Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

15 ago 2017

George Lucas se compra un viñedo en Francia............. Silvia Ayuso

El creador de 'Star Wars' amplía su imperio vinícola con una propiedad vecina a la de Angelina Jolie y Brad Pitt.

George Lucas, en Hollywood.
George Lucas, en Hollywood. Cordon press

El hombre que imaginó el lado oscuro de la fuerza del universo se ha acabado dejando seducir por una de las esquinas más hedonistas de la Tierra. 
El creador de la saga de Star Wars, George Lucas, se ha comprado un lujoso viñedo en el sureste de Francia, con mansión incluida y a un tiro de piedra del que en su momento compraron los actores Angelina Jolie y Brad Pitt.

La adquisición del Chatêau Margüi, una propiedad de 115 hectáreas, 15 de ellas dedicadas a los viñedos, fue realizada por la compañía vinícola de Lucas, Skywalker Vineyards, en abril, pero ha trascendido esta semana.
Según adelantó el diario local Var-Matin, el precio de la operación ronda los 9,5 millones de euros, aunque Skywalker Vineyards, que también posee viñedos en Italia y California, planea invertir otros 15 millones para modernizar la bodega y construir un complejo hotelero que permita acoger reuniones empresariales, familiares o celebrar recepciones en esta privilegiada zona del departamento de Var, en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul situada a poco más de una hora de Marsella.

Mucho más cerca, a solo 8 kilómetros, está otra bodega famosa, el Chatêau Miraval que adquirieron Angelina Jolie y Brad Pitt cuando todavía eran una de las parejas más consolidadas de Hollywood —se casaron allí en 2014— y también soñaban con producir su propio vino, como tantas estrellas de la gran pantalla estadounidense.

El hombre que imaginó el lado oscuro de la fuerza del universo se ha acabado dejando seducir por una de las esquinas más hedonistas de la Tierra.
 El creador de la saga de Star Wars, George Lucas, se ha comprado un lujoso viñedo en el sureste de Francia, con mansión incluida y a un tiro de piedra del que en su momento compraron los actores Angelina Jolie y Brad Pitt.

La adquisición del Chatêau Margüi, una propiedad de 115 hectáreas, 15 de ellas dedicadas a los viñedos, fue realizada por la compañía vinícola de Lucas, Skywalker Vineyards, en abril, pero ha trascendido esta semana.
Según adelantó el diario local Var-Matin, el precio de la operación ronda los 9,5 millones de euros, aunque Skywalker Vineyards, que también posee viñedos en Italia y California, planea invertir otros 15 millones para modernizar la bodega y construir un complejo hotelero que permita acoger reuniones empresariales, familiares o celebrar recepciones en esta privilegiada zona del departamento de Var, en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul situada a poco más de una hora de Marsella.
Mucho más cerca, a solo 8 kilómetros, está otra bodega famosa, el Chatêau Miraval que adquirieron Angelina Jolie y Brad Pitt cuando todavía eran una de las parejas más consolidadas de Hollywood —se casaron allí en 2014— y también soñaban con producir su propio vino, como tantas estrellas de la gran pantalla estadounidense.
El Chatêau Margüi que pertenece ahora al director estadounidense se alza sobre un “terreno milenario” donde se hallan aún múltiples “vestigios romanos”, según la descripción del viñedo en su página web, que no hace mención alguna al cambio de manos de la propiedad. El “chatêau” data del Siglo XVIII pero fue profundamente restaurado por sus anteriores dueños, la familia Guillanton, que adquirió la propiedad hace 17 años. Cuenta con su propia capilla románica y la producción de la bodega asciende a 65.000 botellas anuales que se comercializan bajo la denominación de origen protegida côteaux-varois-en-provence.
Lucas no es la única estrella apasionada por el vino. Entre los que se han granjeado fama como viticultores destaca el también director Francis Ford Coppola, aunque también hay otros nombres rutilantes como el actor Kurt Russell, el fundador de Pixar John Lasseter o hasta el cantante Sting.

 

Diez obras tan universales como sobrevaloradas

Publicado por

Imagen: JoAnne Sellar Productions/Ghoulardi Film Company/Annapurna Pictures

La lectura es un hábito sobrevalorado.
 Al menos, un hábito del que no se cuenta toda la verdad al presentarlo como imprescindible para el desarrollo intelectual. Porque por cada obra maestra nos encontramos mucho pasto para culturetas, porque por cada libro entretenido tenemos que pagar con unos cuantos mediocres, porque por cada genio tenemos que aguantar a no pocos poetuchos… por todo esto, resumamos diciendo que la literatura no solo consiste en embriagarse de párrafos inolvidables o sufrir stendhalazos inesperados; la literatura consiste, también, en aprender a convivir con el bodrio de manera más o menos constante.
 Ahora bien, una cosa es convivir con el bodrio y otra es que nos hagan pasar dicho bodrio por obra maestra de la literatura universal, por luz para nuestra ceguera humanística.
 A eso hemos venido a este texto: a desenterrar mitos del imaginario, a golpear la intocable piñata de los libros de oro con pies de barro.
 Supongo que esta lista de títulos sobrevalorados hará temblar los cimientos de más de un gusto literario firmemente construido, pero dejen que este que ahora teme por su vida conteste con una frase de Séneca:
 «El verdadero héroe en una obra literaria es el lector que la aguanta».
El guardián entre el centeno
La mítica obra de Salinger por la que el propio Salinger quiso esconderse durante años para no ser preguntado. 
Pero la realidad es que ese es el mismo Salinger que se bebe la orina propia mientras se niega en rotundo a mantener relaciones con su esposa.
 Seamos sinceros: esa figura, la del creador de la novela, es casi más atractiva que su mítica obra.
 El guardián entre el centeno tiene dos problemas principales. El primero tiene que ver con la expectativa creada. Una novela que cambia la vida de tanta gente, que consigue que esa misma gente peregrine hasta la casa de ese misterioso Salinger, tiene que ser una especie de Biblia. 
Y luego, nada, apenas un par de metáforas bien construidas pero ninguna guía espiritual, nada que moldee almas como la del asesino de John Lennon, que al ser capturado llevaba consigo el dichoso librito. 
El segundo problema es la edad. Holden Caulfield aguarda entre el centeno para que los adolescentes no se despeñen por el barranco de la madurez.
 Luego es una metáfora adolescente para lectores adolescentes. Leída por un cincuentón quizás resulte, cuando menos, anacrónica.
El alquimista
Uno puede pretender que su obra venda millones de ejemplares a lo largo y ancho del planeta, vale. 
Uno puede pretender que su obra venda millones de ejemplares siendo un libro de autoayuda, vale que vale.
 Lo que ya no tiene perdón es que se pretenda buscar la gloria literaria con un libro de autoayuda cursi. 
Un pastor andaluz buscando «el tesoro que todos tenemos sobre la faz de la Tierra». 
Es tan repelente que hasta le coloco comillas pese a no tratarse de una cita literal (aunque sí utiliza esas palabras para definir la columna vertebral de su argumento). 
Además, disfraza toda su obra de una especie de misterio que luego no nos lleva a ninguna parte.
 Me recuerda a esas series norteamericanas que te mantienen en vilo semana a semana durante cinco años para acabar «nadeando». Autoayuda cursi y misterios absurdos… casi nada.

Los pilares de la tierra
Nótese que el título de este artículo habla de «libros sobrevalorados», es decir, el texto no quiere sentenciar que estas obras sean malas, sino que la opinión general es exagerada ponderando sus méritos. 
Este tocho de Ken Follet, de hecho, no es malo. 
Yo lo definiría más como una novela mediocre, ni fu ni fa, o algo así. El principal problema reside en el ritmo narrativo.
 En ocasiones es lento, pesado, tedioso, con descripciones arquitectónicas que te conducen a la más simple de las construcciones: un puente para el suicidio; en otras ocasiones es rápido, diría que es tan rápido que no existe, pues pasa por alto años, terrenos, personajes… un sinsentido novelístico que está pidiendo a gritos que Tolstói, Galdós o algún maestro canónico del género resucite para liarse a escopetazos.
 Eso sí, mantiene la eterna dicotomía entre el bien y el mal: los buenos son muy buenos y muy desgraciados; los malos son malísimos y muy suertudos.
 Del final no hablo porque me he prometido no colar spoilers… pero, si el editor me dejara, terminaría este párrafo con unos puntos suspensivos de esos decepcionantes.

Soy muy fan de Sylvia Plath.
 Quizás esté entre mis cinco o diez escritores favoritos.
 Sin embargo, en esta especie de autobiografía, pareciera como si la maravillosa poeta hubiera escrito con los pies, con su genio habitual lejos, hasta casi hacerse imperceptible.
 Quizás sea porque estemos acostumbrados a su simbolismo brutal, a su manera de arrojarnos a las pupilas sus confesiones con un lenguaje poético inigualable.
 Claro, cuando ese simbolismo y ese lenguaje salen de la poesía para no llegar o llegar mal a la prosa, todo pierde sentido.
 Sylvia, si me estás leyendo desde alguna parte, perdóname; pero vale más un verso tuyo que las trescientas páginas de tu novela más conocida.
El hobbit
Es cierto que el fenómeno Tolkien se ve influido, para bien o para mal, por el pantagruélico banquete que la industria de Hollywood se ha pegado a su costa durante los últimos años. Pero no es menos cierto que El hobbit es el menos tolkieniano de los libros tolkienianos, y que más tiene de cuento que de gran novela. Cuentan que había escrito el texto para uso y disfrute de su hijo, pero la realidad es que el juez de la obra fue un niño de diez años por orden del editor (¿debió de ver este un excesivo infantilismo en la obra?). 
De cualquier manera, el lector no tiene más que comparar la profundidad de El señor de los anillos y, sobre todo, de su gran obra, El Silmarillion, para darse cuenta de que nos enfrentamos a una obra menor dentro del universo que supo construir J. R. R. Luego, insisto, vino América para equiparar la trilogía con el pequeño cuento (al menos en extensión, quizás también en el tono), pero hasta el más fanático de los fanáticos de Tolkien sabe que la comparación es burda y cruel.
Tokio blues
Aparece Murakami, ya se le esperaba. 
Y además aparece su primera novela, la más celebrada (precisamente por esto último aparece).
 De nuevo, y como pasa con casi todo en esta vida, el problema lo encontramos en la expectativa. 
Título de una canción de los Beatles («Norwegian Wood»), argumento tejido sobre las revoluciones a las que el mundo se apuntó sistemáticamente durante los años sesenta, melancolía y tristeza en las primeras páginas… 
Sin embargo, los personajes van desnudándose poco a poco y, cuando ya han conseguido mostrar lo que ocultan, el lector descubre que se trata del exhibicionismo de la nada. 
Es decir, todo lo que auguraban se queda flotando en una superficie muy sugerente, pues al hundirte (a eso hemos venido aquí, a hundirnos) tienes la sensación de que podían haber mostrado mucho más, haber ahondado más en las miserias que les mueven.
 A ver, no digo yo que psicoanalice al personaje como Dostoyevski cien años antes, pero a una novela le pido no solo que ocurran cosas, sino también que me explique por qué ocurren.
 O que lo sugiera, no sé.
 Permitan que haga nuestra una frase que Ortega escribió para Baroja, y que ahora le dedicamos aquí al japonés: «De cada página suya parece querer levantarse un arte novísimo que al volver la hoja vemos caer en tierra como un gran pajarraco de alas muy cortas».
Poeta en Nueva York
 
Vamos con las polémicas.
 Adorando a Lorca como lo adoro, decir que este libro está sobrevalorado me duele en el alma.
 Pero es que aquí la valoración ha de hacerse comparando con la propia obra del poeta.
Poeta en Nueva York se mueve por ese terreno surrealista que ya entonces pisaba la moderna Europa, escapando de lo que había elevado al todavía joven Lorca a los altares de la literatura: la mezcla entre el personalísimo mundo del granadino y el mundo popular, es decir, la mezcla entre la palabra lorquiana y la tradición. En su Romancero, en su Cante jondo o en sus sonetos (género elitista por naturaleza) puede masticarse esa tradición popular que se pierde en su obra póstuma.
 De algún modo, las tragedias universales que golpean a Yerma o a la familia de Bernarda Alba se difuminan entre el lenguaje exagerado que nace de su pasión por Nueva York.
 Es cierto que cualquier palabra del poeta de Fuentevaqueros es siempre mágica, y que incluir este título junto a otros de esta lista es un crimen, pero algo me dice que el día que Federico, ya intuyendo el trágico desenlace de aquel agosto del 36, le confió el manuscrito de Poeta en Nueva York a José Bergamín, sabía muy bien que con aquel pecado de juventud mucho había del nuevo Lorca y poco del antiguo.
 Yo, me temo, echo de menos al segundo.

El sí de las niñas
También hay espacio para la literatura hispánica en esta lista más allá de Lorca.
 Hablemos del género dramático, que ya se ha rozado con el autor granadino. El sí de las niñas es, probablemente, la obra teatral de más éxito si nos atenemos a la fría realidad de los números. 
 Nadie acierta a dar una cifra exacta de la cantidad de público que fue a comprobar que la fama de Moratín no se sustentaba sobre exageraciones, aunque se habla de decenas de miles de espectadores. 
Es más, salgamos del puro éxito mercantil, pues otras obras hubo después de no poco éxito: la propia tragedia lorquiana ya citada, las obras de Galdós que acababan con el autor trasladado hasta su casa a hombros («¡Que viva Galdós, pero que viva más cerca!», solían decir), los nobeleados Echegaray y Benavente o la escalera de Buero.
 Por eso, abandonamos ese éxito popular para hablar de la trascendencia literaria: ninguna obra trajo consigo una repercusión tal como para ser prohibida por la Corona, como para aparecer en un Episodio nacional galdosiano con todo su esplendor, como para dar por cerrada la Ilustración española (muy tenue esta, dicho sea de paso).
 Ahora, con la perspectiva de los siglos algo perdida, no se comprende cómo una obra tan plana puede alcanzar semejante cota de trascendencia. 
Si tuviera que elegir un adjetivo para ella, me debatiría entre aburrida y simplona. 
Típico enredo romanticón que se soluciona a última hora. Lento, poco ingenioso… No me extraña que Moratín se retirara del ruedo dramático con esta obra.
La colmena
Esta novela lleva consigo varias cargas.
 La primera: es aceptada mayoritariamente por los lectores (no tanto por la crítica) como la gran obra del quizás más prestigioso novelista español del siglo XX, Nobel mediante.
 Es cierto que Cela es poliédrico y que resulta difícil aupar un solo título habiendo tantos y tan diferentes, pero qué carajo: una página de su familia Pascual Duarte entierra en la mediocridad todo este tocho.
 La segunda carga: es cierto que retrata la sociedad de posguerra, una sociedad gris y pútrida, con ese sello personal que siempre gastaba don Camilo José; pero, puestos a ahogar al lector, prefiero otras sociedades de posguerra como la de Nada de Laforet o cualquiera que haya salido de la tinta de Delibes
 Tercera: si vas a retratar a una sociedad de posguerra, no retrates solo a la clase media-baja.
 Habla también de la aristocracia, del bando que desfiló el 19 de mayo del 39.
 No dibujes solo los hilos rotos, Camilo José, y traza también las manos que los manejaron.
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
Neruda es, probablemente, uno de los diez poetas más importantes de nuestra lengua.
 Pero nótese que a menudo en esta lista se cuelan obras de los grandes genios de la literatura por compararse con otras de su misma producción y quedar claramente escaldadas. 
Es el caso de los Veinte poemas de Neruda, de aquel primer Neruda algo cursi y empalagoso. 
El problema no es tanto de esta obra, que contiene diez o doce versos memorables, como de, insisto, la comparación con el resto de su producción.
 Y es que ese Neruda juvenil, meloso y zalamero se irá convirtiendo en un poeta de verdadero tronío, con, por ejemplo, ese canto a lo pequeñito, de tono popular machadiano, que son las Odas elementales, o con esa gigantesca obra, esa historia de América en verso, que es el Canto general, o en ese surrealismo maravilloso que se respira en Residencia en la tierra.
 Sin embargo, pareciera que el único Neruda que hoy sobrevuela el imaginario es aquel primer poeta simple, cuyos versos (alguno que otro, más bien ripioso) adornan hoy más carpetas que antologías de postín.


La verdad como ensayo...................................... Peio Aguirre

La obra de Eric Baudelaire, que expone en San Sebastián, cuestiona el sistema de producción de imágenes en la era de la posverdad.

'Everything is political I ', de Eric Baudelaire. 
'Everything is political I ', de Eric Baudelaire.
Se dice que el escritor Bertolt Brecht tenía un cartel que colgaba en su habitación donde se podía leer: “La verdad es concreta”.
 Ahora que la llamada posverdad y los hechos alternativos están de actualidad, el recordatorio de Brecht parece una afirmación utópica. Las “noticias falsas” han cobrado definitivamente vida propia.
 De este contexto informativo, la conspiración y paranoia global pos-11/S se desprende la obra del cineasta y artista francoamericano Eric Baudelaire (Salt Lake, Estados Unidos, 1973). 
Al igual que otros practicantes de ensayo-documental e instalación audiovisual (Omer Fast, Hito Steyerl), Baudelaire cuestiona el sistema de producción de imágenes en nuestra confusa era visual. Formado en ciencias políticas y más tarde fotógrafo, Baudelaire oscila ahora entre los campos del cine y el arte, en concreto, en el llamado “cine de exposición”.
En esta primera gran muestra institucional en España, en el centro Tabakalera de San Sebastián, Baudelaire parte de las potencialidades de la ficción.
 De un modo más preciso, de la legendaria emisión radiofónica de 1938 en la que Orson Welles interpretaba La guerra de los mundos, de H. G. Wells, con tanta vehemencia que hizo estallar la alarma de una invasión alienígena en la Tierra. La música de Ramón Raquello y su orquesta, título de la exposición, remite al seudónimo del compositor Bernard Herrmann durante la conducción de dicho programa radiofónico. 
La recreación documental de aquella emisión es una de las principales obras aquí, esto es, las “noticias falsas” como activadoras de imaginación colectiva en tiempos donde la capacidad de imaginar parece estar en crisis. 

Eric Baudelaire parte a veces de la división entre texto e imagen, por ejemplo, de las noticias en los periódicos.
 Juega a disgregarlas como una técnica que interroga qué se esconde detrás de un titular y una foto de prensa.
 Esta separación formal es llevada al límite en un nuevo vídeo que cuenta el trayecto de un yihadista desde Francia a Siria, y vuelta a su país de origen. Also Known as Jihadi (2017) recoge la radicalidad formal del cineasta japonés Masao Adachi, quien en A.K.A. Serial Killer (1969) realizó el experimento de rodar el retrato de un asesino en serie exclusivamente a través de la filmación de paisajes como estructuras de opresión y poder que determinan el comportamiento de los individuos.
 La ideología invisible del paisaje, los aparatos ideológicos del Estado y ninguna imagen del sujeto en cuestión.
 Esta aproximación es repetida por Baudelaire, aunque el texto aquí es un extenso recuento judicial sobre este presunto yihadista que no aclara ni las motivaciones ni la implicación del sujeto.
 La narración ha de ser leída, sin voz en off.

A este ejercicio sociológico le falta el pulso y ritmo de The Anabasis of May and Fusako Shigenobu, Masao Adachi, and 27 Years Without Images (2011), otro videoensayo de Baudelaire presentado fuera de la exposición. 
Es en la articulación de texto, narración, voz e imagen que Baudelaire despunta (recordando en ocasiones a Chris Marker). 
Sin embargo, su empeño en situar su trabajo a la vez en el cine y en la institución-museo o galería de arte tiene entonces sus contraindicaciones, por ejemplo el display y la estetización del documento.
Al igual que Marker, Eric Baudelaire también escribe cartas, y esta forma epistolar es uno de sus recursos más habituales. 
La sala dedicada a Letters to Max (2014), un ensayo-documental donde se recoge su amistad con un diplomático de Abjasia (Maxim Gvinjia), un Estado independiente no reconocido internacionalmente, muestra la correspondencia entre ambos.
 El propio Max habitaba por unos días la exposición de Tabakalera en una simulación de embajada exsoviética concebida para la ocasión.
 Pero lo que queda es el audiovisual en sí, la realidad convertida en arte, en otra muestra del afecto con el que Baudelaire incorpora tiempo y espacio al ensayo fílmico. 
La verdad será concreta, pero esta solo puede desvelarse a la mirada y al entendimiento a través de la forma del ensayo.
‘La música de Ramón Raquello y su orquesta’. Eric Baudelaire. Tabakalera. San Sebastián. Hasta el 15 de octubre.

 

Así ha cambiado en la última década la cesta de la compra de los españoles

La alimentación pierde peso en el cálculo del IPC y lo gana el gasto en alquiler

El desarrollo tecnológico marca cada vez más el consumo

Evolución de la cesta de la compra del IPC