Hubo un tiempo en el que una favela solo era una favela del mismo
modo que un socavón es solo un socavón. No hay en México ni en Rusia ni
en Pekín socavones merecedores de salir en las guías turísticas. Las favelas existían, desde luego, pero aún no habían dado el salto al
lenguaje para instalarse en él como un hecho normalizado. Ahora, cualquier persona de clase media ha visitado una favela de Delhi, de Bogotá, qué sé yo, o de Caracas.
Acaba de fallecer un amigo íntimo, el escritor mexicano Antonio Sarabia.
Se ha ido de golpe. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo se fue
Antonio.
VERÁN, LLEGA un momento en la vida en que se te empieza a morir la
gente alrededor. Sí, desde luego, la parca nos acecha en cualquier
rincón; como dice Fernando de Rojas en La Celestina, nunca se
es lo suficientemente viejo como para no vivir un día más ni lo
suficientemente joven como para no morir mañana.
Así que a mí, como a
cualquier humano, ya me había tocado atravesar unas cuantas pérdidas. Pero lo que digo es que llega un momento en el que se empiezan a morir
muchos a la vez. Demasiados. Gente de tu edad o algo mayor que tú, pero
que ha formado parte de tu vida. En ocasiones han sido amigos muy
queridos; otras veces se trata de simples conocidos, pero añejos. El
bosque humano de tu existencia comienza a ser talado. Esta es otra de
las malditas consecuencias de envejecer, un proceso que no tiene ni
pizca de gracia, más allá del alivio de saber que aún no estás en el
suelo convertido en leña.
Justamente acaba de fallecer uno de esos amigos íntimos, el escritor mexicano Antonio Sarabia, que vivía en Lisboa
desde hacía años. Se ha ido de golpe, apareció cadáver una mañana, una
salida de escena estupenda para el protagonista, pero sobrecogedora para
los demás. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo, allá se fue
Antonio con todas sus vivencias, sus recuerdos, sus deseos, sus amores y
sus disgustos, sus sueños y su talento, que era mucho. La muerte es
increíble, impensable. Venimos a este mundo con un yo inmenso que lo
llena todo, somos para nosotros mismos lo más importante que sucede en
el universo, y de pronto se apaga la luz y ya no queda nada de todas
esas ansias colosales de vivir. Fue precisamente Antonio Sarabia quien
me hizo conocer estos bellísimos versos de Salvatore Quasimodo: “Cada
uno está solo sobre el corazón de la tierra / atravesado por un rayo de
sol: / y de pronto anochece”. Bueno, sí perdura algo durante cierto tiempo: el nostálgico recuerdo
de la gente que te quería. Pero ellos a su vez también morirán. En el
caso de Antonio queda además su obra, que es magnífica y mucho menos
conocida de lo que debería. Como su última novela publicada, Los dos Espejos,
que trata precisamente de un hombre, el doctor Espejo, que es
asesinado, y que se pasa la mitad del libro siendo un fantasma. O como
la que sacará la editorial Malpaso el próximo otoño, No tienes perdón de Dios,
genial y deliciosa. Aun así, la posteridad es esquiva, arbitraria.
Autores formidables terminan arrumbados en estanterías nunca visitadas
de bibliotecas remotas. Salvo escasísimas y azarosas excepciones, el
destino de todos es el olvido. Pero justamente ese estar abocados a la nada convierte la vida en
algo precioso y único. Qué gran triunfo es una vida bien vivida. Y creo
que esas vidas bellas quedan de algún modo resonando en la estela de la
humanidad. Aunque no nos acordemos de quienes las vivieron, su efecto
perdura. Y en esto mi amigo Sarabia fue también ejemplar. Era un hombre
guasón y muy gracioso, pero en lo importante de la vida era estoico,
riguroso, impecable. Con ese rigor se aplicaba a la escritura. Y al cuidado de su gente querida. Y a sobrellevar los mordiscos del destino con impávida entereza. Con el
tiempo, Antonio fue creciendo ante mis ojos. En los últimos años le vi
alcanzar la altura de un gigante. Era una de las personas más valientes
que he conocido; valiente de verdad, sin los aspavientos del temerario. Valiente de sostenerle la mirada a la muerte y al deterioro. En el
último chat de WhatsApp que nos intercambiamos, pocos días antes de
irse, estuvimos comentando las tropelías de unos cuantos malvados; yo le
dije que por desgracia los malos ganaban casi siempre, y él me
contestó: “No siempre, linda, y sus pequeñas victorias sólo impresionan a
los más tontos que ellos. Las verdaderas victorias ni siquiera son
públicas”. Consiguió ser un sabio y su gran victoria privada fue hacer
de su vida una obra de arte. En su novela Los dos Espejos, el
fantasma del doctor logra resolver su propio asesinato y comprender lo
que ha sido su existencia. Una vez alcanzado el conocimiento, comienza a
disolverse en la nada. Y sus últimas palabras, con las que acaba el
libro, son: “Qué maravilla: por fin, lo eterno”
Francamente, me resulta imposible suscribir que Gloria Fuertes fuese una grandísima poeta a la que debemos tomar muy en serio.
SI MUCHA gente desconfía del cine español no es por la persecución
que el PP y sus Gobiernos desataron contra él en venganza por las
críticas y protestas de la mayoría de los miembros del gremio ante la
indecente Guerra de Irak apoyada por Aznar, Rajoy y sus huestes en 2003. Los políticos, y en particular los de ese partido, carecen de crédito
respecto a sus juicios artísticos. Por desgracia influyen en demasiadas
cosas, pero no, por suerte, en lo que sus compatriotas leen o van a ver. La razón principal para esa desconfianza es que durante muchos años los
críticos cinematográficos y la prensa decidieron que había que promover
el cine nacional, hasta el punto de que casi todas las películas
españolas que se estrenaban eran invariablemente “obras maestras”,
“necesarias” (el adjetivo más ridículo imaginable) o (cómo detesto ese
tipo de expresiones) “puñetazos en el estómago del espectador”. Hay
muchas personas ingenuas y de buena fe. Acudían obedientemente a ver los
“portentos” y cómo “se incendiaba la pantalla”, al decir de esos
críticos paternalistas, y frecuentemente —no siempre, claro está— se
encontraban con bodrios y mediocridades y pantallas llenas de pavesas. Ningún puñetazo, sino más bien tedio o irritación. A veces no hay nada tan dañino para una profesión, un colectivo o un
sexo entero que sus defensores a ultranza, y me temo que un daño
parecido al que se infligió hace décadas al cine español está a punto de
infligírsele al arte hecho por mujeres. En la actualidad hay una
corriente feminista que ha optado por decir que cuanto las mujeres hacen
o hicieron es extraordinario, por decreto. Y claro, no siempre es así,
porque no lo puede ser. Como no puede serlo cuanto hagan los catalanes,
vascos o extremeños, o los zurdos o los gordos o los discapacitados. O
los negros estadounidenses, ni aún menos los blancos, que son más. Todos
sabemos de las injusticias históricas cometidas contra las mujeres. Hoy
lamentamos que durante siglos no se las dejara ni siquiera estudiar, ni
ejercer más oficios que los manuales. Que se las confinara al hogar y a
la maternidad, sometidas a la voluntad de padres y maridos. Es sin duda
el principal motivo por el que a lo largo de esos siglos ha habido
pocas pintoras, compositoras, arquitectas, científicas, cineastas y
escritoras (más de estas últimas, a menudo camufladas bajo pseudónimos
masculinos). Las que hubo tienen enorme mérito, por luchar contra las
circunstancias y las convenciones de sus épocas.
Gran mérito, sí, pero eso no las convierte a todas en artistas de
primera fila, que es lo que esa corriente actual pretende que sean. Es
más, sostiene esa corriente que todas esas artistas geniales fueron
deliberadamente silenciadas por la “conspiración patriarcal”. No se les
reconoció el talento por pura misoginia. Se quejan, por ejemplo, de que a
Monteverdi se lo tenga por un genio y en cambio no a Francesca Caccini. No sé, yo soy aficionadísimo a la música, pero el único Caccini que me
suena es Guido, un pigmeo al lado de Monteverdi. Así, cada vez que se
descubre o redescubre a alguna pionera de algún arte, pasa a ser al
instante una estrella del firmamento, a la altura de los mejores, sólo
que eclipsada tozudamente por los opresores del otro sexo. En contra de esa supuesta y maligna “conspiración”, tenemos el pleno
reconocimiento (desde hace ya mucho) de las artistas en verdad valiosas:
por ceñirnos a las letras, Jane Austen, Emily y Charlotte Brontë,
George Eliot, Gaskell, Staël, Sévigné, Dickinson, Dinesen, Rebecca West,
Vernon Lee, Jean Rhys, Flannery O’Connor, Janet Lewis, Ajmátova,
Arendt, Penelope Fitzgerald, Anne Sexton, Elizabeth Bishop, en el plano
del entretenimiento Agatha Christie y la Baronesa Orczy, Crompton y
Blyton y centenares más; en España Pardo Bazán, Rosalía, Chacel,
Laforet, Fortún, Rodoreda y tantas más. En realidad son legión las
mujeres llenas de inteligencia y talento, a las cuales ninguna
“conspiración” de varones ha estado interesada en ningunear. ¿Por qué,
si nos proporcionan tanto saber y placer como los mejores hombres? Lo
que no es cierto, lo siento, es que cualquier mujer oscura o
recóndita sea por fuerza genial, como se pretende ahora. Las decepciones
pueden ser y son mayúsculas, tanto como las de los espectadores al
asomarse a la enésima “obra maestra” del cine patrio. También la gente
bienintencionada se cansa de que le tomen el pelo, y acaba por desertar y
recelar. Hoy, con ocasión de su centenario, sufrimos una campaña
orquestada según la cual Gloria Fuertes era una grandísima poeta a la que debemos tomar muy en serio. Quizá yo sea el equivocado (a lo largo de mi ya larga vida), pero
francamente, me resulta imposible suscribir tal mandato. Es más, es la
clase de mandato que indefectiblemente me lleva a desconfiar de las
reivindicaciones y redescubrimientos feministas de hoy, que acabarán por
hacerle más daño que beneficio al arte hecho por mujeres. Lean, por
caridad, a las que he enumerado antes: con ellas, yo creo, no hay temor a
la decepción. Y Gloria Fuertes si dice que gue una poeta a la que debemos tomar en serio , también, quítele "Grandisima y Muy, esas exageraciones no le van ni a mujeres que usted nombra ni a Hombres..... Por supuesto que hay autoras que no gustan, igual que hay escritores que tampoco, ya ve a mi no me gustó nada"Mañana en la batalla piensa en mi......ni muy ni grandisima secilamente a usted algunas cosas de las que escribe no me han gustado nada. Pero no le tengo por un Grandisimo escritor, lo siento.
Defensa de la paridad y condena de la violencia machista marcan otro estilo en la Corona en tres años.
Las apariciones públicas de la Reina suscitan un notable interés mediático. Pero más allá del atuendo, de si asiste o no a los actos a los que solía acudir su antecesora, la reina Sofía,
o si acompaña o no al Rey en determinados viajes, hay otras claves que
la singularizan frente a la tradición que la precede y que, por ser
respuestas a estímulos de su tiempo, tienden a actualizar la institución
de la que forma parte.
En ellos ha establecido su particularidad
frente a su predecesora, a pesar de que ambas ocupan un mismo ámbito de
representación de marcado cometido social, sanitario, cultural y
humanitario.
En sus tres años como reina, su posición en la defensa de la igualdad de género y contra la violencia machista
constituye el rasgo distintivo de un nuevo estilo en las recientes
cuatro décadas de la Corona española.
La reina Sofía, más centrada en la
infancia, la lucha contra la pobreza y la educación en sentido clásico,
apenas hizo algunas referencias a estos asuntos en sus más de 130
discursos.
Solo entró más a fondo en la III Conferencia Plenaria de la
Red de Comisiones Parlamentarias para la igualdad de oportunidades entre
Mujeres y Hombres de la Unión Europea.
Pero nunca con el brío y la persistencia de la reina Letizia, que ha
llegado a exhortar a las mujeres a ser valientes, valorarse y alcanzar puestos de decisión que parecen predestinados en exclusiva a hombres. Ese sello lo empezó a imprimir todavía como Princesa de Asturias, en
2013, cuando asumió la presidencia del I Congreso Internacional Contra
la Violencia de Género organizado por la Comunidad de Madrid. En el acto
expuso convicciones que ha ido profundizando en sus intervenciones como
reina: “Solo con educación de valores de igualdad y respeto
conseguiremos que la violencia de género sea erradicada”. En ese sentido, reclamó que la educación fuese “el elemento integral y
esencial” para “romper los tabúes, los prejuicios negativos y las ideas
preconcebidas hacia roles tanto de la mujer como del hombre que lleven a
conductas basadas en la superioridad, en la falta de respeto, en la
violencia verbal y física”. Un instrumento que, además, fomentara la
independencia de la mujer, “su seguridad personal y su capacidad para
buscar alternativas, para romper el silencio”. Fue un modo diferente de
abordar el asunto desde La Zarzuela. La reivindicación de igualdad también encontró su eco en la entrega
de los Premios Woman en abril de 2015, ya como reina. En ese acto tan
propicio celebrado en el Casino de Madrid defendió que “en el mundo de
la mujer hay muchas cosas que se pueden hacer de otra manera”. Citó las
tasas de analfabetismo, los matrimonios de niñas, el paro femenino y la
desigualdad salarial y la diferencia de tiempo que el hombre y la mujer
dedican a la casa y a los hijos.
Volvió a subrayar este mensaje un mes después con su presencia en
Honduras durante su primer viaje de cooperación, donde dio visibilidad
ante las instituciones de la violencia de género, un problema pendiente
de incorporar a la agenda política y social del país. En el discurso pronunciado durante
su nombramiento como embajadora especial de Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura para la Nutrición,
en Roma, en junio de 2015, tampoco desaprovechó la oportunidad. Consideró como un “tema capital” el papel de la mujer, incidiendo en la
Declaración de Roma: “Una mujer con acceso al conocimiento, y piensen en
la magnitud de lo que esto significa cuando me refiero a cada mujer de
cada país de los diferentes modelos sociales que existen, es la mejor
garantía de que una comunidad mejore”. En otro escenario adecuado, la reunión anual del patronato de la
Fundación Mujeres por África, celebrada en Madrid en noviembre de 2015,
volvió a llamar la atención sobre la importancia del binomio
igualdad-educación. Preconizó la igualdad de acceso a las mismas
oportunidades para hombres y mujeres y el “derecho a elegir cumpliendo
siempre con las obligaciones”. “Propiciar la igualdad entre hombres y mujeres es abonar la paz,
disminuir la pobreza”, añadió. La Reina supeditó la educación al “acceso
de las mujeres a los núcleos de poder donde se toman las decisiones,
políticas y económicas, en las mismas condiciones que los hombres”.