En Juan
Goytisolo siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que
despuntaba en sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y
viejo de sus ojos.
Era legítimo preguntarse de dónde venía tanta pesadumbre en este hombre que miraba como si estuviera escuchando un terremoto. Tenía
amigos, y también aduladores; viajaba por el mundo con la fama de ser
uno de los escritores cuya opinión atronadora ponía firme a los alcaldes
de la literatura. Sin embargo, en Juan Goytisolo
siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que despuntaba en
sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y viejo de sus ojos. Daban ganas de irlo a abrazar donde estuviera porque en esas
fortalezas parecía también un hombre desvalido, como si hubiera dejado,
en medio del océano de palabras que fue su vida, un rastro de sangre,
una vida sin resolver. Una amargura. Se le vio reír (ahí está la foto, riéndose con los Reyes, con Susan Sontag, en Sarajevo); pero en la punta oscura de esa risa siempre había un hombre yéndose, esquivo, como dice Caballero Bonald en su ajustado examen de este ingenio español tan controvertido consigo mismo, tan afanoso por ser y por desaparecer. Y se le vio dar y recibir mandobles de sus colegas, por envidia, la
suya o la ajena, pues en este círculo concéntrico que es el mundo
literario siempre hay un grillete que te amarra, y a veces eres tú el
que amarra con el grillete.
¿Qué le pasaba? ¿Qué había en ese poso, o pozo, de su alma? Tristeza,
había tristeza, inseguridad, una naturaleza escondida en la que
habitaban las memorias que lo hicieron, a la vez, español y desespañol,
africano y desafricano, europeo y deseuropeo. La inseguridad lo hizo, es cierto, esquivo y a la vez altanero,
parecía que su nariz miraba por encima de las ventanas ajenas; pero esa
misma incertidumbre escondía el deseo de quedarse solo. Como eso es
imposible, se sintió único, hundió su pluma en una arena difícil y de
ahí salieron obras a las que quitó claridad para seguir buscándose en
ese túnel que rompió a veces con una risa asimismo triste, cabizbaja. Ahora viene este retrato de sus últimos años, tan bien trazado por
Francisco Peregil, con tantos testimonios explícitos o anónimos. Ahí
está Juan Goytisolo cavando en el túnel, a oscuras, queriendo irse de
todas partes, y sobre todo de donde querían cuidarlo. Asido a la palabra
hasta la penúltima oportunidad y ya renunciando a ella como acaso
renunció a la felicidad hace tantos años, cuando supo que en el origen y
en el final están la miseria y la muerte. Este testimonio que viene ahora vale por las palabras que él ya no pudo escribir, por los túneles que ya no pudo sacar a la luz. Es ese Goytisolo solo y triste el que convoca el abrazo que requieren
las personas que, de pronto, en el último suspiro, dejan en la tierra,
como una metáfora, con un solo gesto, todo lo que quisieron decir con
miles de palabras. Ahora sobre esta figura impar de la posguerra hay una luz cenicienta
del amanecer impregnando la atmósfera de una tristeza indefinible. Estas son, por cierto, también sus palabras. Sus juegos de manos.
La imposibilidad de escribir y la necesidad de dinero para costear los estudios de sus ahijados deprimieron al escritor.
Hace tres años Juan Goytisolo
apenas contaba con medios para subsistir. Le era imposible costear los
estudios de sus tres ahijados, algo que se había convertido en su razón
de vida. Le fallaban las fuerzas para emprender una obra de envergadura y
en abril de 2014 escribió el siguiente documento: “Mi decisión de
recurrir a la eutanasia a fin de no prolongar inútilmente mis días
obedece a razones éticas de índole personal. Desaparecida la libido y
con ella la escritura, compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir. Tampoco mi cuerpo da para más. Cada día constato su deterioro y antes
que ese declive afecte a mi capacidad cognitiva prefiero anticiparme a
mi ruina y despedirme de la vida con dignidad”. Y seguía: “La otra razón
de la eutanasia es la de asegurar el porvenir de los tres muchachos
cuya educación asumo. Me parece indecente malgastar los recursos
limitados de que dispongo, y que disminuyen a diario, en tratamientos
médicos costosos en vez de destinar este dinero a completar sus
estudios. Por todo ello, escojo libremente la opción más justa conforme a
mi conciencia y respeto a la vida de los demás”. Goytisolo
escribía siempre a mano y a mano firmó el documento. Se lo pasó al
ordenador la persona que solía transcribirle muchos textos, Rafael
Fernández, un profesor del Instituto Cervantes de Marrakech que murió de
cáncer ese mismo año. Goytisolo estaba obsesionado con la educación de
sus tres ahijados: Rida, que ahora tiene 23 años, Yunes, también 23, y
Jalid, 18. Rida es hijo de su gran amigo Abdelhadi y los otros dos son
hijos de Abdelhaq, hermano de Abdelhadi. Todos ellos, más la esposa de
Abdelhaq, vivían con Goytisolo en un antiguo hostal, que el escritor
compró en 1997. Formaban lo que él llamó su “tribu” y su tribu lo cuidó
hasta el final.
En 2004 comenzó a tener dificultades económicas. El entonces
director del Instituto Cervantes, César Antonio Molina, le facilitó
giras de conferencias en la institución e intercedió para que le
encargasen cursos de verano. A partir de 2007 EL PAÍS pasó de abonarle
los 250 euros que cobraba por artículo a asignarle una mensualidad de
3.000 euros. El sueldo lo percibió en Marruecos hasta el último momento,
aunque no escribiera. “Una vez descontados los impuestos, le llegaban
2.200 euros, lo indispensable para vivir”, señala alguien próximo. Las
fuentes que aparecen en este artículo sin nombre y apellido solicitaron
expresamente mantenerse en el anonimato.
En 2014 Goytisolo asumía que su cuerpo no daba para más.
Tenía 83 años, pero lo peor quedaba por venir. Siete meses después de
escribir el documento de la eutanasia, en noviembre de 2014, se anunció
la concesión del premio Cervantes, el más importante en lengua española,
dotado con 125.000 euros. El problema es que Goytisolo se había opuesto
en varias ocasiones a ese galardón. En enero de 2001, tras anunciarse
el premio para Francisco Umbral, Goytisolo publicó un artículo en este
diario titulado Vamos a menos donde criticaba “la putrefacción de la vida literaria española” y “el triunfo del amiguismo pringoso y tribal”. Goytisolo terminó aceptando el premio y ese hecho le hundió
más en su depresión. Porque continuaba sin fuerzas para escribir y era
consciente de que se había contradicho al aceptarlo. Sus íntimos
insisten en que ni le deslumbraron los focos ni le atrajeron los
honores. Pero ahora que contaba con dinero para los muchachos ya no le
encontraba sentido a seguir viviendo. La víspera del 23 de abril, fecha
de la entrega solemne del premio en Alcalá de Henares, llamó en Madrid a
un amigo para que lo ayudara a comprarse un traje. Solo disponía de una
corbata y decía que no conjuntaba con la camisa. Cuando el amigo llegó
al hotel le dijo que no tenía fuerza ni ánimo para salir a la calle. Su
familia deseaba hacerse una foto con los reyes de España. Pero él estaba
tan perdido que no solo se olvidó de la foto , sino que al concluir el
acto reparó en que ni siquiera había saludado a los reyes en su discurso.
Fractura de fémur
“Nunca cometió la vileza de decir que aceptó el premio por
dinero”, recuerda un allegado. En 2016, una persona que sabía de su
depresión lo invitó a París a pasar unos días. Goytisolo le entregó el
documento de la eutanasia. Tras leerlo, le dijo: “Como amigo te pido que
no lo hagas. Porque estos muchachos, aparte del dinero, tienen derecho a
tenerte ahí. No se trata solo de que les pagues la carrera. Dicho esto,
si quieres seguir adelante, entonces vámonos a un notario y lo dejamos
todo resuelto para tu sucesión”. Pero Goytisolo no fue al notario. Esa misma noche de
principios de marzo lo llamó Carole, hija de su esposa, Monique Lange,
escritora fallecida en 1996. Carole tenía 56 años, se había separado de
su marido y pidió una suma al escritor. Juan Goytisolo, que otras veces
la había ayudado, en ese momento le dijo que no disponía de fondos. No
obstante, quedaron para cenar al día siguiente.
Pero ese día, al mediodía, Goytisolo recibió la noticia de
que Carole se había suicidado.
“Esa noche estuve con él”, relata este
amigo, “y fue horroroso. Estaba ausente, con cien años más encima.
Apenas podía caminar Decidió volver a Marrakech al día siguiente, sin esperar el
entierro de Carole. La familia de Carole estaba muy ofendida por el
hecho de que no se quedara al entierro . Pero Juan estaba hundido”. El
autor de Juan sin Tierra volvió a Marrakech. Tres semanas
después, coincidiendo con la Semana Santa de 2016, se cayó al bajar las
escaleras del café de la plaza Yemáa el Fna donde solía acudir cada
tarde. Se fracturó el cuello del fémur. Ingresó en la Polyclinique du
Sud, aunque su seguro solo tenía validez en el Hospital de Barcelona. Como su empeño era gastar el mínimo dinero posible en sí
mismo con tal de dárselo a sus ahijados, Goytisolo se empeñó en salir de
la clínica al cabo de dos días. Los médicos se negaban, porque padecía
insuficiencia respiratoria y flebitis . Y además, sufría unos dolores
espantosos a causa de la rotura del fémur. Sin embargo, se marchó del
centro. Y esa misma noche, en su hogar, quedó al borde de la muerte. El
embajador de España en Rabat, Ricardo Díez-Hochleitner,
y la cónsul honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi, lograron que la
clínica lo readmitiera, aun sin pagar la garantía. Quienes lo vieron
salir aquella noche de casa en camilla por los callejones de la medina
aseguran que iba más muerto que vivo.
Goytisolo solo aguantó tres días en el centro médico . Sin
embargo, lograron convencerle para que tratarse sus enfermedades con el
seguro en España. Llegó a Barcelona en abril de 2016 y permaneció un mes
internado. Varios amigos, miembros de su familia española, como su
sobrina Julia —musa del poema Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo—
y empleados de la agencia literaria Carmen Barcells se turnaron para
cuidarlo en el Hospital de Barcelona y en un centro de rehabilitación. Con todo, él quiso regresar a Marrakech. Estuvo varios meses con la movilidad bastante reducida. Y el
18 de marzo de 2017 sufrió un ictus cerebral. Entró por urgencias en la
Clínica Internacional de Marrakech. “Los médicos me dijeron que lo más
probable era que muriese a lo largo de la madrugada”, relata la cónsul
honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi. “Sin embargo, por la mañana
recobró la conciencia y me pidió hablar con su amigo José María Ridao”. Contactado por teléfono en París, el escritor y diplomático comenta que
Goytisolo estaba un poco desorientado esa mañana. “Me contó lo mal que
lo había pasado. Hablaba con una leve dificultad, pero su voz era
firme”.
Una
vez más, Goytisolo decidió marcharse. Dejó el hospital a los tres días,
contra el criterio de todos los médicos. Dos días después de llegar a
casa perdió el habla y a los cuatro, la capacidad de moverse. En la
madrugada del pasado domingo falleció. Su compañero Abdelhadi nos
explicaba horas después en su casa: “Últimamente tenía dificultades para
respirar. Pero murió tranquilo, en su cama”. Este es el drama que cargaba sobre sus espaldas el hombre
ataviado con corbata verde a rayas que el 23 de abril de 2015, durante
la lectura de su discurso, preguntó : “¿Cuántos lectores del Quijote
conocen las estrecheces y miseria que padeció [Cervantes], su denegada
solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la
cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del
Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año
de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?”.
Goytisolo logró reparar, al menos, la injusticia social que
padecieron todos los miembros y ancestros de su tribu, condenados a la
pobreza y el analfabetismo. Hoy, Jalid ha concluido un ciclo de
formación profesional, Rida estudia cine en Marrakech y Yunes ha
terminado este mes en Francia una carrera de ingeniería.
EL SOFÁ, que diría un guionista de TV, es un tema. Un temazo,
añadiría su colega. Y yo lo corroboro. Solo hay que ver uno fuera de su
contexto habitual para advertirlo . Ocurre algo semejante con los
intestinos: que no les prestamos atención ninguna cuando están dentro,
pero que nos ponen los pelos de punta cuando los vemos fuera. El sofá es el intestino de la casa. En él se digieren las judías verdes
y se procesan las ideas. Lo invades después de comer, preocupado por
una obsesión dañina, das una cabezada, y cuando te despiertas la
obsesión ha cambiado de cabeza. A lo mejor está en la del vecino, que ha
dormido la siesta al mismo tiempo que tú y en un sofá idéntico al tuyo,
separado tan solo por un frágil tabique de rasilla. El sofá es también
el lugar sobre el que te dejas caer por la noche cuan largo eres para
narcotizarte con la tele antes de irte a la cama. La tele y el sofá están misteriosamente conectados, de manera que aquella casi se enciende sola cuando alguien se derrumba sobre este.
El sofá tiene asimismo algo de cápsula espacial. Desde él, sin moverte
del sitio, puedes viajar imaginariamente a Marte, a Venus o a la Luna. Es quizá lo que hace este niño, que vive con su familia en un conocido vertedero de Manila. De acuerdo con la información del pie de foto, está desayunando.
Significa que se acaba de despertar rodeado de toda esa inmundicia y que
se ha subido al sofá para imaginar que vive en una casa. Sin saberlo,
está realizando una figura retórica que consiste en tomar la parte por
el todo. Pero no nos engañemos, el “todo” real es una mierda.
Esta expresión suele hacer referencia a lo económico, pero quizá su
significado de verdad sea el de encontrarle un sentido a la existencia.
CRISTINA BALBÁS es una mujer muy peculiar. Nació hace 29 años en Burgos, pero abandonó su ciudad natal a los 16 y
ya no ha vuelto a residir ahí. Primero se fue a hacer el bachillerato
con una beca en el colegio del Mundo Unido de Hong Kong, lo cual ya es
de lo más exótico. Después estudió Biología Molecular en la prestigiosa Universidad de
Princeton (EE UU) y regresó a España para hacer el doctorado en el
Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas. Todo le auguraba una más
que prometedora carrera como investigadora, pero se le cruzó el tumulto
de la vida: mientras hacía la tesis, fundó con unos compañeros
Escuelab, un proyecto social que busca acercar la ciencia a los niños de
una manera muy interactiva, “muy parecida a como es en realidad
trabajar en un laboratorio”. La iniciativa no sólo tuvo una buena
acogida sino que además reafirmó en Cristina el convencimiento de que
mejorar la cultura científica en nuestro país y fomentar las vocaciones
es una necesidad acuciante. Y, con pasión y generosidad, decidió “colgar
la bata” y dedicarse de lleno a intentar impulsar Escuelab: “Sin
quererlo, me convertí en emprendedora social para desconsuelo de mis
familiares, que siguen enviándome todas las ofertas del BOE que
encuentran con la secreta ilusión de que siente la cabeza y me haga
funcionaria”.
No es un empeño fácil. No cuentan con más apoyo que el de su propia
pasión y su talento y conseguir que el proyecto sea sostenible roza lo
milagroso. En 2015 el ministerio les concedió el Premio Nacional de
Educación por la promoción de la cultura científica y ahora han ganado
el premio Emprende de Unicef por su trabajo con niños con talento en
riesgo de vulnerabilidad. Quizá gracias a Escuelab logre salir adelante
algún genio español, hombre o mujer, que de otro modo hubiera sido
aplastado en la infancia por el peso abrumador del desamparo social y la
pobreza.
No cuentan con más apoyo que el de su propia pasión y su talento y conseguir que el proyecto sea sostenible roza lo milagroso
Para no depender de apoyos externos han fundado una empresa social. Piensan invertir todos los beneficios (si es que algún día consiguen
tenerlos) en becar a esos chicos inteligentes y vulnerables. Y además
acaban de crear un grupo en Teaming (una
plataforma solidaria por la cual, de una manera fácil y segura, podemos
donar un euro al mes a una causa), para sacar fondos y llevar a niños
sin recursos a sus campamentos de verano; para colaborar, googlea
“Escuelab Teaming” y sigue las instrucciones. Produce vértigo pensar en lo complicado que debe de ser hacer lo que
están haciendo estos guerreros de la ciencia: tantos números que tendrán
que cuadrar, tantas horas de trabajo que meter, tantos sacrificios que
asumir. “Pero el trabajo con niños es muy gratificante y nos sigue
moviendo el intentar enseñar de una manera diferente y mostrar la
ciencia como es, una apasionante carrera de obstáculos para comprender
mejor el mundo que nos rodea y mejorar un poquito la vida de las
personas”.
Los humanos somos juguetes del azar. No tenemos ningún control sobre
lo que nos sucede, empezando por el cuerpo, la familia, la sociedad que
nos han tocado para vivir. Pero sí podemos decidir cómo reaccionamos
ante lo que nos sucede. Siempre hay un margen de elección, aunque sea
ínfimo; y en esa decisión nos labramos nuestro destino. “Sin quererlo,
me convertí en emprendedora social”, dice Cristina Balbás, pero no es
cierto; es queriendo y haciendo cien pequeñas elecciones cada día como
vamos dibujando nuestro camino. Decisiones generosas, estoicas, empáticas, que no sólo has de pagar con
carencias materiales, es decir, con más precariedad económica y laboral,
sino también, en este caso, con una renuncia que ha tenido que ser
dolorosa, porque no me cabe la menor duda de que a Cristina le fascina
la investigación. Qué extraordinario que, teniendo la posibilidad de un
brillante futuro científico, des la espalda a esa apasionante aventura
individual para volcarte y de algún modo borrarte en la acción
colectiva. En fin, hablamos a menudo de la importancia de ganarse la
vida y nos referimos siempre a lo económico. Pero no tenemos más que una
existencia y, como nos demuestran Cristina y sus socios, quienes se
ganan la vida de verdad son aquellos que logran encontrarle un sentido.