Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

23 jul 2017

Los últimos días del banquero que logró engañar a todos

Otro gallo cantaría...................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
AQUÍ TENEMOS a Oriol Junqueras hablando con su sombra.
 Es un decir, porque se trata de la sombra de otro, aunque a nosotros nos viene bien fingir que es la suya para sorprendernos de que un político trate de ponerse de acuerdo con las instancias más inaccesibles de sí mismo. 
 Y no solo eso, sino que las escuche, que escuche lo que le tienen que decir esas instancias con el interés que se aprecia en el gesto del líder de Esquerra Republicana. 
Sobre la sombra se ha escrito tanto y tan bien que resultaría ingenuo pretender decir algo nuevo.
 Nos gustó mucho, por citar una novela, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso.
 Trata de un hombre que vende su sombra al diablo en la convicción de que se puede vivir sin ella. Pronto se da cuenta de su error. 
Una persona que, expuesta a la luz, no provoca sombra alguna da pánico a los otros y a sí mismo.
2130 DOC Imagen millas01
Samuel Sánchez
El diablo compra sombras porque la sombra funciona como metáfora del alma, que es el lugar donde se cuecen las decisiones de orden moral que nos elevan o nos hunden.
 Lo corriente es que la veamos junto al cuerpo, aunque se conoce un caso, el de los esclavos de la caverna de Platón, cuyos ojos solo percibían las sombras proyectadas sobre la pared a la que permanecían encadenados y que acababan tomando por la realidad. El mundo de las cosas sensibles, según Platón, no es más que un pálido reflejo del mundo de las ideas. 
En otras palabras, una sombra. Si entre ese mundo, el de la oscuridad, y el de las ideas hubiera un diálogo tan intenso como el que sugiere la imagen, otro gallo nos cantaría.

El gran secreto.......................................Rosa Montero

Somos criaturas hechas para la felicidad. Por eso hay personas que, pese a sufrir grandes reveses, siguen experimentando momentos de gozo. 

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
A PRINCIPIOS DE julio, El País Semanal publicó un estupendo reportaje de Cristina Galindo sobre la felicidad. 
Es un tema que siempre me ha fascinado y sobre el que he estado recopilando datos desde hace años; un interés lógico, si tenemos en cuenta que nuestra mayor ambición es ser dichosos. 
Sin embargo, la felicidad tal y como la entendemos hoy (como un derecho, como nuestra natural aspiración) es en realidad un invento del siglo XVIII.
 Hasta entonces, la gran mayoría de los humanos nacieron, crecieron y murieron pensando que el mundo era un valle de lágrimas y la vida un sufrimiento.
 Fue en el XVIII cuando irrumpió, poderosa y democrática, la idea de que somos merecedores de la dicha y debemos disfrutar de la existencia.
 Por cierto que esto sucedió sólo en Occidente: en muchas otras zonas del planeta aún perdura la clara conciencia del dolor de vivir. Recuerdo una frase impactante de la Reina de los Bandidos, la india Phoolan Devi, maltratada y violada desde niña, convertida después en asesina y bandolera, asesinada ella misma en Nueva Delhi, en 2001, a los 38 años:
 “No temo morir, porque la muerte es más dulce que esta dura vida”. 

De entre los numerosos discursos sobre la felicidad que se escribieron en el XVIII sobresale el de la maravillosa pensadora y científica Madame du Châtelet: 
“Es creencia común que es difícil ser feliz, y demasiado cierto es”, empieza diciendo, para luego rebelarse contra ello.
 En cambio hoy la creencia común sostiene que la dicha es fácil, casi obligatoria.
 Y si no la conseguimos plena y perennemente, nos quejamos: si todos son felices, ¿por qué yo no? 
¿O por qué yo no tanto como los demás? Como los modelos almibarados de los anuncios televisivos.
 O como los protagonistas de esas radiantes fotos que atiborran las redes, hombres y mujeres siempre sonriendo, viajando, comiendo, bailando, haciéndose alborotados selfies, en barcos, en coches, delante de la Torre de Pisa, sujetando globitos de colores.
 Hoy la felicidad, más que un emocionante derecho, parece haberse convertido en una mercancía, en un codiciado objeto de consumo que hay que poseer para no ser un paria social, un maldito pringado.
 Es como un mega-smartphone emocional.
 Y quizá este imperativo de ser felices nos esté dificultando la vida: según la OMS, hay 300 millones de personas que sufren depresión en el mundo, un 18% más que hace sólo 10 años.
Sea como sea, lo cierto es que la felicidad, esa cosa indefinible, subjetiva, escurridiza, luminosa, turbadora, efímera y bella, se ha convertido en un tema de moda, en un mito mundial.
 Como señala el reportaje de EPS, Emiratos Árabes Unidos creó hace un año un Ministerio de la Felicidad, y el tremendo Nicolás Maduro nombró en 2013 un viceministro venezolano de la Suprema Felicidad del Pueblo (la sola definición aterroriza).
 Menos demencial pero aun así chocante es que la ONU decretara, hace cinco años, que el 20 de marzo era el Día Internacional de la Felicidad. 
A partir de entonces también elabora un ranking del bienestar de 156 países; los primeros lugares los ocupan Noruega y Dinamarca, y el último, la República Centroafricana.
 España está en el puesto 35º, un lugar que no es deprimente, pero tampoco glorioso.
 Sin embargo, en junio de 2015 salió un barómetro del CIS cuyos datos me pasmaron: 8 de cada 10 españoles se consideraban felices o muy felices. 
 En una escala del 0 (completamente infeliz) al 10 (completamente dichoso), la respuesta más frecuente fue un asombroso 8. 
Aún más: el 42% se definían como casi completamente felices. 

Se diría que aquí empezamos a rozar lo sustancial, que nos aproximamos al tuétano de las cosas.
 Hay en nuestras células un anhelo fiero de seguir siendo, un deleite en lo básico, en andar y en comer, en el sol y la noche, en el viento y el agua.
 Nuestra carne animal nos salva de ser sólo humanos.
 Sí, somos criaturas hechas para la felicidad, como decían en el XVIII.
 Por eso hay personas que, pese a sufrir grandes reveses, una parálisis, un desahucio, una guerra, siguen experimentando momentos de gozo.
 Incluso Phoolan Devi debió de arrancarle chispas a la oscuridad.
 Y es que la vida se regocija de vivir.
 Ese es el sencillo y gran secreto.

Mangas cortadas.................................................Javier Marías.......

Resulta inexplicable que en poco tiempo hayamos pasado a juzgar intolerable cualquier opinión contraria a la nuestra. 
Javier Marías
LEO EN el Times que la máxima preocupación de los estudiantes de Oxford en los exámenes finales se centra en la toga tradicional de esa Universidad.
 Lo preceptivo es que la mayoría de los alumnos vistan una sin mangas o con unas cortas que no les cubran los codos (no estoy seguro).
 Sin embargo, los pocos que se hayan ganado becas o se hayan distinguido en los exámenes del curso anterior tienen derecho a presentarse a los nuevos con togas de mangas largas.
Quienes protestan por esta diferenciación arguyen que les resulta “estresante” el “recordatorio visual” de que hubo otros que sacaron mejores notas, y que se ponen “nerviosos” al ver así manifestada su “inferioridad académica”.
 Consideran la permisión de las mangas largas algo “jerárquico” y “elitista”, que “entra en conflicto con los ideales de igualdad”. 
Por supuesto, no les sirve de acicate para ganárselas este año, sino que piden que se les prohíban a quienes se hayan hecho acreedores de ellas. 
A éstos, claro, no les hace gracia perderlas por decreto tras haberlas conseguido con esfuerzo. 
En octubre el sindicato de estudiantes tomará una decisión. Una antigua alumna se ha atrevido a señalar: “Por si lo han olvidado, Oxford es una institución académica, que reconoce la excelencia académica. 
Todo el mundo es igual antes de un examen, pero no después”. 

Más allá de la pintoresca anécdota, esta cuestión de las togas es sintomática de los actuales y contradictorios tiempos.
 Recordarán que hace pocos años sufrimos hasta lo indecible aquella máxima estúpida de “Todas las opiniones son respetables”, cuando salta a la vista que no lo es que los judíos deban ser exterminados, por poner un ejemplo extremo.
 Lo deseable, en principio, es que todas las opiniones puedan expresarse, incluso las abominables.
 Lo inexplicable es que en poco tiempo hayamos ­pasado de eso a juzgar intolerable cualquier opinión contraria a la nuestra, a la vez que sí resultan tolerables, y hasta dignos de encomio, los insultos más brutales contra quienes emiten esas opiniones que nos desagradan.
 Bajo pretextos diversos (“discriminación”, “falta de igualdad”, “jerarquización”), muchas personas que someten su trabajo a la consideración pública han decidido “blindarse” contra las críticas y los juicios. 
Si un estudiante va a la Universidad, sabe de antemano que, si no se aplica, otros sacarán mejores notas, y conviene que se vaya acostumbrando a la competitividad del mundo.
 Igualmente, si alguien elige ser escritor, o periodista, o actor, o director de teatro o de cine, o pianista, o cantante, o político y desempeñar un cargo, sabe o debería saber que su quehacer será enjuiciado, y le tocaría asumir que, ante las críticas o los denuestos, no le cabe sino encajarlos y callar. 
 Cualquiera puede opinar lo que se le antoje sobre nuestras novelas, poemas, películ­as, canciones, programas de televisión, montajes teatrales, gestiones políticas y demás.
 Ante la reprobación no nos corresponde quejarnos ni replicar. (Otra cosa es cuando los críticos no se limitan a nuestras obras, sino que entran en lo personal o falsean lo que hemos dicho, o nos difaman: ahí sí es lícita la intervención.)
 Pues bien, de la misma forma que hay estudiantes universitarios —ojo, no párvulos— que consideran una “microagresión” que el profesor les devuelva sus deberes o exámenes corregidos —sobre todo si es en rojo—, cada vez abundan más los artistas y políticos a los que parece inadmisible que se juzguen sus obras y sus desempeños.
 ¿Quién es nadie para opinar?, aducen.
 ¿Quién es nadie para asegurar que esto es mejor que aquello, que tal novela es buena y tal otra mediocre?
 Es más, ¿quién es nadie para decir que algo le gusta o le desagrada (justo en una época en que demasiados individuos son incapaces de articular más opinión que un like)? Hace unas semanas escribí educadamente (tanto que mi frase empezaba con “Quizá yo sea el equivocado …”) que me resultaba imposible suscribir la grandeza de una escritora. 
Según me cuentan (nunca me asomo a un ordenador ni a las redes), algo tan subjetivo y leve desató furias.
 Me he enterado poco, ya digo. 
Pero un señor cuya carta se publicó en EPS me basta como muestra (un señor que se definía como “nosotros, el pueblo”, nada menos). Decía que “no podía estar de acuerdo” conmigo.
 Uno se pregunta: ¿en qué? ¿En que me resulte imposible suscribir lo mencionado? Si yo hubiera soltado un juicio de valor, como “Es mala”, pase el desacuerdo.
 Pero no fue así. Meses atrás dije también que cierto tipo de teatro, “para mí no, gracias”, y media profesión teatral montó en cólera, incluidos los monologuistas palmeros
. Aquí algo no cuadra. Se ha sabido siempre que quien aspira al aplauso se expone al abucheo, y el que se examina a ser suspendido.
 Parece que ahora se exige el aplauso incondicional o, si no lo hay, el silencio; y las mangas largas o cortas para todo el mundo. 
 . Demasiada gente quiere blindarse y no asumir ningún riesgo. Para eso lo mejor es no salir a escena ni pisar un aula. Vaya (ustedes perdonen), creo yo.