Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

3 ago 2017

Una policíaca en la Transición............................. Juan José Millás..

Un mayordomo, aristócratas, sadomasoquismo y un canario. Los tintes novelescos del crimen de los marqueses de Urquijo, cometido el 1 de agosto de 1980.

Juan y Miriam de la Sierra, hijos de los marqueses de Urquijo, en un descanso durante el juicio al presunto asesino de los marqueses, Rafael Escobedo.
Juan y Miriam de la Sierra, hijos de los marqueses de Urquijo, en un descanso durante el juicio al presunto asesino de los marqueses, Rafael Escobedo

Los marqueses, que dormían en habitaciones separadas, fueron asesinados por un arma que entonces se calificó de femenina, quizá porque cabía en un bolso de noche o porque, en lugar de eructar, ge­mía.

 El marqués recibió el aliento de uno de estos gemidos en la nu­ca; la marquesa necesitó dos: uno en el cuello y otro en la boca. Él era caballero de Malta, Nobleza de Cataluña, Santo Sepulcro y San­to Cáliz de Valencia. 

 Leímos en El País que había acudido a su bo­da vestido con el uniforme de Santo Sepulcro, una excentricidad escatológica. Nunca supimos qué demonios significaban esos raros títulos donde la caballerosidad de Malta se mezclaba con los cálices de Valencia.

 Quizá se vio obligado a acumular dignidades dispara­tadas para ocultar su condición de consorte.

 Y es que el tratamien­to de marqués le venía por su esposa, María Lourdes de Urquijo, de la que lo primero que supimos es que mostraba al andar una cojera suave: más que un defecto parecía una nostalgia de pasadas dificul­tades psicomotoras. 

 Era menuda, y tan débil que carecía de fuerzas para abrir algunas puertas de la casa.

 Además, tenía frecuentes ja­quecas, por lo que hablaba poco, como si el crujido de la mandíbu­la, al batir, atravesara los espacios vacíos de su bóveda craneal con­vertido en el chirrido de una puerta o en el grito de un cuervo.

Cuando se entregaba a esta clase de suplicio, tampoco soportaba que se hablara cerca de ella.
 El susurro de las mandíbulas ajenas, por bien aceitadas que estuvieran, era para sus delicados tímpanos un estrépito que amplificaba la neuralgia.
 Aparte de las jaquecas, no te­nía otro vicio que la religión, a la que vivía entregada a través del Opus Dei. Una marquesa, en suma.
Los cadáveres fueron encontrados sobre sus respectivas camas el viernes 1 de agosto de 1980, así que en la conciencia de muchos es­pañoles quedaría asociado para siempre el comienzo de las vacacio­nes estivales con el asesinato de los marqueses de Urquijo.
 El matri­monio vivía (¿o deberíamos decir residía?) en Somosaguas, una urbanización de lujo situada junto al parque de la Casa de Campo.
 Según las primeras impresiones, los asesinos habían penetrado en la vivienda abriendo un boquete en la puerta de cristal por la que se accedía a la zona cubierta de la piscina.
 Desde allí alcanzaron una segunda puerta que agujerearon con un soplete para tener acceso a la llave, que solía estar puesta del otro lado.
 Superados estos obs­táculos, sólo había que subir al segundo piso, donde dormían las víc­timas. 
El marqués no llegó a despertarse. 
 La marquesa, sin embar­go, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la pistola.
 Al incor­porarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la boca, e in­mediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en di­rección ascendente, hasta alcanzar el cerebro en el que atesoraba jaquecas y oraciones, en confuso desorden.
 La munición era del 22, así que sólo mataba de cerca.
 La servidumbre estaba de permiso, ex­cepto una cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no es­cuchó ningún ruido. 
También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró porque, según la hija de los marqueses, era un poco tonto.
 Aun sin despreciar la minusvalía psíquica del animal, se barajó en seguida la posibilidad de que los asesinos pertenecieran al círculo íntimo del perro o de las víctimas por el conocimiento que habían de­mostrado tener de la casa (¿ o deberíamos decir mansión?). 

Dicho círculo estaba formado también por un conjunto de perso­najes no menos estereotipados que los marqueses.
 Nadie, en este drama, es real. Todos sus personajes parecen haber salido de una no­vela de Agatha Christie mal traducida al castellano, y en cualquiera de ellos podemos encontrar alguna razón para matar a dos personas que, según algunas versiones, eran perfectamente asesinables.
 Por otra parte, el crimen no había sido acompañado de robo ni de nin­gún otro tipo de violencia, por lo que a primera vista el único móvil razonable era el de la herencia. 
Los herederos, Juan y Miriam, po­dían haberse desprendido también de una novela barata de críme­nes, pues respondían al estereotipo de gente ambigua, astuta, y per­manentemente humillada por un padre al que al principio se calificó de ahorrativo (en el enorme jardín de la mansión sólo había una fa­rola), aunque por lo que luego fuimos viendo era simplemente un ta­caño.
 Según el mayordomo –otro personaje de folletín– el marqués no les daba dinero ni para ropa, de manera que eran conocidos en los ambientes de su entorno como «los pobres».
Más cosas: Miriam, la hija mayor, vivía separada de su marido Rafael Escobedo Alday, de 26 años, con quien se había casado dos años antes. 
 Escobedo responde al modelo de joven desocupado, ines­table, débil, sin un duro, y algo bebedor. 
Hijo de un abogado reco­nocido, había abandonado los estudios de Derecho y no se le cono­cía ninguna ocupación ni ningún interés por nada que no fuera estar junto a Miriam.
 La boda, como es habitual en esta clase de novelas baratas en las que hay que multiplicar el número de sospechosos pa­ra mantener el interés del lector, no fue bien vista por los marque­ses, sobre todo por el marqués: la marquesa vivía fuera de la reali­dad, entregada en cuerpo y alma a sus oraciones y migrañas, de manera que no tenía una idea muy cabal de lo que sucedía a su alrededor. 
Pero el marqués odiaba a Escobedo en quien quizá veía re­petirse, como en un espejo, el braguetazo que él mismo había dado al casarse con María Lourdes unos años antes.
 No hay que olvidar que cuando Manuel de la Sierra conoce a la marquesa, él no es más que un oscuro funcionario de la embajada americana. 
Su ascenso so­cial comienza el mismo día en el que se pone el disfraz de Santo Se­pulcro para contraer matrimonio con una Urquijo, cuya familia era rica desde mediados del siglo XIX.
 Uno de los momentos más altos de ese ascenso se produce, paradójicamente, el día de su funeral: frente a su féretro desfilaron, entre otros, los baroneses de Gotor, el embajador de Estados Unidos, el de Egipto, así como Carlos Arias Navarro, Gregorio López Bravo, Enrique de la Mata, Antonio Garri­gues Walker y Joaquín Satrústegui. o consta de qué iba amortaja­do, pero la ocasión habría sido excelente para sacar del armario el traje de la boda.
 El hijo menor de los Urquijo, Juan, de 22 años que habría de heredar el título de marqués, llegó esa misma mañana des­de Londres.
 Miriam vivía en la calle Orense de Madrid y fue avisa­da cuando se descubrieron los cadáveres. 

En la tradición europea de literatura policíaca hay una corriente que desembocó en lo que se dio en llamar la «novela problema», una de cuyas máximas exponentes es sin duda Agatha Christie.
 Lo único importante en esta clase de relato es que el lector no descubra al asesino antes de que lo decida el autor.
 Su lectura, pues, no pro­porciona un placer muy distinto al de la resolución de un crucigra­ma.
 Es decir, que los muertos (al contrario, por ejemplo, de lo que sucede en la novela negra americana) no huelen, la sangre no salpi­ca, y los personajes son más bien marionetas que van de acá para allá sin otro objeto que el de desviar la atención del verdadero ase­sino.
 Por supuesto, todos tienen alguna razón para matar, del mis­mo modo que los asesinados tienen alguna razón para morir, pero las pasiones entre las que chapotean verdugos y víctimas son también pasiones de cartón piedra.
 No nos emocionan porque de lo que se trata, más que de leer una novela, es de resolver un pasatiempo.
 Por eso también, los personajes no evolucionan moralmente a lo lar­go del relato.
 Son igual de miserables, de generosos, de idiotas o de lúcidos cuando abrimos la novela que cuando la cerramos.
 En el crimen de los Urquijo, como en las malas novelas policía­cas, tampoco hay progresión moral.
 Durante los casi diez años que van desde la muerte de los marqueses al suicidio de Rafael Escobedo, los actores que formaron parte del drama no hicieron otra cosa que parecerse a sí mismos.
 Lo malo es que cada vez que conocíamos a uno nuevo era más pintoresco que los anteriores.
 Así, por ejemplo, en seguida nos enteramos de que Miriam mantenía una relación sentimental con un tal Richard Denis Rew, al que todo el mundo acabó refiriéndose como el americano.
  Es el encargado de dar un toque de exotismo a toda esta historia inverosímil.
 El americano declararia durante el juicio que en EE.UU. había sido profesor de literatura, aunque más tarde se dedicó al negocio de venta de alarmas (todo un modelo de racionalidad, según puede apreciarse). 
Llegó a España con una compañía de productos químicos (más dosis de racionali­dad) y conoció a Miriam en el verano del 77. Trabajaron juntos co­mo vendedores de jabón en una empresa de venta piramidal a la que también perteneció Rafael Escobedo.
 Este tipo de empresas, en las que podía ganarse mucho dinero si uno lograba colocarse en la pun­ta de la pirámide, era con frecuencia refugio de personas de clase media y alta que no habían logrado sacar adelante sus estudios, pe­ro cuyas maneras resultaban útiles para seducir a la multitud de in­genuos que debían ocupar la base de la pirámide para que el nego­cio fuera rentable a los de arriba.
Se trataba, en suma, de un juego en el que era preciso que muchos perdieran para que unos pocos ga­naran el dinero que, si llegaba, era abundante y fácil.
 No obstante, en la época del crimen, Miriam y el americano son ya socios en una empresa de bisutería llamada Shock, otra cosa irreal. ¿A quién se le ocurriría montar un negocio de joyas baratas con este nombre?
Pero todavía hay más seres de ficción: Vicente Díaz, por ejemplo, el mayordomo, un sujeto inverosímil y ambiguo al que le encantaba salir en las revistas presumiendo de que conocía los secretos de la fa­milia y la identidad de los verdaderos asesinos. 

Cuando sucedieron los hechos, estaba casado con la doncella de la mansión, pero ésta debía de ser una mujer real y huyó en seguida de aquella trama ima­ginaria para integrarse sin duda en el universo de las cosas reales, donde le perdimos la pista, igual que a la cocinera negra y al cani­che tonto: todos los personajes de carne y hueso desaparecían al po­co de dar los primeros pasos por el escenario, como si se hubieran colado involuntariamente en una película de dibujos animados en la que sus volúmenes tridimensionales llamaran demasiado la aten­ción. 
 Por el mayordomo conocimos las interioridades familiares y gracias a sus continuas insinuaciones llegamos a la conclusión de que todos, incluido él, podían ser los asesinos.
Pero falta todavía un personaje importante para completar el re­tablo: el administrador, Diego Martínez Herrera, que gestionaba el patrimonio de los marqueses desde hacía treinta años.
 Aunque no vivía en Somosaguas, tenía allí un despacho y una pequeña habita­ción. 
Según el mayordomo, mantenía con el marqués, de quien ha­bía sido amigo en la juventud, unas relaciones sadomasoquistas.
 Se trata de un personaje singular, que se pliega sin ninguna dificultad al estereotipo de hábil manipulador de testamentos y voluntades.
 Sonríe en casi todas las fotos, pero resulta imposible averiguar por qué, y permaneció idéntico a sí mismo durante todos los años que duró la novela. 
Siempre estuvo en el punto de mira de la policía, pe­ro no apareció ninguna prueba sólida para implicarle en el crimen. 
Se dijo de él que había modificado el testamento de los marqueses para incluir a Miriam, que habría sido desheredada al casarse con Rafael Escobedo, pero nada de esto se probó.
 Es cierto que quienes lanzaron tales acusaciones fueron el mayordomo y Escobedo, cuyas declaraciones no son muy fiables. Pero es que en esta historia min­tieron todos y todos transmitieron la impresión de permanecer ata­dos a los demás por algún secreto inconfesable. 

La detención

A los nueve meses del crimen es detenido como presunto autor del doble asesinato Rafael Escobedo Alday, quien en una primera confe­sión se autoinculpa.
 La detención se llevó a cabo en la finca que su familia tenía en Cuenca, adonde se había retirado con el propósito de montar un criadero de cerdos, idea que no se le ocurriría al novelista más calenturiento.
 Según las informaciones policiales, el asunto se re­solvió muy pronto, aunque la detención se retrasó por falta de prue­bas.
 Éstas fueron finalmente halladas en la mencionada finca de la familia de Escobedo, donde los investigadores, en un trabajo casi ar­queológico, encontraron casquillos de bala muy parecidos a los de aquellas que habían matado a los marqueses.
 Se averiguó asimismo que el padre de Rafael tenía en su colección de armas una del calibre 22 como la que había sido utilizada para el crimen, aunque no fue encontrada porque según su propietario se la había vendido a un mi­litar en 1947. 
 En versiones posteriores el acusado aseguró haber ven­dido esa pistola a Juan de la Sierra, su cuñado, por 200.000 pesetas. 
Rafael afirmó que había matado a sus suegros por considerarles cul­pables de su fracaso matrimonial.
 Confesó también que el día antes del crimen había comprado un rollo de esparadrapo para pegar a la puerta de la piscina y que los cristales no hicieran ruido al caer, así como un martillo, un soplete, una linterna y unos guantes.
 Se negó sin embargo a decir dónde había adquirido estos utensilios y qué ha­bía hecho con la pistola tras el crimen. 
Tampoco quiso delatar a sus cómplices.

Tanto juan de la Sierra como su hermana habían descartado en los interrogatorio la posibilidad de que el asesino fuera Rafael, cu­yo matrimonio se había realizado en régimen de separación de bie­nes, por lo que no podía aspirar a recibir ningún beneficio de la he­rencia.
 Por otra parte, el inculpado había dormido más de una vez en el chalé de Sornosaguas después del crimen, pues continuaba viéndose con el hijo de las víctimas, con quien mantenía una intensa amistad desde los tiempos de la facultad de Derecho, donde se ha­bían conocido.
 Según la policía, Rafael Escobedo Alday era «un jo­ven con una personalidad obsesiva, de reacciones raras, que ha esta­do sometido varias veces a tratamiento psiquiátrico y que ha sufrido unas relaciones no normales en su matrimonio».
 La descripción, sin ser un modelo de historial clínico, sitúa al preso (¿ o deberíamos de­cir paciente?) dentro de unas coordenadas lo suficientemente tópicas como para cargarle el crimen. 
En las novelas policíacas baratas la gente asesina mucho por rencor, incluso más que por dinero, y no hay que olvidar que el crimen de los Urquijo es hasta el momento una historia barata, llena de mayordomos disparatados y marqueses vulgares, una historia que teníamos junto a la cama y con la que nos dormíamos después de habernos pasado el día haciendo la Transi­ción. 
Por aquellos años nos daba tanto trabajo el paso de la dictadu­ra a la democracia, que por la noche sólo nos apetecía leer cosas in­transcendentes. 
El crimen de los marqueses de Urquijo duró más o menos lo que la Transición, que fue su lado novelesco.
 Y no se ter­minó porque se hubiera resuelto, ya que todavía continúa lleno de interrogantes, sino porque una vez rematado el tránsito político el público empezó a pedir otra clase de novelas, y en ello estamos
. De Rafael Escobedo supimos también durante los primeros tiempos de su cautiverio que un día, cuando su profesor de francés del colegio Alamán había alabado la limpieza de sus libros, había contestado sin inmutarse que estaban así porque se los forraba su señorita. 

Se hizo cargo de la defensa el prestigioso criminalista José María Stampa Braun, pero tendrán que pasar casi siete meses para que veamos en El País las primeras declaraciones públicas de Escobedo en las que, desde la cárcel, se desdice de su anterior confesión y se declara inocente.
 «Pronto aclararé ante el juez todo lo relativo a la muerte de mis suegros», afirma como si conociera lo ocurrido en el chalé de Somosaguas durante la madrugada del 1 de agosto de 1980. 
En el auto de procesamiento se alude a «personas no identificadas» con las que compartiría la responsabilidad del crimen.
Y es aproximadamente en este tramo de la historia donde Rafael Escobedo Alday se convierte para los medios de comunicación y pa­ra España entera en Rafi.
 Las fotografías de la cárcel lo muestran como un hombre que a pesar de sus veintisiete años tiene cara de ni­ño bueno. 
También a partir de ahora, Rafi comienza un camino sin retorno hacia la realidad.
 Es el único personaje de la novela que se vuelve real, mientras a su alrededor todos continúan mostrando los rasgos excesivos de las caricaturas.
 En la avidad del 81 es interna­do en el hospital para ser operado de un tumor alojado entre la ar­teria aorta y el pulmón izquierdo.
 La operación parece grave y se es­pecula con la posibilidad de que frente al riesgo de muerte Rafi se decida a desvelar datos relacionados con el crimen, pero lo único que hace es lanzar insinuaciones en una y otra dirección y advertir a la opinión pública, que ya lo ha adoptado, que teme ser víctima de una conspiración.
 Entre tanto, la imagen de niño débil, al que la señori­ta forraba los libros del colegio, va paulatinamente modificándose por la de alguien que quizá ha logrado en el patio de la cárcel el res­peto que no consiguió en el del colegio.
 Pero la confusión continúa. Escobedo sale del hospital y regresa a la cárcel sin que hayamos ave­riguado nada sobre el crimen.

El juicio

Y así llegamos al capítulo del juicio, en el verano del 83, que se abre con la sorpresa de que la prueba principal, los casquillos de ba­la encontrados en el dormitorio de los marqueses, así como los halla­dos por la policía en la finca de los padres de Rafi, han desaparecido del juzgado que tenía encargada su custodia.
 En algunos medios se especula con la posibilidad de que la falta de esta prueba provoque la suspensión del juicio.
 El proceso, sin embargo, sigue adelante, lo que provoca graves enfrentamientos entre el presidente de la sala, Bienvenido Guevara, y el abogado defensor.
 La petición fiscal es de dos penas de treinta años, una por asesinato, con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. 
Cuando José María Stampa Braun, que hizo una defensa ejemplar, se encuentra dictando a la se­cretaria de la sala un informe en el que matiza y pone en cuestión la prueba pericial llevada a cabo por la policía sobre los casquillos de­saparecidos, Bienvenido Guevara le interrumpe señalando la impro­cedencia de su actuación. A lo que responde el abogado:
–Si el minucioso informe de un abogado hecho en defensa de al­guien que se está jugando sesenta años de cárcel se considera inopor­tuno, entonces yo, desde este momento, renuncio a la defensa y dejo de ser abogado, porque no me interesa colaborar con la justicia.
El público de la sala, que estaba claramente a favor de Rafi, pro­rrumpió en aplausos y el presidente ordenó desalojarla.
 Pocas veces en la historia de los tribunales un juicio despertó tanto interés.
 Se formaban colas desde primeras horas de la mañana para asistir a él y la sala estaba siempre a rebosar.
 El tono novelesco, o quizá en es­te caso de serie de televisión, se reprodujo a lo largo de la vista al comportarse el presidente de la sala como un personaje de telefilm que tuviera aversión al acusado.
–Deje el acusado de contar comedias –dice con tono agrio a Rafi en un momento en que está declarando.
–Si el presidente cree que esto es una comedia –responde Stampa Braun–, yo abandono inmediatamente la defensa. En todo caso, se­ría un drama.
–Pertenece al mismo género literario –insiste Bienvenido Gue­vara.
Estamos a finales de junio y la tensión crece, con el calor, en el interior de una sala abarrotada de público y enfervorizada con el acusado, a quien se considera vagamente el chivo expiatorio de los manejos criminales de la alta sociedad madrileña.
 La imagen que la prueba psiquiátrica arroja de Rafi (ya se le cita así habitualmente) es la de una persona inmadura y débil; sin embargo, se va crecien­do a lo largo del juicio y es el encargado de dar ánimos a su familia. y mientras Rafi va convirtiéndose en un personaje real, capaz de conmover a las personas reales, las situaciones novelescas se repiten de nuevo. 
 . Así, por ejemplo, a estas alturas nos enteramos, por una declaración de los médicos forenses, de que los cuerpos de los Ur­quijo habían sido lavados con agua caliente, haciendo desaparecer de ellos los restos de pólvora en los orificios de las balas, antes de que la policía y el juez llegaran al escenario del crimen.
 «Evidente­mente -añade uno de los expertos- esto no es normal en la práctica de la medicina forense. 
Es como si alguien intentase ocultar algo». La situación es tal que Ismael Fuente y Camilo Valdecantos, que cu­brían el juicio para El País, escriben literalmente el 24 de junio del 83: «Excepción hecha de la confesión de culpabilidad hecha por Es­cobedo, de la que se retractó posteriormente, y que es la cuestión central de la vista, desde el punto de vista de la Ley de Enjuicia­miento Criminal no se le ha podido probar al acusado ninguna de las presuntas pruebas». La prueba pericial de balística solicitada por el abogado defensor y aceptada por la sala se encargaría de poner en entredicho también la aportada por la policía.
Por lo demás, el juicio fue un desfile de personajes irreales, pues a los ya conocidos, que acentúan frente al tribunal sus rasgos ca­ricaturescos, aparecen en escena dos amigos íntimos de Escobedo:


Bendito majara inmortal.................................. José Sámano

Nieto, como Santana y Ballesteros, abrió el camino a lo que es hoy la España plurideportiva.

Y casualidades de la vida Ballesteros murió de un cáncer cerebral. Santana el testigo de toda una época de Inicios Deportivos. 

Ángel Nieto el 23 de septiembre de 1972 en el Circuito de Montjuïc.
Son multitud los deportistas que triunfan a diario, pero el podio de la eternidad es un panteón exclusivo. 
Y se gana en vida, caso de Ángel Nieto, que incluso hoy seguirá siendo inmortal, seguirá a todo gas en la memoria perpetua del deporte español. 
La huella de Nieto, como la de Manolo Santana, Seve Ballesteros y algunos más, trasciende con creces a un palmarés, por métrico que sea.
 Incluso cuando el genio hace las cuentas que le da la gana y si 13 son 12+1 pues son 12+1.
 Por grandilocuentes que sean sus éxitos, es su legado lo que les hace imperecederos.

Su aperturista impacto para el deporte español fue similar al de Ramón y Cajal para la ciencia
. Quijotescos pioneros que derribaron murallas no solo por su talento, sino por su audacia.
 ¿Qué diferencia a los pilotos de ahora de los de tu generación?, le preguntó cierto día el periodista Alfredo Relaño a Nieto.
 “Hoy son como ingenieros, nosotros éramos unos majaras”.
Y muy majara había que ser para que el hijo de unos hueveros nacido en Zamora y criado en Vallecas soñara con el mundial pilotaje de una moto.
 Como destornillados eran los sueños de Manolín Santana cuando, con su padre en una cárcel franquista, su madre y sus tres hermanos vivían en una casa madrileña en la que debían compartir cuarto de baño hasta doce familias.
 Como los locatis desvelos del hijo de Baldomero y Carmen, Severiano, cuando acarreaba palos de golf al sur de la Bahía de Santander.
 Si Seve empezó como caddie, Santana lo hizo como recogepelotas y Nieto como ayudante de un taller mecánico de su amigo Tomás Díaz Valdés, luego periodista de motos. 
Al tiempo que Santana y Nieto alimentaban sus fábulas infantiles, el tenis y el motociclismo eran una estepa, disciplinas sin eco alguno en una España franquista en la que solo retumbaban el fútbol y algunas notas del boxeo y el ciclismo.
 Tampoco en la embrionaria Transición el golf tenía migas.
Los tres, los más paradigmáticos, pero sin olvidar a Lili Álvarez, Joaquín Blume o Vicente Trueba, otros precursores ilusionistas, se adentraron en su particular triángulo de las Bermudas.
 En aquella España chata y acomplejada eso era acudir a Wimbledon, viajar al Gran Premio de Monza o incluso aventurarse al British de Saint Andrews.
Hoy España disfruta de Rafa Nadal, Jorge Lorenzo, Sergio García... Es más que probable que ninguno de ellos fuera concebido como lo que es sin aquellos maravillosos primogénitos. 
Sin aquellos majaras que nos enseñaron qué demonios era un ace, una chicane o un birdie
 Sin aquellos majaras que sellaron el acta fundacional de sus respectivos deportes. 
Veamos: tras Nieto, el motociclismo ha dado 17 campeones mundiales. 
Eso es ir a todo gas. 
Y nadie abrió más que Ángel Nieto, primero soñador, luego explorador, más tarde campeonísimo y después maestro apasionado micro en boca.
 Y lo que le queda. 
En cada nuevo éxito en un circuito siempre florecerá el testamento de este majara inmortal.

Muere Ángel Nieto, leyenda del motociclismo 13 veces campeón del mundo

Hartas ya de llorar, nos ha dado por reír..............Isabel Valdés

Querer resquebrajar los muros del patriarcado a base de carcajadas acaso sea la demostración palpable de que ya han sido debilitados.

Si hasta ahora las feministas éramos para la inmensa mayoría unas cenizas que nos pasábamos el día protestando por cosas tan inocuas como el patriarcado, el androcentrismo o el techo de cristal, ya nadie volverá a llamarnos amargadas. 

Un nuevo elemento ha entrado en nuestra lucha sin cuartel: ¡el sentido del humor!

 Se ha convertido en un arma más de nuestro arsenal, y no saben cómo dispara. 

El sentido del humor se ha alineado en nuestras filas violetas y ha venido para quedarse, como el casco de los ciclistas o la comida sin gluten. 

Youtubers como Alicia Murillo (El conejo de Alicia), La Pulla, Andrea Compton, María Herrejón o Yellow Mellow, se pasan por el forro lo políticamente correcto y se ensucian la lengua todo lo que haga falta si sirve para la causa.
 Cantautoras como Vicu Villanueva defienden los derechos de las mujeres a golpe de guitarra gamberra. Y otro tanto pasa en el campo literario.
 Lo demuestran títulos como Un libro para ellas, de la humorista británica Christie Bridget (que no Bridget Jones), una beligerante amiga del sarcasmo que igual nos cuenta una vivencia personal como reflexiona sobre las mal vistas sufragistas o combate la idea de que las feministas parecemos todas la Velma de Scooby-Doo. Esta Bridget resulta que triunfó con un espectáculo de lo más feminista, aunque…
 “De veras no esperaba que un espectáculo sobre feminismo tuviera éxito.
 De hecho, deseaba fracasar estrepitosamente, verme obligada a tirar la toalla y pasar a depender económicamente de mi marido imaginario”.
También otros libros made at home publicados este año a la reflexión sesuda han preferido la chanza. 
Me refiero a Yo también soy una chica lista, de Lucía Lijtmaer, o a dos títulos en catalán, Feminisme de butxaca. Kit de supervivència [Feminismo de bolsillo. Kit de supervivencia] de Bel Olid, y Feminisme per a microones [Feminismo para microondas], de Natza Farré.
 Las tres son hijas de los 70 (en el sentido literal), escriben también en la prensa y creen que la llamada revolución de las mujeres —que por cierto es la revolución de todos— necesita armas nuevas más allá que del lanzamiento de sujetadores viejos, de esos con las gomas como chicles, aunque aún resultan útiles frases como “sacad vuestros rosarios de nuestros ovarios”, que parece que no ha perdido actualidad. 

La buena noticia no es sólo que sus libros se leen muy bien, sino que también se venden.
 Y es que esa reciente ola de títulos en clave irónica ha sido bien recibida por las librerías, por los medios y por los lectores y las lectoras.
 Son libros que el boca-oreja lleva a segundas y terceras ediciones. Allí donde antes había mala leche apenas cortada con unas gotas de inflexible reclamación de unos derechos que nos pertenecen y se nos niegan, ahora hay una negociación hábil entre lo que nos merecemos y lo que se resisten a darnos, entendiendo por negociación un “te voy a sacar lo que me debes con la vaselina de la risa y sin que te duela”. 
Y aunque Bourdieu defendiera que no puede haber humor en la tragedia, cuando la tragedia dura demasiado no queda otra.
 Y esta de la desigualdad de género ya sabemos que está durando.
En Yo también soy una chica lista, Lucía Lijtmaer (1977) llama golpe en la cabeza a lo que Bridget (1971) llama caída del caballo, es decir, al momento en que a una se le aparecen ante los ojos las gafas violetas y empieza a ver más claro.
 Las cuatro le sacan punta a asuntos muy serios para despistar así al contrario, y lo consiguen. Lijtmaer pone en la picota los estereotipos en el sector audiovisual, que tanto daño hacen, se retrotrae a la figura clásica de la bruja y escribe: “¿Qué es la bruja sino una señora que vive sola en una casa? 
 Desde el Medievo, la bruja es simplemente la manera en que la ficción retrata a una mujer no casada a la que se le ha pasado el arroz y que decide irse a tomar un cóctel.
 ¿O qué pensábamos que era la pócima sino la versión del siglo XIII del pisco sour?”.
 Natza Farré (1972) evoca la operación biquini en estos términos: “La operación biquini es una operación que sólo se hace a las mujeres. Va sin anestesia.
 Consiste en sacárnoslo todo y dejarnos sólo el cuerpo. Hace un daño de cojones. ¿Hablamos de la anorexia?”. 
Y Bel Olid (1977), hablando de la lacra de las agresiones sexuales, afirma sin ambages: “Si cada vez que un hombre le toca el culo a una mujer en un transporte público hubiera una denuncia, se colapsaría la policía”.
 Y no se equivoca, pues las muertas anuales víctimas de la violencia de género no caen del cielo, sino que se anuncian a diario a diestro y siniestro con miradas lascivas, faltas de respeto y micromachismos que no lo son tanto (me refiero a micros).