionante
jovencita. Agarró a los tres jóvenes, los sacó del local y, ya en la
calle, les pegó una monumental paliza. Y fue una mujer, el honor de una mujer, el motivo que llevó a Jarabo a
sentarse ante el garrote vil. Era inglesa y se llamaba Beryl Martin
Jones. Estaba casada con un francés y vivían en Lyon. Había llegado sola
a Madrid a comienzos del verano de 1957 con la idea de hacer un poco de
turismo y, fundamentalmente, reflexionar sobre el futuro de su
matrimonio que comenzaba a hacer aguas. Pero en cuanto se cruzó con Jarabo, poco tiempo le quedó para la
reflexión. Vivieron un verano de ensueño; Beryl, completamente enamorada
del seductor latino que, insospechadamente, le correspondió con una
relación más profunda y duradera de lo habitual.
Pero llegó el otoño y se acabó el dinero. Jarabo estaba esperando la
llegada de un envío de cocaína (una de sus fuentes de ingresos) y con
las 7.500 pesetas mensuales que le enviaba su madre no tenía ni para
empezar Y entonces Jarabo reparó en un anillo de Beryl, un solitario de
oro con un hermoso brillante que no costaría menos de 50.000 pesetas. Y
a renglón seguido pensó en Jusfer, un nido de buitres que figuraba como
una tienda de compraventa, pero en realidad era una casa de empeños,
tan en boga en aquellos duros años. Los que necesitaban con urgencia dinero y no podían acudir al Monte
de Piedad, la casa de empeños legal, se veían obligados a acudir a
antros como Jusfer, donde unos usureros se nutrían de las calamidades
ajenas. Llevaban una cubertería, una colcha de seda, joyas, plumas
estilográficas, relojes y lo ofrecían a los buitres. Si la prenda valía
100, le ofrecían 10 al necesitado, quien para recuperarla tenía que
pagar 30 o 40 en un plazo corto de tiempo si no quería que se la
vendiesen a un tercero. Los usureros de Jusfer se llamaban Emilio Fernández Díaz y Félix
López Robledo. Jarabo los conocía de antiguo y acudió con Beryl a la
tienda. Ambos se quedaron de piedra cuando los buitres no les ofrecieron
más de 4.000 pesetas por una joya que valía 10.000 duros. No les quedó
más remedio que aceptar y pensar que también sería más barato recuperar
el solitario. Lo harían en unos días, en cuanto llegara la cocaína que
esperaba Jarabo. Se acabó el dinero, llegó el frío, y Beryl cayó enferma. En cuanto el
marido se enteró, se presentó en Madrid y la convenció de que regresara
a Lyon a pasar las navidades. Los amantes apenas si tuvieron tiempo de
despedirse. Ella regresó a Lyon y nunca más volverían a verse.
Y el tiempo pasó rápido porque en la vida de Jarabo todo iba a
velocidad de vértigo. Beryl le escribía con regularidad y en una de las
cartas le recordó el asunto del solitario de oro. Era la primavera de
1958. Jarabo ya se había olvidado del empeño de la joya, pero, fiel a su
galantería, decidió resolver el tema rápidamente y volvió a Jusfer con
el mismo ímpetu que impulsó a D'Artagnan a recuperar los aretes de la
reina. Su sorpresa fue mayúscula cuando uno de los prestamistas, Emilio, le
soltó que la joya no se la podían entregar a él puesto que la
propietaria era Beryl. "Pero ella está en Lyón". "Pues que te haga un
poder o una autorización". "Tengo una carta suya en la que me pide que
recupere la joya. ¿Podría valer?". "Tráela", fue la escueta respuesta
del usurero. Regresó otro día con la carta, y los buitres carroñeros la dieron por
buena. Sólo faltaba pagar 10.000 pesetas para recuperar el anillo, el
250 por ciento de lo que le habían dado, y Jarabo no podía en aquel
momento. Acordaron que cuando tuviera dinero regresara y se quedaron con
la carta, que guardaron en la caja fuerte.
Hasta mediados de junio no volvió Jarabo a la guarida de los
ventajistas. Llevaba con él los 2.000 duros, pero resultó que no eran
suficientes. Ahora le pedían el doble, 20.000 pesetas. Era el precio del
anillo y la carta. No hubo más negociación, el diálogo era imposible
con aquellos sinvergüenzas. Jarabo abandonó la tienda con una idea muy
clara, iba a recuperar la joya y la carta "por cualquier procedimiento". Y optó por la pistola. Se la compró a un sereno del paseo de la Habana;
se hizo pasar por un teniente coronel de Aviación coleccionista de
armas. Era una FN calibre 7,65 mm. Dejó pasar unas semanas y llamó a los de Jusfer en vísperas del 18 de
julio, conmemoración del Alzamiento Nacional, el día en que Franco,
como todos los años, entregaba los premios a empresarios y trabajadores
ejemplares y después daba una recepción en La Granja en la que
participaban todos los artistas del momento. Jarabo les dijo a Emilio y
Félix que tenía dinero y joyas por valor más que suficiente para
recuperar el anillo y la carta y quedó en pasar el día 19 a las ocho y
media de la tarde porque, aunque era sábado, por aquel entonces en
España también se trabajaba. A Jarabo le gustaba vestirse para las ocasiones, y el día de la cita
escogió un traje entre los más de veinte que tenía en el armario, un
traje que iba a resultar trascendental en su vida. Salió con tiempo más que suficiente de la pensión Escosura -los días
de los hoteles de lujo se habían acabado-, y en la Puerta del Sol
conoció a una mujer, que se llamaba Charito y con la que estuvo hasta
que dieron las nueve de la noche. Nunca pensó en acudir a la cita en la
tienda de Sainz de Baranda; su idea era ir directamente a casa de
Emilio, que vivía a la vuelta, en Lope de Rueda. Llegó unos minutos an tes de las diez, la hora en que los serenos
cerraban los portales. Tenía muy clara la idea de a lo que iba porque
abrió la puerta del ascensor con los codos y pulsó los botones con los
nudillos. No había que dejar rastro. Le abrió Paulina, la criada, que le
hizo pasar al salón comedor. Emilio se enfadó mucho cuando le vio allí
porque "estos temas se tratan en la tienda y no en el domicilio
privado". Le dijo que se marchara inmediatamente, y Jarabo, sin decir
nada, se fue a la puerta del piso, la abrió, la cerró -para que el otro
creyera que se había ido- y volvió sobre sus pasos. Emilio estaba en el cuarto de baño y ni siquiera notó cómo el cañón
de la pistola se apoyaba en su nuca. Bastó con un disparo a bocajarro.
Pero allí empezaron a complicarse las cosas. Primero fue la criada, que
estaba pelando judías verdes en la cocina: al oír el disparo, comenzó a
gritar pidiendo auxilio y Jarabo le clavó en el corazón el mismo
cuchillo que la infeliz Paulina estaba usando. Y a los pocos minutos, la
esposa de Emilio, María de los Desamparados, entró en el piso. Jarabo se presentó como un inspector de Hacienda y le dijo que se
habían llevado a su marido para unas comprobaciones en la tienda. La
hizo sentar en el comedor y le dio palique un buen rato. Pero aquello no
podía durar eternamente, y cuando la mujer descubrió los cadáveres de
su marido y Paulina, firmó su sentencia de muerte; también fue con un
solo disparo a corta distancia. Era casi media noche y Jarabo decidió quedarse en el piso con sus
tres víctimas. La cocaína y el coñac le ayudaron a pasar el tiempo. A
primera hora de la mañana del domingo salió a la calle con una maleta en
la que llevaba su traje, que se había puesto perdido de sangre, y
algunos objetos robados. Y pasó el día durmiendo en su pensión.
El lunes a primera hora entró en Jusfer por la puerta que daba a la
escalera de la finca usando las llaves que le quitó a Emilio. Félix, el
otro socio, llegó como de costumbre a las nueve y media, y nada más
abrir la puerta, la FN del 7,65 se posó en su nuca. En esta ocasión
fueron dos disparos. Pero Jarabo no pudo conseguir el anillo y la carta
porque ni siquiera encontró la llave de la caja de caudales. Más o menos a la hora en que fueron descubiertos los cuatro
cadáveres, Jarabo dejaba el traje manchado de sangre en una tintorería
de la calle de Orense a cuyos dueños conocía. Justificó la sangre
diciendo que había tenido una bronca en un cabaré.
Sebastián Fernández Rivas, el inspector jefe del
grupo al que correspondió el caso, se dio cuenta enseguida de que la
papeleta era muy difícil. Estaba claro que las muertes tenían relación
con el negocio de Jusfer, y aunque disponían del fichero de clientes,
aquello era como encontrar una aguja en un pajar: los clientes eran
demasiados y casi todos debían tener un buen motivo para cargarse a
aquellos especuladores. En el segundo piso del destartalado caserón de
la calle del Correo donde estaba la sede de la Brigada de Investigación
Criminal, no se apagó la luz en toda la noche. Jarabo tampoco durmió. Estuvo en un par de cabarés y se empeñó en
encamarse con dos mujeres a la vez, pero no encontró quien le alquilara
una habitación. Pasó toda la madrugada con ambas en un taxi dando
vueltas, y cuando se hizo de día pararon a desayunar. Como ya eran las
once y media, le dijo al taxista que les llevara a la tintorería de la
calle de Orense, donde ya le tendrían listo el traje.
Allí lo esperaban los hombres de Fernández Rivas. Los dos hermanos,
dueños de la tintorería Julcan, se dieron cuenta de que había demasiada
sangre en el traje para tratarse de una simple pelea y llamaron a la
policía porque España entera estaba conmovida aquel día por la noticia
del cuádruple asesinato. Jarabo no opuso la más mínima resistencia: aceptó la derrota como un
caballero, pidió que subieran comida desde Lhardy para todos, una
botella de coñac francés, y consiguió que le dieran una inyección de
morfina. Y así, como en una sobremesa, fue contando de pe a pa la
maldita historia del solitario de oro. Manifestó que sentía
profundamente la muerte de las dos mujeres, pero no así las de los que
le habían chantajeado.
El jueves 29 de enero de 1959 se inició en el Palacio de Justicia de
Madrid el juicio. La sala se llenó de famosos y conocidos, artistas
(como Zori o Sara Montiel), algún torero, esposas de altos funcionarios
Abundaban las mujeres y sólo faltaba la orquesta de Bernard Hilda para
que aquello fueran las tardes del Ritz. La entrada de Jarabo en la sala de la sección quinta fue
impresionante . Estrenaba un traje a medida que le sentaba como un guante
y avanzó con paso firme y decidido y dedicando sonrisas a las mujeres,
que le miraban extasiadas. Cinco días duró el juicio, y cinco trajes se
puso Jarabo. "Una ocasión como ésta bien merece estrenar un traje",
comentó el reo, para el que se pedían cuatro penas de muerte. Las mismas que le pusieron como condena. Y de nada le valieron las amistades ni el hecho de que su tío presidiera el Supremo. Franco
no dudó y dio el visto bueno a la ejecución; las muertes de la criada y
de la esposa de Emilio pesaban demasiado. Antonio, el verdugo de la
Audiencia de Madrid, fue el encargado de la ejecución, que era la número
18 en su larga carrera. Daniel Sueiro mantuvo una conversación con él
que publicó en su libro Los verdugos españoles:
-Era un jabato así de alto, 105 kilos pesaba. No paró de beber whisky
y fumar, y en toda la noche no se quitó la corbata. Y le tuve que decir
al director de la cárcel, cuando llegó la hora, que se la quitara
porque si no el garrote no iba a funcionar. Llevaba una colonia que
debía de valer un dineral. A las cinco oyó misa y comulgó. Y se puso los
dientes de oro y todo sabiendo que iba a morir. La ejecución fue una auténtica carnicería porque la pericia del
veterano verdugo nada pudo con aquel cuello de toro. Tras dos vueltas
del verdugo al tornillo del garrote, Jarabo seguía vivo y el médico
tardó veinte minutos en certificar su defunción. Tal impresión dejó
aquella espantosa escena en los presentes que se organizó una comisión
de médicos para realizar un estudio sobre el uso del garrote. El cuerpo fue llevado al cementerio escoltado por coches policiales.
En el camposanto se produjo un incidente: corría por Madrid el rumor de
que Jarabo no había sido ejecutado gracias a sus influencias. Y un
comisario oyó que uno de los chóferes lo comentaba, añadiendo que el que
iba en el féretro era un gitano que también estaba condenado a muerte. El comisario agarró al chófer por el brazo, le puso la pistola en la
sien y le obligó a abrir el féretro: "¿Es o no es Jarabo, rojo de
mierda?".
Alejandro Albalá, ¡Por Navidad no recordaremos ni tu nombre!
Pilar Eyre
No es por maldad
Alejandro Albalá, ¡Por Navidad no recordaremos ni tu nombre!
Pilar Eyre
Has estado con la hija de la Pantoja y has ido a contarlo a televisión. Vale, muy bien. Eres un chico educado, no hablas a gritos, eres alto, bastante mono y no pareces mala persona. Todo esto es verdad, sí…
¿Te das cuenta, querido muchacho, de que en el fondo no nos importas nada?
¿No te has percatado aún de que tu único mérito es haber estado con
Chabelita, y una vez expuesto el tema con pelos y señales ya no tienes
ningún interés? ¿Qué tu discurso nos aburre, tus opiniones son
irrelevantes, tus inquietudes no aportan nada a nuestras existencias y
que tu popularidad será tan corta como la vida de una flor? ¿Mi pronóstico? ¡Por Navidad no recordaremos ni tu nombre!
¡Habrás quedado como una muesca más en la pistola de Chabelita! ¿Qué
significa eso? Pues mira, antes, en los western, se marcaba una señal en
la culata de… Es igual, déjalo.
El documental Casting JonBenet se adentra en la larga sombra que cubre a los pueblos donde se perpetró un macabro asesinato.
Cuando se busca un pueblo en Google, el primer resultado suele ser la página de Wikipedia del lugar, pero en el caso de Puerto Hurraco es el segundo. El primero es una entrada titulada ‘Masacre de Puerto Hurraco’.
Quien quiera saber algo más de esta localidad extremeña, en la pacífica
y hermosa comarca de La Serena, lo va a tener difícil. Si acude al
apartado Historia, de la entrada Puerto Hurraco, no encontrará ni un
solo dato que no se refiera a los crímenes de agosto de 1990 perpetrados por los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo,
cuando salieron de casa armados con escopetas y asesinaron a nueve
vecinos que estaban tomando el fresco. Aparte de eso, no hay ni una
referencia al año de fundación del lugar, ni a otros sucesos históricos.
Nada.
Puerto Hurraco es igual a crimen. Peor lo tiene Alcàsser. La función
de autocompletado de Google añade por su cuenta “crimen de Estado”
cuando se teclea el nombre del pueblo, que ni siquiera tiene una entrada
en Wikipedia en la primera página de resultados. En cambio, los
algoritmos sí destacan mucho la titulada ‘Crimen de Alcácer’, donde se
da cuenta muy prolija del secuestro y asesinato de Miriam, Toñi y Desirée, cuyos cuerpos aparecieron semienterrados en una fosa en enero de 1993. Han pasado 27 y 24 años, respectivamente. Hay vecinos adultos de
ambos sitios que no habían nacido entonces, pero también ellos viven en
el presente de la tragedia, como si el tiempo se hubiera parado. La estación de cercanías de Atocha, en Madrid, fue escenario en 2004 de la mayor matanza de la historia de España
en tiempos de paz. Sin embargo, quien busque Atocha en Google no
encontrará alusiones a ella en las primeras páginas de resultados, y la
detalladísima y larga página de Wikipedia dedicada a la historia de la
estación solo habla del 11-M de pasada en una línea. Los más de 200.000 viajeros diarios que pasan por ahí sepultan la memoria criminal a pesar de los recordatorios perennes
en forma de monumentos: nadie o casi nadie espera la llegada de su tren
mientras piensa en los atentados. No hay morbo ni escalofríos
colectivos. Muy cerca de allí, en la calle de Atocha, una placa y una escultura recuerdan la matanza de los abogados laboralistas de 1977, hito que conmocionó al país. Es grande y llamativa no perturba ni un poco el ajetreo cotidiano de esa esquina madrileña.
Es la maldición de los crímenes rurales: su recuerdo pringa
los topónimos, las calles y las casas. Pueblo y muerte se funden en el
imaginario colectivo durante generaciones, mientras la gran ciudad
absorbe la memoria de sus propios traumas en cuestión de meses. Esta
persistencia contra el olvido propia de las comunidades pequeñas,
incapaces de levantar mitologías alternativas, inspira ficciones y
relatos de todo tipo. Uno de los últimos es el muy desasosegante
documental Casting JonBenet, presentado en el último Festival de Sundance y producido por Netflix. La película relata el asesinato sin resolver de una niña de seis años,
reina infantil de la belleza, en Boulder, un pueblo de Colorado, en
1996, que provocó una agitación en Estados Unidos parecida a la que causó el crimen de las niñas de Alcàsser en España en 1992,
con teorías conspiranoicas, programas de la tele volcados en el caso y
sobreexposición mediática de los padres de la víctima, que llegaron a
escribir libros sobre la experiencia (sin estar ellos mismos libres de
sospechas). La originalidad de Casting JonBenet consiste en que
presenta la historia a través de las pruebas de casting a las que se
presentan actores aficionados del pueblo para interpretar el dramatis personae
del crimen. Los aspirantes a los papeles comparten sus hipótesis, sus
recuerdos y sus prejuicios, y todos juntos transmiten una certeza: 20
años después, la muerte de aquella niña sigue ocupando el centro de la
memoria. Las pasiones y desencuentros que provocaba en 1996 se conservan
igual de inflamados.
Es la maldición de los crímenes rurales: su recuerdo pringa los
topónimos, las calles y las casas. Pueblo y muerte se funden en el
imaginario colectivo durante generaciones, mientras la gran ciudad
absorbe la memoria de sus propios traumas en cuestión de meses. Esta
persistencia contra el olvido propia de las comunidades pequeñas,
incapaces de levantar mitologías alternativas, inspira ficciones y
relatos de todo tipo. Uno de los últimos es el muy desasosegante
documental Casting JonBenet, presentado en el último Festival de Sundance y producido por Netflix.
La película relata el asesinato sin resolver de una niña de seis años,
reina infantil de la belleza, en Boulder, un pueblo de Colorado, en
1996, que provocó una agitación en Estados Unidos parecida a la que causó el crimen de las niñas de Alcàsser en España en 1992,
con teorías conspiranoicas, programas de la tele volcados en el caso y
sobreexposición mediática de los padres de la víctima, que llegaron a
escribir libros sobre la experiencia (sin estar ellos mismos libres de
sospechas).
La originalidad de Casting JonBenet consiste en que
presenta la historia a través de las pruebas de casting a las que se
presentan actores aficionados del pueblo para interpretar el dramatis personae
del crimen.
Los aspirantes a los papeles comparten sus hipótesis, sus
recuerdos y sus prejuicios, y todos juntos transmiten una certeza: 20
años después, la muerte de aquella niña sigue ocupando el centro de la
memoria.
Las pasiones y desencuentros que provocaba en 1996 se conservan
igual de inflamados.
No hay ningún experimento cinematográfico ni tibiamente
parecido en España, donde se ha tratado la huella de los crímenes
rurales, siempre bajo la etiqueta ominosa de la España negra,
desde las convenciones del drama y la tragedia. Incluso cuando
cineastas originales y esteticistas se han acercado a alguno de ellos,
como Carlos Saura con Puerto Hurraco, han adoptado enfoques
convencionales que replican los lugares comunes sobre la brutalidad y el
atraso. En el caso del pueblo de Badajoz, había una carga simbólica y
política inevitable: los hechos sucedieron cuando el país estaba
inmerso en la preparación de los Juegos Olímpicos de Barcelona,
fiesta mayúscula de la modernidad española. Los disparos de los
hermanos Izquierdo parecían la vieja España emergiendo del pozo donde el
resto del país la había tirado. Pero en El séptimo día, de
Saura (con guion de Ray Loriga), es más reveladora la intrahistoria del
rodaje que la cinta en sí: el equipo tuvo que buscar localizaciones en
pueblos de Castilla y León debido a la gran hostilidad que el proyecto
despertaba en Extremadura, donde el entonces presidente, Juan Carlos
Rodríguez Ibarra, presionó para boicotear el filme, aduciendo que podía
perjudicar al turismo. “Puerto Hurraco quiere olvidar” es un titular recurrente,
también en el archivo de este periódico, cada vez que un aniversario o
cualquier otra excusa propicia un nuevo reportaje sobre la huella de
aquel crimen, pero el olvido es lento y nada se puede hacer para
acelerarlo. Ya casi nadie recuerda el crimen sin resolver de Los
Galindos, en Sevilla, de 1975, y otros se difuminan entre aires de
Lorca, que marcó en su teatro el estándar, el aroma y el tono por el que
se miden todas las matanzas rurales en España. Hay incluso pueblos que,
tras décadas de olvido obligado, hacen de su tragedia histórica el
núcleo de su identidad: Casas Viejas, en Cádiz, dejó de llamarse así
para figurar en todos los papeles como Benalup de Sidonia, tras la
matanza que le hizo famoso en 1933 y que provocó la primera gran crisis
del Gobierno republicano. En 1998 el pueblo pasó a llamarse
Benalup-Casas Viejas. Claro que aquella masacre fue política, pero la
relación con el estigma, la memoria y los hilos familiares que unen a
muchos vecinos con la violencia y sus consecuencias son tan fuertes y
dolorosos como en cualquier crimen.