Más que un
dios menor, Tita es la gran superviviente.
Ella sí que sabe y está
educando a sus hijas para que sobrevivan a Irma, al referéndum catalán y
también al supuesto fin del mundo.
Carmen Thyssen-Bornemisza, el pasado julio.Europa PressEuropa Press via Getty Images
La línea aérea norteamericana que tiene las mismas siglas que
Alcohólicos Anónimos, AA, canceló el miércoles más de 400 vuelos desde
el aeropuerto de Miami como precaución ante la llegada del huracán Irma
mañana domingo.
Mi vuelo a Filadelfia para conectar con otro hacia
España resultó afectado.
Tras esperar, la agente que me atendió resultó
ser la más malhumorada y beligerante de las que atendían en inglés.
Al
escuchar mi acento, deletreando el localizador, se puso más amargada y
antipática, más AA.
Insistió en que el huracán era de categoría 5, que
el vuelo estaba cancelado y colgó.
Los huracanes son así días antes de
llegar, en un segundo te quedas sin vuelo, sin agua y sin posibilidad de
ir a algún sitio mientras las autoridades exigen que evacues.
Evacuar es siempre un problema.
El nivel de alarma en Miami está directamente relacionado a la poca precaución que tomaron en Texas ante el huracán Harvey.
Como somos muchos latinos, tan propensos a tomar decisiones aparatosas o
de última hora, la histeria ha inundado la ciudad. En vista de mi vuelo
cancelado, he tomado una actitud Melville y, como el capitán Ahab, me
quedo.
No me muevo. Mi marido está a salvo en Madrid. He llamado a mis
amigas y me he encomendado a Tita Thyssen, la filántropa que es mi Billy
Wilder.
Más que un dios menor, Tita es la gran superviviente.
Ella sí
que sabe y está educando a sus hijas para que sobrevivan a Irma, al
referéndum catalán y también al supuesto fin del mundo que también
predicen para octubre.
Si en la película El planeta de los simios
lo único que permanecía de nuestra civilización era la Estatua de la
Libertad, ahora sabemos que lo único que nos sobrevivirá son las hijas
de Tita.
¡Menos mal! Porque estas maravillosas niñas, como nos hace
saber su madre en su entrevista para ¡Hola!, saben hablar
castellano, catalán, inglés y francés.
Asomado a mi balcón en Miami, esperando a que me trague el huracán, pienso en Tita.
Creo que Heini Thyssen
la amó tanto por su humor como por su buen ojo.
La recuerdo saliendo de
su museo dispuesta a encadenarse a un árbol en el Paseo del Prado y
atendiendo a la prensa con maestría.
Hizo historia evitando que el Paseo
del Prado se transformara en una autopista.
Y está magnífica educando a
sus hijas, aunque eché en falta un poquito de natación.
Sería un
entrañable homenaje a Lex Barker, ese Tarzán glorioso, rubio y primer
marido de Tita, que compró Mas Mañanas, la propiedad donde descansa en
paz y donde se educan las gemelas.
Para arreglarlo todo antes del 1 de
octubre, a mí me gustaría que Tita sustituyera a Carles Puigdemont y expusiera en su Gobierno la misma cordura, fortuna y orden que ha conseguido en sus maravillosos museos.
Antes de la visita del huracán Irma, pasé unos días junto a mi padre y
mi hermana en Los Ángeles.
Tembló la tierra, levemente, 1,5 en la escala
de Richter.
Lo precedió una ola de calor en el fin de semana.
Surfeándola, mi marido consiguió llevarme al Japanese Pavilion, ese
lugar donde te gustaría pasar el último día de tu vida.
En este momento
alberga una delicada exposición de porcelana esmaltada, cloissonné,
que tuvo mucho predicamento en los primeros años del siglo pasado.
Allí, concluí que la alta mariconada siempre viene en mi rescate y la
verdad me encantaría que también en el de todas y todos. Así como el
huracán tiene un ojo, hay que aprender de Tita y educar el ojo hacia el
mejor coleccionismo.
El poder sanador de la belleza tiene pocos
sustitutos.
Imagino que también por eso Tita colecciona y desea que sus
hijas lo entiendan.
Las cosas verdaderamente bellas parecen tener una
innata capacidad de supervivencia.
Por eso sobrevive la Estatua de la
Libertad en ese primer El planeta de los simios.
Por eso
vinieron a mí esas porcelanas japonesas
. Por eso en el museo Thyssen
exponen las obras maestras del Renacimiento.
Y, por eso, por creer en la
fuerza de lo bello y coleccionable, me quedo esperando que Irma no me
arrase mientras pienso en Tita, en Billy Wilder y en Mas Mañanas.
Un hotel de Florida se prepara para la llegada del huracán Irma.GREGG NEWTON (REUTERS) / REUTERS-QUALIT
La princesa Leonor y la infanta
Sofía estudian mandarín, pero Tita está educando a sus herederas para
que también “entiendan el coleccionismo”. Y a mí eso me contenta.
Abre
una ventana, pequeña pero encantadora, a la esperanza y al futuro.
La serie documental 'The Keepers' trata del tiempo que necesitan las personas heridas para denunciar su trauma.
FOTO:
Una fotografía de la monja Catherine tomada cuando daba clases de
Lengua en el instituto Arzobispo Keough, en Baltimore. / VÍDEO: Tráiler
de la serie 'The Keepers'.Netflix
¡Lo servimos al momento! Así lo promete la publicidad en la sociedad
de la impaciencia. Lo dañino de esa anhelada inmediatez es que está
acabando con nuestra capacidad de ser pacientes, ese desfasado antídoto
natural contra la ansiedad. Todo se conjura para debilitar un mecanismo
de defensa que a los niños antiguos se nos hacía ejercitar a diario,
pero está visto que hasta a nosotros que crecimos en una sociedad con
menos estímulos se nos ha quedado fofo el músculo de la paciencia. Igual
que queremos el libro o la compra a domicilio sin demora, borramos de
inmediato el estrés con un ansiolítico, cuando nuestra naturaleza no
está preparada para esas prisas. El síntoma de la ansiedad puede enmascararse pero el dolor no prescribe. De eso trata, en gran parte, la serie documental The Keepers,
del tiempo que necesitan las personas heridas para denunciar su trauma,
y del tiempo que se toman ciertas instituciones para reconocer que
algunos de sus miembros causaron daños terribles que podrían atenuarse
si se asumiera la responsabilidad y se pidiera perdón. En 1969, en la
ciudad de Baltimore, desapareció la hermana Cathy Cesnik, una joven
profesora que daba clase de literatura en el instituto femenino
Arzobispo Keough. Encontraron su cadáver meses después, en un vertedero:
había sido vejada y asesinada. El caso conmocionó a las alumnas porque
Cesnik era una de esas profesoras que provocan adoración y crean
escuela. Nunca la olvidaron. Tanto es así que dos de sus alumnas, hoy
cercanas a los 70, se pusieron a investigar por su cuenta para
esclarecer un caso que la policía no estudió con el debido celo. Establecieron una conexión asombrosa: alrededor de la fecha del
asesinato de Cesnik se producían abusos sexuales en el despacho del
consejero espiritual del instituto, el padre Maskell. La primera alumna
que se atrevió a denunciarlo, Jean Hargadon, no hizo público su nombre
hasta 2014. A partir de ese momento, cerca de cuarenta de aquellas
chicas se fueron agrupando en torno a nuestras investigadoras
aficionadas, que resultaron ser más perspicaces que la policía. En estos
momentos, cobra fuerza la teoría de que un hombre o varios,
capitaneados por el cura, se quitaron de en medio a la monja, porque
tenían la certeza de que una alumna le había informado de lo que estaba
ocurriendo y esta estaba a punto de denunciarlo. Había más personajes
implicados: las aterrorizadas mujeres cuentan que el padre Maskell
invitaba en ocasiones a otros curas y a algún policía a participar del
abuso. El documentalista Ryan White sabía del caso Cesnik por su
madre y su tía, que habían estudiado en el instituto, ya que el
asesinato no resuelto de la monja siempre rondó la memoria de las
estudiantes. Y como si el espíritu de la profesora velara como un alma
en pena por todas las niñas a las que había enseñado literatura,
cincuenta años después, al tirar del hilo del crimen han ido saliendo
las atrocidades que ocurrían en hora escolar, en aquel despacho al que
acudían las chicas cuando el padre Maskell reclamaba a una u otra por el
altavoz. El dolor no prescribe, a pesar de que 25 años es el plazo que
la ley estadounidense estipula para que se denuncie un delito. Pero
muchas de las que prestan testimonio, también algún anciano puesto que
Maskell fue trasladado a un centro masculino y abusó también de niños,
son ancianos que reprimieron su memoria durante años para hacer
soportable la vida, ser capaces de amar, tener hijos, concentrarse en un
trabajo. De pronto, cuando el esfuerzo que les exigió la vida se relaja, ven
un día en televisión algo que les recuerda al monstruo y a partir de ahí
el dique que contiene esa parte de la biografía censurada comienza a
agrietarse. Así lo sintió la víctima que vertebra el documental, Jean,
asombrosamente parecida a Glenn Close, dotada de un discurso sincero y
directo, que llega a contar que un cura la llevó hasta el vertedero
donde se pudrían los restos de la monja para advertirle: esto es lo que
le sucede a las chicas que hablan demasiado. La archidiócesis de Baltimore respondió a la defensiva a este
documental que se estrenó en mayo y que ha sido considerada la serie del
año. En la página de la iglesia, una frase escueta: “The Keepers
es ficción”. Reconocen que hubo abusos, de hecho llegaron a acuerdos de
compensación con algunas víctimas, pero no quieren aparecer como
encubridores del delito. Frente a esa actitud decepcionante, los
testimonios terribles de tantas víctimas, que no hablaron mientras
sucedía porque estaban muertas de miedo, que callaron luego por pura
supervivencia. Hoy son ancianas, ancianas valerosas, que verbalizan el
horror porque sienten la necesidad de que los culpables sean señalados
aun después de muertos como el padre Maskell. En cuanto a nosotros, los espectadores, es un acto de reparación que
las escuchemos. Hay historias que precisan tiempo, 50 años, pero
observamos que el dolor es terco, brota intacto de los labios de las
víctimas. No es un dolor de usar y tirar.
A casi todos los adolescentes, que sus padres se divorcien les supone un dilema. Cuando Amancio Ortega y Rosalía Mera,
los fundadores de Inditex, se separaron su hija mayor tenía 16 años y
ya se había empeñado en dejar el colegio de monjas de enfrente de casa
por un instituto público en lo que entonces era el extrarradio de A
Coruña.
Cuatro años
después de haberla perdido, la hija, que ahora tiene 49 años, continúa
fielmente la obra iniciada por su progenitora, agrandándola.
Sin
embargo, en ciertos aspectos, Sandra mantiene actitudes más propias de
su discreto padre que de su extrovertida madre.
Rosalía Mera y su hija fueron, además de una familia, un equipo.
Sandra estudió Psicología en la cercana Santiago, y cuando se casó con
su novio del instituto se fue a vivir a una finca adyacente a la de su
madre, en la costa de Oleiros, frente a A Coruña. Se implicó en su obra,
la Fundación Paideia Galiza —convertida en este momento en su lugar de
trabajo diario— y en el resto de las sociedades y empresas, relacionadas
con la asistencia a emprendedores o actividades culturales. Sandra Ortega heredó a Rosalía Mera
en todos los aspectos. En la presidencia de la fundación y en la tutela
de su hermano menor Marcos, afectado de una grave parálisis cerebral. En mantener la paz con Inditex, donde, a pesar de reducir su
participación al 5%, sigue siendo la segunda accionista.
Amancio Ortega, con su hija Marta.GTRES
Las voces que cuestionan el reparto de la herencia paterna
no proceden de su entorno. A ella le corresponderían dos tercios (el
suyo y el de Marcos), pero Amancio Ortega ya ha expresado su preferencia
porque lo suceda en Inditex la hermana menor, Marta Ortega Pérez, hija
de su segunda mujer, que ya es miembro del Consejo de Administración del
grupo. Y las leyes gallegas permiten una partición discrecional entre
los descendientes. Sandra Ortega Mera ha logrado consolidar y robustecer la herencia
recibida, que ha pasado de ser estimada en 4.700 millones de euros a
rondar los 6.000 (en esta liga, las estimaciones dependen del día, y de
los parámetros que se midan), que la mantiene en un cómodo segundo
puesto entre los privilegiados españoles más ricos, aunque con la décima
parte que su padre. Pero Rosp Corunna, la sociedad patrimonial, ha
desarrollado en los últimos tiempos una vocación inmobiliaria similar a las sociedades que gestionan el dinero de Amancio Ortega. Al igual que él, ha invertido en hoteles y edificios de oficinas en el
extranjero. De Stuttgart a Palo Alto, y de Hollywood a Nueva York, sin
descuidar lo residencial, como la emergente y exclusiva península de
Tróia, en el municipio portugués de Grândola. Sandra sobre todo ha heredado la tradicional discreción de su padre. No
llega a los extremos de su compañera en el grupo de las superricas con
12.000 millones de Beate Heister, hija del fundador de los supermercados
Aldi, de la que no se conocen ni fotos, pero nada que ver con el
carácter de su madre. Rosalía, por personalidad y no por cálculo, por
intuición más que por reflexión, sabía que Paideia, o Mans, su vivero de
empresas, necesitaban un referente, y asumía con gusto ese papel
público. Una de sus últimas apariciones fue cuando el músico cubano
Paquito D’Rivera acudió a los estudios de Mans para grabar. Rosalía Mera
le contaba, al trompetista y a los periodistas, anécdotas de su abuelo.
La última convocatoria de Paideia,
en julio pasado, también era musical, el remate de un curso de cinco
meses para emprendedores de ese sector, pero la presidenta, como es
norma, no asistió. De la misma forma, Rosalía se declaraba de izquierdas
y reivindicaba sus orígenes. Las ideas políticas que se le suponen a
Sandra no difieren mucho de las de su madre, pero en su caso no las
proclama. El círculo de hierro de discreción que rodea a la hija mayor
de Amancio Ortega es tal que hay amistades que no saben, o dicen no
saber, que tiene una casa de aldea en As Fragas do Eume, en la zona
norte de la provincia. Una persona con la que tuvo un trato cercano se
anima algo a la conjetura: “No es un problema de misantropía. Sandra
tiene amistades normales y lleva una vida social como tú o yo. Quizá sea
desconfianza, o que no quiere que la presionen sobre si tiene que hacer
esto o lo otro”. Rosalía murió en el agosto de hace cuatro años, y
Sandra mantiene el gris.
El
Tribunal de Estrasburgo dicta que las empresas deben avisar a los
trabajadores de que sus e-mails están siendo vigilados, pero, ¿acaso
queda así protegida la intimidad?.
Una trabajadora utiliza el correo electrónico en su oficina.Julián Rojas / EPV
No pueden espiar nuestras comunicaciones personales en el trabajo a menos que nos avisen. Esta semana, la Gran Cámara del Tribunal de Estrasburgo ha dado un paso
adelante en la protección de los trabajadores. Las empresas no podrán
vigilar los correos electrónicos, mensajes y llamadas de sus empleados a
menos que lo comuniquen. Esta sentencia, inapelable, viene a enmendar una decisión en sentido contrario de 2016. Y aun siendo un avance para los trabajadores, no deja claro que su derecho a la intimidad quede salvaguardado. El llamado caso Barbulescu
está detrás de esta decisión que intenta resolver uno de los múltiples
desafíos a los que se enfrenta una sociedad en que las barreras entre la
vida privada y la laboral se han difuminado en virtud de una rampante conexión permanente.
Barbulescu era responsable de ventas en una empresa rumana.
Le pidieron que se abriera una cuenta de Messenger en Yahoo para atender
consultas de los clientes.
Cuando en 2007 le despidieron, lo hicieron
argumentando que había utilizado la cuenta para mensajes personales.
Él
lo negó, y le pasaron una transcripción de conversaciones en las que
había mensajes, algunos, de tono sexual, intercambiados con su pareja.
Barbulescu decidió abrazar la causa y el periplo judicial se tiñó de
reveses hasta que al final, en última instancia, le han dado la razón.Las empresas tienen derecho a controlar el rendimiento y la actividad de los trabajadores, sí. Y éstos tienen derecho a que su vida privada no quede reducida a la
nada en cuanto cruzan la puerta del trabajo —la convención de Derechos
Humanos consagra en su artículo 8 el derecho de toda persona “al respeto
de su vida privada y familiar, de su domicilio y de su
correspondencia”—. Pero existen límites, y eso es lo que ha venido a
decir Estrasburgo.
El empleador debe comunicar al trabajador que está controlando sus
comunicaciones. Vale, pero, ¿acaso basta con que se haga una referencia
en el convenio colectivo —tal como dictó el Tribunal Constitucional en
2013— de que se prohíbe la utilización de móviles y ordenadores de
empresa para cuestiones personales para considerar que el trabajador
está avisado? Y, una vez hecho esto, ¿se extingue ahí el derecho a la intimidad de los trabajadores? Los empleados tienen derecho a 15 minutos de descanso durante su jornada laboral. Y en sus redes sociales hay, también, contactos profesionales. Está claro que las empresas necesitan poner coto a los abusos de
algunos trabajadores que van al trabajo de paseo, a surfear
entusiásticamente su Facebook o a ponerse al día con el cuñado o la
cuñada. Pero éstas son cuestiones difíciles de medir y habrá todo tipo
de opiniones sobre quién es más productivo, el que en algún momento
conecta con un familiar durante su jornada, el que acude a cuatro
reuniones diarias a cazar moscas, o el fumador compulsivo y lenguaraz. Al final, desde Estrasburgo lo que se reclama a los tribunales es que
actúen con proporcionalidad y ponderación. Pues eso, un poco sentido
común.