Tiene 22 años y es un genio; bilingüe en inglés y español, fue número uno en selectividad y premio extraordinario de bachillerato. Tras empezar la carrera en Madrid, consiguió una prestigiosa beca internacional para continuar sus estudios en Estados Unidos.
Se incorporó este curso a la universidad estadounidense y, de pronto, las cosas empezaron a torcerse.
Fue enhebrando enfermedades una detrás de otra, gripe, bronquitis, gastritis; al final sufría mareos, taquicardias.
Por primera vez en toda su vida obtuvo malas notas y cada día fueron empeorando.
Le diagnosticaron depresión y ansiedad y volvió a casa sin terminar las clases.
Aún podría regresar en septiembre y, haciendo un esfuerzo, salvar el año y la beca. Pero se siente incapaz: “No conseguía ni siquiera entender lo que me decían. Era como si no supiera hablar inglés”.
He aquí el maldito enemigo interior haciendo de las suyas.
Qué extrañas, enfermas criaturas somos los humanos: por si la vida no bastara para aporrearnos; por si no tuviera ya toda existencia su cuota de conflictos, de sufrimiento, de adversarios tocapelotas y envidiosos malignos, resulta que además nos las solemos apañar muy bien para convertirnos en la peor compañía para nosotros mismos.
Es lo que se llama la tentación del fracaso, una oscura atracción por el daño y la derrota, un resbaladizo coqueteo con los abismos. Como dice mi amiga la violinista Mirari:
“Es eso que hace que, justo el día que te tienes que levantar a las seis, te acuestes la noche anterior a las dos de la madrugada”.
El enemigo en casa.
Convivimos con un tirano íntimo que nos lo hace todo mucho más difícil.
Y además actúa de una manera capciosa, de modo que muchas personas se pasan la existencia ignorando que son ellas mismas quienes se están saboteando.
Por ejemplo, rechazan determinadas promociones laborales porque dicen preferir una vida más sencilla, cuando lo cierto es que el reto les aterra; o bien aseguran que en realidad no les gusta tanto escribir, o hacer teatro, o dedicarse a las carreras de motos; que sólo son aficiones juveniles y que prefieren ser, por ejemplo, abogados, cuando lo que sucede es que se mueren de miedo de probar y no valer, de querer y no llegar.
Convivimos con un tirano íntimo que nos lo hace todo mucho más difícil
Y así, puede haber quien se queje amargamente de su mala suerte amorosa, sin advertir que siempre escoge al amante inadecuado: el que vive muy lejos, el que ya está emparejado y carece de futuro.
Y luego está ese clásico que consiste en forzar una ruptura por miedo a que la otra persona rompa contigo, o porque estás demasiado bien con ella y, como esa dicha tendrá que acabarse algún día, prefieres, antes de sufrir más, pegarte un hachazo en el corazón ahora mismo.
El miedo a la felicidad y la tentación del fracaso son las dos caras roñosas de la misma moneda.
Sé bien que no todo el mundo es igual de autodestructivo, pero ¿quién no ha sentido alguna vez cómo se ponía en marcha en su interior esa bola de nieve que poco a poco amenazaba con arrasarlo todo?
Basta con ser demasiado perfeccionista, basta con fallar en algo que te interese mucho, basta con sentir tu propia fragilidad y no saber asumirla para que empieces a boicotearte, para que cada vez seas más incapaz de hacer las cosas bien, para desear salir corriendo hacia el precipicio, que el final sea rápido, morir ya para no tener que seguir soportando la agonía de la lucha, alcanzar la pasividad final de los vencidos, la congelada paz de los cementerios.
Me encantaría poder decirle al hijo de mi amiga que su inseguridad se arregla con el tiempo, pero la verdad es que creo que esa línea de sombra nos acompaña siempre.
Eso sí, podemos aprender a convivir con ella, a desdramatizar nuestros dramatismos, a no darle tanta importancia a las derrotas. Nadie fracasa en todo, de la misma manera que nadie triunfa en todo.
La frustración forma parte de la vida, los miedos son siempre más grandes que las heridas reales y desde luego nadie tiene tan mala opinión de ti como tu maldito enemigo interior.