Un mayordomo, aristócratas, sadomasoquismo y un canario. Los tintes novelescos del crimen de los marqueses de Urquijo, cometido el 1 de agosto de 1980.
Los marqueses, que dormían en habitaciones separadas, fueron asesinados por un arma que entonces se calificó de femenina, quizá porque cabía en un bolso de noche o porque, en lugar de eructar, gemía.
El marqués recibió el aliento de uno de estos gemidos en la nuca; la marquesa necesitó dos: uno en el cuello y otro en la boca. Él era caballero de Malta, Nobleza de Cataluña, Santo Sepulcro y Santo Cáliz de Valencia.
Leímos en El País que había acudido a su boda vestido con el uniforme de Santo Sepulcro, una excentricidad escatológica. Nunca supimos qué demonios significaban esos raros títulos donde la caballerosidad de Malta se mezclaba con los cálices de Valencia.
Quizá se vio obligado a acumular dignidades disparatadas para ocultar su condición de consorte.
Y es que el tratamiento de marqués le venía por su esposa, María Lourdes de Urquijo, de la que lo primero que supimos es que mostraba al andar una cojera suave: más que un defecto parecía una nostalgia de pasadas dificultades psicomotoras.
Era menuda, y tan débil que carecía de fuerzas para abrir algunas puertas de la casa.
Además, tenía frecuentes jaquecas, por lo que hablaba poco, como si el crujido de la mandíbula, al batir, atravesara los espacios vacíos de su bóveda craneal convertido en el chirrido de una puerta o en el grito de un cuervo.
Cuando
se entregaba a esta clase de suplicio, tampoco soportaba que se hablara
cerca de ella.
El susurro de las mandíbulas ajenas, por bien aceitadas
que estuvieran, era para sus delicados tímpanos un estrépito que
amplificaba la neuralgia.
Aparte de las jaquecas, no tenía otro vicio
que la religión, a la que vivía entregada a través del Opus Dei. Una
marquesa, en suma.
Los cadáveres fueron encontrados sobre sus respectivas camas el viernes 1
de agosto de 1980, así que en la conciencia de muchos españoles
quedaría asociado para siempre el comienzo de las vacaciones estivales
con el asesinato de los marqueses de Urquijo.
El matrimonio vivía (¿o
deberíamos decir residía?) en Somosaguas, una urbanización de lujo
situada junto al parque de la Casa de Campo.
Según las primeras
impresiones, los asesinos habían penetrado en la vivienda abriendo un
boquete en la puerta de cristal por la que se accedía a la zona cubierta
de la piscina.
Desde allí alcanzaron una segunda puerta que agujerearon
con un soplete para tener acceso a la llave, que solía estar puesta del
otro lado.
Superados estos obstáculos, sólo había que subir al segundo
piso, donde dormían las víctimas.
El marqués no llegó a despertarse.
La marquesa, sin embargo, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus
pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la
pistola.
Al incorporarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la
boca, e inmediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en
dirección ascendente, hasta alcanzar el cerebro en el que atesoraba
jaquecas y oraciones, en confuso desorden.
La munición era del 22, así
que sólo mataba de cerca.
La servidumbre estaba de permiso, excepto una
cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no escuchó ningún
ruido.
También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró porque,
según la hija de los marqueses, era un poco tonto.
Aun sin despreciar la
minusvalía psíquica del animal, se barajó en seguida la posibilidad de
que los asesinos pertenecieran al círculo íntimo del perro o de las
víctimas por el conocimiento que habían demostrado tener de la casa (¿ o
deberíamos decir mansión?).
Dicho círculo estaba formado también por un conjunto de personajes no menos estereotipados que los marqueses.
Nadie, en este drama, es real.
Todos sus personajes parecen haber salido de una novela de Agatha
Christie mal traducida al castellano, y en cualquiera de ellos podemos
encontrar alguna razón para matar a dos personas que, según algunas
versiones, eran perfectamente asesinables.
Por otra parte, el crimen no
había sido acompañado de robo ni de ningún otro tipo de violencia, por
lo que a primera vista el único móvil razonable era el de la herencia.
Los herederos, Juan y Miriam, podían haberse desprendido también de una
novela barata de crímenes, pues respondían al estereotipo de gente
ambigua, astuta, y permanentemente humillada por un padre al que al
principio se calificó de ahorrativo (en el enorme jardín de la mansión
sólo había una farola), aunque por lo que luego fuimos viendo era
simplemente un tacaño.
Según el mayordomo –otro personaje de folletín–
el marqués no les daba dinero ni para ropa, de manera que eran conocidos
en los ambientes de su entorno como «los pobres».
Más cosas: Miriam, la hija mayor, vivía separada de su marido Rafael
Escobedo Alday, de 26 años, con quien se había casado dos años antes.
Escobedo responde al modelo de joven desocupado, inestable, débil, sin
un duro, y algo bebedor.
Hijo de un abogado reconocido, había
abandonado los estudios de Derecho y no se le conocía ninguna ocupación
ni ningún interés por nada que no fuera estar junto a Miriam.
La boda,
como es habitual en esta clase de novelas baratas en las que hay que
multiplicar el número de sospechosos para mantener el interés del
lector, no fue bien vista por los marqueses, sobre todo por el marqués:
la marquesa vivía fuera de la realidad, entregada en cuerpo y alma a
sus oraciones y migrañas, de manera que no tenía una idea muy cabal de
lo que sucedía a su alrededor.
Pero el marqués odiaba a Escobedo en
quien quizá veía repetirse, como en un espejo, el braguetazo que él
mismo había dado al casarse con María Lourdes unos años antes.
No hay
que olvidar que cuando Manuel de la Sierra conoce a la marquesa, él no
es más que un oscuro funcionario de la embajada americana.
Su ascenso
social comienza el mismo día en el que se pone el disfraz de Santo
Sepulcro para contraer matrimonio con una Urquijo, cuya familia era
rica desde mediados del siglo XIX.
Uno de los momentos más altos de ese
ascenso se produce, paradójicamente, el día de su funeral: frente a su
féretro desfilaron, entre otros, los baroneses de Gotor, el embajador de
Estados Unidos, el de Egipto, así como Carlos Arias Navarro, Gregorio
López Bravo, Enrique de la Mata, Antonio Garrigues Walker y Joaquín
Satrústegui. o consta de qué iba amortajado, pero la ocasión habría
sido excelente para sacar del armario el traje de la boda.
El hijo menor
de los Urquijo, Juan, de 22 años que habría de heredar el título de
marqués, llegó esa misma mañana desde Londres.
Miriam vivía en la calle
Orense de Madrid y fue avisada cuando se descubrieron los cadáveres.
En la tradición europea de literatura policíaca hay una corriente que desembocó en lo que se dio en llamar la «novela problema», una de cuyas máximas exponentes es sin duda Agatha Christie.
Lo único importante en
esta clase de relato es que el lector no descubra al asesino antes de
que lo decida el autor.
Su lectura, pues, no proporciona un placer muy
distinto al de la resolución de un crucigrama.
Es decir, que los
muertos (al contrario, por ejemplo, de lo que sucede en la novela negra
americana) no huelen, la sangre no salpica, y los personajes son más
bien marionetas que van de acá para allá sin otro objeto que el de
desviar la atención del verdadero asesino.
Por supuesto, todos tienen
alguna razón para matar, del mismo modo que los asesinados tienen
alguna razón para morir, pero las pasiones entre las que chapotean
verdugos y víctimas son también pasiones de cartón piedra.
No nos
emocionan porque de lo que se trata, más que de leer una novela, es de
resolver un pasatiempo.
Por eso también, los personajes no evolucionan
moralmente a lo largo del relato.
Son igual de miserables, de
generosos, de idiotas o de lúcidos cuando abrimos la novela que cuando
la cerramos.
En el crimen de los Urquijo, como en las malas novelas policíacas,
tampoco hay progresión moral.
Durante los casi diez años que van desde
la muerte de los marqueses al suicidio de Rafael Escobedo, los actores
que formaron parte del drama no hicieron otra cosa que parecerse a sí
mismos.
Lo malo es que cada vez que conocíamos a uno nuevo era más
pintoresco que los anteriores.
Así, por ejemplo, en seguida nos
enteramos de que Miriam mantenía una relación sentimental con un tal
Richard Denis Rew, al que todo el mundo acabó refiriéndose como el americano.
Es el encargado de dar un toque de exotismo a toda esta historia
inverosímil.
El americano declararia durante el juicio que en EE.UU.
había sido profesor de literatura, aunque más tarde se dedicó al negocio
de venta de alarmas (todo un modelo de racionalidad, según puede
apreciarse).
Llegó a España con una compañía de productos químicos (más
dosis de racionalidad) y conoció a Miriam en el verano del 77.
Trabajaron juntos como vendedores de jabón en una empresa de venta
piramidal a la que también perteneció Rafael Escobedo.
Este tipo de
empresas, en las que podía ganarse mucho dinero si uno lograba colocarse
en la punta de la pirámide, era con frecuencia refugio de personas de
clase media y alta que no habían logrado sacar adelante sus estudios,
pero cuyas maneras resultaban útiles para seducir a la multitud de
ingenuos que debían ocupar la base de la pirámide para que el negocio
fuera rentable a los de arriba.
Se trataba, en suma, de un juego en el que
era preciso que muchos perdieran para que unos pocos ganaran el dinero
que, si llegaba, era abundante y fácil.
No obstante, en la época del
crimen, Miriam y el americano son ya socios en una empresa de bisutería
llamada Shock, otra cosa irreal. ¿A quién se le ocurriría montar un
negocio de joyas baratas con este nombre?
Pero todavía hay más seres de ficción:
Vicente Díaz, por ejemplo, el mayordomo, un sujeto inverosímil y ambiguo
al que le encantaba salir en las revistas presumiendo de que conocía
los secretos de la familia y la identidad de los verdaderos asesinos.
Cuando sucedieron los hechos, estaba casado con la doncella de la
mansión, pero ésta debía de ser una mujer real y huyó en seguida de
aquella trama imaginaria para integrarse sin duda en el universo de las
cosas reales, donde le perdimos la pista, igual que a la cocinera negra
y al caniche tonto: todos los personajes de carne y hueso desaparecían
al poco de dar los primeros pasos por el escenario, como si se
hubieran colado involuntariamente en una película de dibujos animados en
la que sus volúmenes tridimensionales llamaran demasiado la atención.
Por el mayordomo conocimos las interioridades familiares y gracias a sus
continuas insinuaciones llegamos a la conclusión de que todos, incluido
él, podían ser los asesinos.
Pero falta todavía un personaje importante para completar el retablo:
el administrador, Diego Martínez Herrera, que gestionaba el patrimonio
de los marqueses desde hacía treinta años.
Aunque no vivía en
Somosaguas, tenía allí un despacho y una pequeña habitación.
Según el
mayordomo, mantenía con el marqués, de quien había sido amigo en la
juventud, unas relaciones sadomasoquistas.
Se trata de un personaje
singular, que se pliega sin ninguna dificultad al estereotipo de hábil
manipulador de testamentos y voluntades.
Sonríe en casi todas las fotos,
pero resulta imposible averiguar por qué, y permaneció idéntico a sí
mismo durante todos los años que duró la novela.
Siempre estuvo en el
punto de mira de la policía, pero no apareció ninguna prueba sólida
para implicarle en el crimen.
Se dijo de él que había modificado el
testamento de los marqueses para incluir a Miriam, que habría sido
desheredada al casarse con Rafael Escobedo, pero nada de esto se probó.
Es cierto que quienes lanzaron tales acusaciones fueron el mayordomo y
Escobedo, cuyas declaraciones no son muy fiables. Pero es que en esta
historia mintieron todos y todos transmitieron la impresión de
permanecer atados a los demás por algún secreto inconfesable.
La detención
A los nueve meses del crimen es detenido como
presunto autor del doble asesinato Rafael Escobedo Alday, quien en una
primera confesión se autoinculpa.
La detención se llevó a cabo en la
finca que su familia tenía en Cuenca, adonde se había retirado con el
propósito de montar un criadero de cerdos, idea que no se le ocurriría
al novelista más calenturiento.
Según las informaciones policiales, el
asunto se resolvió muy pronto, aunque la detención se retrasó por falta
de pruebas.
Éstas fueron finalmente halladas en la mencionada finca de
la familia de Escobedo, donde los investigadores, en un trabajo casi
arqueológico, encontraron casquillos de bala muy parecidos a los de
aquellas que habían matado a los marqueses.
Se averiguó asimismo que el
padre de Rafael tenía en su colección de armas una del calibre 22 como
la que había sido utilizada para el crimen, aunque no fue encontrada
porque según su propietario se la había vendido a un militar en 1947.
En versiones posteriores el acusado aseguró haber vendido esa pistola a
Juan de la Sierra, su cuñado, por 200.000 pesetas.
Rafael afirmó que
había matado a sus suegros por considerarles culpables de su fracaso
matrimonial.
Confesó también que el día antes del crimen había comprado
un rollo de esparadrapo para pegar a la puerta de la piscina y que los
cristales no hicieran ruido al caer, así como un martillo, un soplete,
una linterna y unos guantes.
Se negó sin embargo a decir dónde había
adquirido estos utensilios y qué había hecho con la pistola tras el
crimen.
Tampoco quiso delatar a sus cómplices.
Tanto juan de la Sierra como su hermana habían descartado en los
interrogatorio la posibilidad de que el asesino fuera Rafael, cuyo
matrimonio se había realizado en régimen de separación de bienes, por
lo que no podía aspirar a recibir ningún beneficio de la herencia.
Por
otra parte, el inculpado había dormido más de una vez en el chalé de
Sornosaguas después del crimen, pues continuaba viéndose con el hijo de
las víctimas, con quien mantenía una intensa amistad desde los tiempos
de la facultad de Derecho, donde se habían conocido.
Según la policía,
Rafael Escobedo Alday era «un joven con una personalidad obsesiva, de
reacciones raras, que ha estado sometido varias veces a tratamiento
psiquiátrico y que ha sufrido unas relaciones no normales en su
matrimonio».
La descripción, sin ser un modelo de historial clínico,
sitúa al preso (¿ o deberíamos decir paciente?) dentro de unas
coordenadas lo suficientemente tópicas como para cargarle el crimen.
En
las novelas policíacas baratas la gente asesina mucho por rencor,
incluso más que por dinero, y no hay que olvidar que el crimen de los
Urquijo es hasta el momento una historia barata, llena de mayordomos
disparatados y marqueses vulgares, una historia que teníamos junto a la
cama y con la que nos dormíamos después de habernos pasado el día
haciendo la Transición.
Por aquellos años nos daba tanto trabajo el
paso de la dictadura a la democracia, que por la noche sólo nos
apetecía leer cosas intranscendentes.
El crimen de los marqueses de
Urquijo duró más o menos lo que la Transición, que fue su lado
novelesco.
Y no se terminó porque se hubiera resuelto, ya que todavía
continúa lleno de interrogantes, sino porque una vez rematado el
tránsito político el público empezó a pedir otra clase de novelas, y en
ello estamos
. De Rafael Escobedo supimos también durante los primeros
tiempos de su cautiverio que un día, cuando su profesor de francés del
colegio Alamán había alabado la limpieza de sus libros, había contestado
sin inmutarse que estaban así porque se los forraba su señorita.
Se hizo cargo de la defensa el prestigioso
criminalista José María Stampa Braun, pero tendrán que pasar casi siete
meses para que veamos en El País las primeras declaraciones
públicas de Escobedo en las que, desde la cárcel, se desdice de su
anterior confesión y se declara inocente.
«Pronto aclararé ante el juez
todo lo relativo a la muerte de mis suegros», afirma como si conociera
lo ocurrido en el chalé de Somosaguas durante la madrugada del 1 de
agosto de 1980.
En el auto de procesamiento se alude a «personas no
identificadas» con las que compartiría la responsabilidad del crimen.
Y es aproximadamente en este tramo de la
historia donde Rafael Escobedo Alday se convierte para los medios de
comunicación y para España entera en Rafi.
Las fotografías de la cárcel
lo muestran como un hombre que a pesar de sus veintisiete años tiene
cara de niño bueno.
También a partir de ahora, Rafi comienza un camino
sin retorno hacia la realidad.
Es el único personaje de la novela que se
vuelve real, mientras a su alrededor todos continúan mostrando los
rasgos excesivos de las caricaturas.
En la avidad del 81 es internado
en el hospital para ser operado de un tumor alojado entre la arteria
aorta y el pulmón izquierdo.
La operación parece grave y se especula
con la posibilidad de que frente al riesgo de muerte Rafi se decida a
desvelar datos relacionados con el crimen, pero lo único que hace es
lanzar insinuaciones en una y otra dirección y advertir a la opinión
pública, que ya lo ha adoptado, que teme ser víctima de una
conspiración.
Entre tanto, la imagen de niño débil, al que la señorita
forraba los libros del colegio, va paulatinamente modificándose por la
de alguien que quizá ha logrado en el patio de la cárcel el respeto que
no consiguió en el del colegio.
Pero la confusión continúa. Escobedo
sale del hospital y regresa a la cárcel sin que hayamos averiguado nada
sobre el crimen.
El juicio
Y así llegamos al capítulo del juicio, en el
verano del 83, que se abre con la sorpresa de que la prueba principal,
los casquillos de bala encontrados en el dormitorio de los marqueses,
así como los hallados por la policía en la finca de los padres de Rafi,
han desaparecido del juzgado que tenía encargada su custodia.
En
algunos medios se especula con la posibilidad de que la falta de esta
prueba provoque la suspensión del juicio.
El proceso, sin embargo, sigue
adelante, lo que provoca graves enfrentamientos entre el presidente de
la sala, Bienvenido Guevara, y el abogado defensor.
La petición fiscal
es de dos penas de treinta años, una por asesinato, con los agravantes
de nocturnidad, premeditación y alevosía.
Cuando José María Stampa
Braun, que hizo una defensa ejemplar, se encuentra dictando a la
secretaria de la sala un informe en el que matiza y pone en cuestión la
prueba pericial llevada a cabo por la policía sobre los casquillos
desaparecidos, Bienvenido Guevara le interrumpe señalando la
improcedencia de su actuación. A lo que responde el abogado:
–Si el minucioso informe de un abogado hecho
en defensa de alguien que se está jugando sesenta años de cárcel se
considera inoportuno, entonces yo, desde este momento, renuncio a la
defensa y dejo de ser abogado, porque no me interesa colaborar con la
justicia.
El público de la sala, que estaba claramente a
favor de Rafi, prorrumpió en aplausos y el presidente ordenó
desalojarla.
Pocas veces en la historia de los tribunales un juicio
despertó tanto interés.
Se formaban colas desde primeras horas de la
mañana para asistir a él y la sala estaba siempre a rebosar.
El tono
novelesco, o quizá en este caso de serie de televisión, se reprodujo a
lo largo de la vista al comportarse el presidente de la sala como un
personaje de telefilm que tuviera aversión al acusado.
–Deje el acusado de contar comedias –dice con tono agrio a Rafi en un momento en que está declarando.
–Si el presidente cree que esto es una
comedia –responde Stampa Braun–, yo abandono inmediatamente la defensa.
En todo caso, sería un drama.
–Pertenece al mismo género literario –insiste Bienvenido Guevara.
Estamos a finales de junio y la tensión
crece, con el calor, en el interior de una sala abarrotada de público y
enfervorizada con el acusado, a quien se considera vagamente el chivo
expiatorio de los manejos criminales de la alta sociedad madrileña.La imagen que la prueba psiquiátrica arroja de Rafi (ya se le cita así habitualmente) es la de una persona inmadura y débil; sin embargo, se va creciendo a lo largo del juicio y es el encargado de dar ánimos a su familia. y mientras Rafi va convirtiéndose en un personaje real, capaz de conmover a las personas reales, las situaciones novelescas se repiten de nuevo.
. Así, por ejemplo, a estas alturas nos enteramos, por una declaración de los médicos forenses, de que los cuerpos de los Urquijo habían sido lavados con agua caliente, haciendo desaparecer de ellos los restos de pólvora en los orificios de las balas, antes de que la policía y el juez llegaran al escenario del crimen.
«Evidentemente -añade uno de los expertos- esto no es normal en la práctica de la medicina forense.
Es como si alguien intentase ocultar algo». La situación es tal que Ismael Fuente y Camilo Valdecantos, que cubrían el juicio para El País, escriben literalmente el 24 de junio del 83: «Excepción hecha de la confesión de culpabilidad hecha por Escobedo, de la que se retractó posteriormente, y que es la cuestión central de la vista, desde el punto de vista de la Ley de Enjuiciamiento Criminal no se le ha podido probar al acusado ninguna de las presuntas pruebas». La prueba pericial de balística solicitada por el abogado defensor y aceptada por la sala se encargaría de poner en entredicho también la aportada por la policía.
Por lo demás, el juicio fue un desfile de
personajes irreales, pues a los ya conocidos, que acentúan frente al
tribunal sus rasgos caricaturescos, aparecen en escena dos amigos
íntimos de Escobedo: