NOS LLAMÓ la atención que perteneciendo esta imagen a un lugar
real, nos resultara tan imaginario. De hecho, las formas de los árboles
evocaban a las vegetaciones del aduanero Rousseau. Formas ingenuas,
queremos decir, levemente antropomórficas. Fíjense en esas ramas que ofrecen un espectáculo de expresión
corporal. Los árboles, en fin, discuten acaloradamente sobre un asunto
que no nos llega, hasta que el más grande, el situado a la derecha del
lector, y que dispone de una bocaza impresionante, grita:
—¿Hablo yo o pasa un carro?
Y en efecto, pasa un carro. Un carro que, procediendo también de la
realidad, tiene mucho de imaginario, con un burro tan pequeño y un
hombre tan diminuto entre todos esos troncos gigantescos a punto de
salir andando de pura indignación. Digámoslo ya. Son baobabs,
¿recuerdan?, aquellos árboles descomunales que aparecen en el capítulo
cinco de El Principito,
el libro de Saint-Exupéry. Han devenido míticos por eso. Queremos
pensar que, antes de que el francés los hiciera famosos, eran árboles
normales, si hay árboles normales, tanto de forma como de fondo. Y de
comportamiento, claro. Pero como la realidad imita al arte, ahí los tienen, componiendo un
cuadro que, más que una fotografía, parece una ilustración para uno de
esos libros infantiles que leen los mayores. El bosque se encuentra en
Senegal y ha sido retratado durante la estación seca, de otro modo
tendrían mucho más follaje. Quizá sus aspavientos tienen que ver con la
irritación que les produce la falta de lluvia. ¡Vuelva usted cuando
tengamos hojas!, le gritan al fotógrafo.
A veces me acomete la certidumbre de ser ajena a este mundo. Hace poco
experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el
periódico.
DE JOVEN sufrí ataques de angustia. Lo he contado ya en algún
libro. Sentía que la realidad se alejaba de mí, como si un oscuro túnel
me separara del mundo, y un pánico abrumador me sepultaba. Ahora, en
cambio, sufro repentinos ataques de estupor. De cuando en cuando me acomete la certidumbre de ser ajena a este
mundo, de no entender lo que sucede, como si fuera una selenita venida
de Europa, la luna de Júpiter, trasplantada por algún error cósmico y
tal vez cómico a esta Europa terrícola tan desagradable. Pero ahora no
me inunda el pánico, sino la incredulidad, la risa floja, la indignación
y un desconcierto alienígeno.
Cuánta manga ancha tenemos y con qué facilidad aceptamos la injusticia, la desvergüenza y el cinismo
Hace un par de semanas experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el periódico. Primero vi que el Banco de España nos alertaba de
que los beneficios empresariales están creciendo más que los salarios, y
me quedé bisoja. Digamos que ya desde la calle lo intuíamos; nos
parecía raro que hasta los directivos más torpes y corruptos gozaran de
bonus millonarios incluso al ser despedidos, mientras que los nuevos
empleos que se están creando y de los que alardea el Gobierno tan
alegremente son en su mayoría miserables. Por cada nuevo puesto asalariado, hay más de once contratos
temporales, y uno de cada cuatro contratos dura una semana o menos, lo
que quiere decir que el galeote que lo ocupa no saca para pagar ese mes
la factura de luz, pero engorda al alza las estadísticas. De modo que
sí, ya nos sospechábamos este pudridero laboral; pero si hasta el Banco
de España, que por muy estatal que sea sigue siendo un banco, considera
que las prácticas empresariales son peligrosas, ¿hasta qué malditos
abismos estamos debiendo de llegar? Y en ese soponcio estaba cuando mis
ojos cayeron sobre la noticia de Moix y su sociedad en un paraíso fiscal. Reconocerán que el titular no tiene desperdicio: “El fiscal Anticorrupción posee el 25% de una empresa offshore en Panamá”. Apaga y vámonos, me dije. Es como del club de la comedia.
Hace años, la estupenda periodista Christine Spengler me habló en una
entrevista de cómo las sociedades se adaptaban a lo que fuera. En el
Beirut martirizado por la guerra ella vio caer una tarde el enésimo
bombardeo, y segundos después de que estallara la última bomba, antes de
que se posara el polvo del destrozo, volvieron a salir de sus agujeros
los vendedores ambulantes de relojes y de ramos de azahar, voceando imperturbables
su mercancía. Esa misma impasibilidad es la que advierto en nuestro país
ante una realidad moralmente aberrante. Nos enteramos de que Marta Ferrusola le
decía al banco andorrano “soy la madre superiora de la congregación,
traspasa dos misales” para ordenar movimientos ilegales de su fabulosa e
ilícita fortuna y se diría que sobre todo nos entra la risa, cuando lo
que nos debería entrar es la voluntad más racional, más firme e
implacable de acabar con toda esta gentuza.
Moix explica ahora, tras dimitir, que la offshore es una
herencia; que no la disolvieron porque algún hermano no puede pagar los
costes; que él ofreció renunciar a su parte y sus hermanos tampoco lo
admitieron. Qué pobres excusas, aunque sean ciertas; por todos los
santos, lleva cinco años con la empresa, y es evidente que el fiscal
Anticorrupción no puede poseer una offshore en un paraíso
fiscal. O tenía que haberlo arreglado, o no debía haber asumido el
cargo. Cuánta manga ancha tenemos y con qué facilidad aceptamos la
injusticia, la desvergüenza y el cinismo, hasta el punto de que
personajes como la espeluznante Ferrusola, que en 2015 declaraba ante el
Parlamento que sus pobres hijos iban con una mano delante y otra
detrás, siguen hoy pavoneándose con la cabeza alta, en vez de estar
muertos de vergüenza y escondidos debajo de la cama. Si no se pone coto al abuso
descarado y a la corrupción, algún día se romperá la sociedad (ya se
está rompiendo), y pagaremos todos por los desmanes de algunos. Normalizar lo anormal, eso es lo que hacemos los humanos, a veces de
manera heroica, como en Beirut, a veces de forma repugnante, como cuando
nos acostumbramos a lo inadmisible. Por eso yo prefiero seguir
sintiendo el mayor estupor. Prefiero ser marciana e inadaptada.
Es ridículo creer que la actividad prolongada de cualquier artista impide
el éxito de los que vienen después. Esto no es como el Ejército, con rangos.
EN UNA CENA reciente con Tano Díaz Yanes
y Antonio Gasset, el primero, al que divierte asomarse a las redes para
ver las barbaridades que sueltan los usuarios —hasta si son contra él—,
comentó que a los miembros de nuestra generación se nos llama allí con
frecuencia “los vejestorios cabrones”, independientemente de a qué nos
dediquemos cada cual. Andamos todos por los sesenta, o casi, o más, así que la primera parte
del apelativo se comprende y no es objetable, aunque me pregunto cómo
serán llamados entonces gente como Vargas Llosa, que ya ha cumplido los
ochenta, o Ferlosio y Lledó, que rondan los noventa. “¿Cabrones por
qué?”, pregunté por curiosidad. En España es inevitable que cualquiera
sea considerado un cabrón, incluidos Vicente del Bosque, Iniesta y Nadal, por mencionar a tres individuos rayanos en lo beatífico. Pero quería saber si había algún motivo en particular. “Porque
seguimos activos, no nos quitamos de en medio y, según los que nos lo
llaman, obramos como un tapón para las nuevas generaciones”. Y me aclaró
que el reproche lo suscriben desde verdaderos jóvenes hasta cuarentones
y aun cincuentones, es decir, personajes que están a punto de
convertirse, a su vez, en “vejestorios” y en “tapones” para los que
vienen a continuación.
hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus practicantes, o no por las bravas, depende del público
España es un país gracioso. Como algunos lectores saben, yo tuve la
fortuna de publicar mi primera novela a los diecinueve. Sin duda eso
contribuyó a que se me considerara “joven autor” durante mucho más
tiempo del que me correspondía, y en 1989, con treinta y ocho, escribí
un artículo titulado “La dificultad de perder la juventud”. Claro que
entonces no me imaginaba que el sambenito me duraría —“jovenzuelo”,
“promesa” y cosas por el estilo— hasta rondar los cincuenta. Es una manera típicamente española de desmerecer: uno es eso,
“prometedor”, cuando ya empieza a peinar canas. Molina Foix contó la
anécdota de un Premio de las Letras en el que el jurado desestimó a Gil
de Biedma, que andaba por los sesenta y moriría poco después, a la voz
de “No estamos aquí para juvenilismos”. Y fui testigo de cómo se
pretirió a Benet en favor de Jiménez Lozano, arguyendo que aquél tenía
menos edad (de hecho era tres años mayor). Benet murió meses más tarde y
Jiménez Lozano continúa vivo, creo, y que Dios lo guarde mucho tiempo
más. Lo cierto es que aquí se pasa en un soplo de ser un jovencito
inmaduro a ser un vejestorio cabrón. Yo diría (mi caso es el que mejor
conozco) que no he sido lo uno ni lo otro durante un decenio de mi vida,
con suerte. (No se olvide que a la palabra “vejestorio” la acompañan
indefectiblemente otras como “caduco”, “anticuado”, “rancio”,
“trasnochado”, “prehistórico” y demás). Comprendo bastante a esos jóvenes y menos jóvenes encabronados. En la
sociedad en general, hace siglos que se les abre paso por decreto, jubilando a gente de cincuenta años o menos (como sucedió en RTVE). Algo extraño cuando la vejez se ha atrasado enormemente y alguien de esa
edad suele estar en plenitud de facultades. Pero todo sea por hacer
sitio a los siguientes, sacrifiquemos a los maduros. El problema es que
hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus
practicantes, o no por las bravas, depende del público. Lo ridículo es
creer que la actividad prolongada de cualquier escritor, cineasta,
músico o pintor impide el éxito de los que vienen después. En esos
campos hay lugar ilimitado, y que Bob Dylan y los Rolling Stones den aún
conciertos no perjudica a Arctic Monkeys ni a Rihanna. O que Polanski,
Eastwood y Scorsese rueden películas no afecta a Assayas ni a James
Gray. Durante décadas de mi larguísima y falsa juventud estaban activos
Delibes, Cela, Matute, Chacel, Torrente, Borges y Bioy Casares; también
Benet, Hortelano, Marsé, Martín Gaite, Ferlosio, Cabrera Infante,
Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Mutis, los Goytisolo, Fuentes y
muchos más. Jamás se me ocurrió pensar que constituyeran un “tapón” para
Mendoza, Vila-Matas, Azúa, Pérez-Reverte, Montalbán, Savater, Moix,
Muñoz Molina, Bolaño, Landero, Chirbes, Luis Mateo Díez, Guelbenzu,
Pombo, Puértolas y tantos “vejestorios” o muertos actuales más. Ahora hay —en consonancia con la puerilidad reinante, y lo propio de los
niños es engañarse y fantasear— una tendencia a creer que si uno no
triunfa debidamente es por culpa de los demás, sobre todo de los que
“obstruyen” el escalafón, como si las artes fueran cuestión de eso y no
de una mezcla de talento y suerte, o sin mezcla. (Bien es verdad que
aquí se ha procurado premiar tradicionalmente la edad.) A Almodóvar, por
recurrir a un caso de éxito indiscutible, en sus inicios y no tan
inicios, no lo “taponaron” las películas de Berlanga, Saura o Bardem. Las cosas no son tan simples y automáticas como quieren creer los
quejosos y los enfurecidos: el día que por fin desaparezcamos
—seguramente por cansancio— los “vejestorios cabrones” de hoy, no se
producirán “vacantes” ni “ascensos” inmediatos. Esto no es como el
Ejército, con rangos, ni como el fútbol, con goles y puntuación.
Fisher murió a los 60 años el pasado 27 de diciembre, cuatro días después de que sufriera un infarto en un avión y fuese trasladada de urgencia a un hospital. La autopsia del cuerpo ha determinado que murió por una apnea del
sueño y "otros factores" que no se han podido determinar, ha asegurado
la oficina del juez instructor en un comunicado.
Fisher padecía una enfermedad cardiaca y había tenido problemas con
el alcohol y las drogas pero la influencia que estos factores pudieron
tener en su fallecimiento no han sido determinados. La hija de la actriz Debbie Reynolds y del cantante Eddie Fisher
regresaba de Reino Unido cuando sufrió un infarto. Allí acudió para
promocionar su último libro, The Princess Diarist. El día después de que Carrie Fisher muriera, Reynolds, quien participó en películas como Cantando bajo la lluvia, falleció a los 84 años.