EL SOFÁ, que diría un guionista de TV, es un tema. Un temazo,
añadiría su colega. Y yo lo corroboro. Solo hay que ver uno fuera de su
contexto habitual para advertirlo . Ocurre algo semejante con los
intestinos: que no les prestamos atención ninguna cuando están dentro,
pero que nos ponen los pelos de punta cuando los vemos fuera. El sofá es el intestino de la casa. En él se digieren las judías verdes
y se procesan las ideas. Lo invades después de comer, preocupado por
una obsesión dañina, das una cabezada, y cuando te despiertas la
obsesión ha cambiado de cabeza. A lo mejor está en la del vecino, que ha
dormido la siesta al mismo tiempo que tú y en un sofá idéntico al tuyo,
separado tan solo por un frágil tabique de rasilla. El sofá es también
el lugar sobre el que te dejas caer por la noche cuan largo eres para
narcotizarte con la tele antes de irte a la cama. La tele y el sofá están misteriosamente conectados, de manera que aquella casi se enciende sola cuando alguien se derrumba sobre este.
El sofá tiene asimismo algo de cápsula espacial. Desde él, sin moverte
del sitio, puedes viajar imaginariamente a Marte, a Venus o a la Luna. Es quizá lo que hace este niño, que vive con su familia en un conocido vertedero de Manila. De acuerdo con la información del pie de foto, está desayunando.
Significa que se acaba de despertar rodeado de toda esa inmundicia y que
se ha subido al sofá para imaginar que vive en una casa. Sin saberlo,
está realizando una figura retórica que consiste en tomar la parte por
el todo. Pero no nos engañemos, el “todo” real es una mierda.
Esta expresión suele hacer referencia a lo económico, pero quizá su
significado de verdad sea el de encontrarle un sentido a la existencia.
CRISTINA BALBÁS es una mujer muy peculiar. Nació hace 29 años en Burgos, pero abandonó su ciudad natal a los 16 y
ya no ha vuelto a residir ahí. Primero se fue a hacer el bachillerato
con una beca en el colegio del Mundo Unido de Hong Kong, lo cual ya es
de lo más exótico. Después estudió Biología Molecular en la prestigiosa Universidad de
Princeton (EE UU) y regresó a España para hacer el doctorado en el
Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas. Todo le auguraba una más
que prometedora carrera como investigadora, pero se le cruzó el tumulto
de la vida: mientras hacía la tesis, fundó con unos compañeros
Escuelab, un proyecto social que busca acercar la ciencia a los niños de
una manera muy interactiva, “muy parecida a como es en realidad
trabajar en un laboratorio”. La iniciativa no sólo tuvo una buena
acogida sino que además reafirmó en Cristina el convencimiento de que
mejorar la cultura científica en nuestro país y fomentar las vocaciones
es una necesidad acuciante. Y, con pasión y generosidad, decidió “colgar
la bata” y dedicarse de lleno a intentar impulsar Escuelab: “Sin
quererlo, me convertí en emprendedora social para desconsuelo de mis
familiares, que siguen enviándome todas las ofertas del BOE que
encuentran con la secreta ilusión de que siente la cabeza y me haga
funcionaria”.
No es un empeño fácil. No cuentan con más apoyo que el de su propia
pasión y su talento y conseguir que el proyecto sea sostenible roza lo
milagroso. En 2015 el ministerio les concedió el Premio Nacional de
Educación por la promoción de la cultura científica y ahora han ganado
el premio Emprende de Unicef por su trabajo con niños con talento en
riesgo de vulnerabilidad. Quizá gracias a Escuelab logre salir adelante
algún genio español, hombre o mujer, que de otro modo hubiera sido
aplastado en la infancia por el peso abrumador del desamparo social y la
pobreza.
No cuentan con más apoyo que el de su propia pasión y su talento y conseguir que el proyecto sea sostenible roza lo milagroso
Para no depender de apoyos externos han fundado una empresa social. Piensan invertir todos los beneficios (si es que algún día consiguen
tenerlos) en becar a esos chicos inteligentes y vulnerables. Y además
acaban de crear un grupo en Teaming (una
plataforma solidaria por la cual, de una manera fácil y segura, podemos
donar un euro al mes a una causa), para sacar fondos y llevar a niños
sin recursos a sus campamentos de verano; para colaborar, googlea
“Escuelab Teaming” y sigue las instrucciones. Produce vértigo pensar en lo complicado que debe de ser hacer lo que
están haciendo estos guerreros de la ciencia: tantos números que tendrán
que cuadrar, tantas horas de trabajo que meter, tantos sacrificios que
asumir. “Pero el trabajo con niños es muy gratificante y nos sigue
moviendo el intentar enseñar de una manera diferente y mostrar la
ciencia como es, una apasionante carrera de obstáculos para comprender
mejor el mundo que nos rodea y mejorar un poquito la vida de las
personas”.
Los humanos somos juguetes del azar. No tenemos ningún control sobre
lo que nos sucede, empezando por el cuerpo, la familia, la sociedad que
nos han tocado para vivir. Pero sí podemos decidir cómo reaccionamos
ante lo que nos sucede. Siempre hay un margen de elección, aunque sea
ínfimo; y en esa decisión nos labramos nuestro destino. “Sin quererlo,
me convertí en emprendedora social”, dice Cristina Balbás, pero no es
cierto; es queriendo y haciendo cien pequeñas elecciones cada día como
vamos dibujando nuestro camino. Decisiones generosas, estoicas, empáticas, que no sólo has de pagar con
carencias materiales, es decir, con más precariedad económica y laboral,
sino también, en este caso, con una renuncia que ha tenido que ser
dolorosa, porque no me cabe la menor duda de que a Cristina le fascina
la investigación. Qué extraordinario que, teniendo la posibilidad de un
brillante futuro científico, des la espalda a esa apasionante aventura
individual para volcarte y de algún modo borrarte en la acción
colectiva. En fin, hablamos a menudo de la importancia de ganarse la
vida y nos referimos siempre a lo económico. Pero no tenemos más que una
existencia y, como nos demuestran Cristina y sus socios, quienes se
ganan la vida de verdad son aquellos que logran encontrarle un sentido.
El cantautor, que lucía entre melancólico y gozoso, actúa en su pueblo natal ante más de 8.000 paisanos.
Estaba emocionadísimo y no consta si quería, pero desde luego no
podía disimularlo. Le temblaban las manos, anillados el corazón y el
anular de diestra y siniestra con gruesos aros de plata, agarrando el
micro como quien ase una toma de tierra para no morir del calambrazo y
sentándose largos ratos “por consejo geriátrico” para mitigar la flojera
de canillas. Ni cinco minutos más joven ni tres afeites más guapo ni dos trucos más listo. Joaquín Sabina
ni quiso ni pudo parecer ni más ni menos que quien es ahora en su
regreso a la escena después de dos años de ausencia. Lo hizo en Úbeda,
su pueblo, bajo una luna llenísima y a los pies de los cerros donde
dicen que se perdió con su amada un cruzado enamorado que retrasó por
tal lance una batalla de la Reconquista. A él no le hizo falta
reconquistar ningún territorio. Tenía el papel vendido, y el público
comprado, desde hace meses y generaciones, respectivamente. Así, las
cartas bocarriba, la noche fue un idilio.
“No
es fácil volver a estas alturas a los paisajes, los olores y los
sabores de la infancia.
Esto me pone un nudo en la garganta, que es con
lo que uno hace que canta.
Y me he puesto el traje de los domingos para
estar a la altura”, dijo el paisano Joaquín.
El “hermano de Paco y Mari
Carmen y el tío y tío abuelo de su cada vez más numerosa reata de hijos y
nietos”, a quienes dedicó el concierto.
Acicalado a su estilo con un
terno violeta que le hacía cinturita y un par de bombines blanco y negro
calados sucesivamente hasta el ceño, confesó Sabina que viene de cuando
en cuando de tapadillo a su pueblo camino a o de vuelta de Sevilla, y
se sienta en la plaza a llorar por los ausentes.
Leonard Cohen, J. J.
Cale, Javier Krahe, Gabriel García Márquez y otros referentes y amigos
que le van faltando alrededor.
“No es fácil volver a estas alturas a los paisajes, los olores y los
sabores de la infancia. Esto me pone un nudo en la garganta, que es con
lo que uno hace que canta. Y me he puesto el traje de los domingos para
estar a la altura”, dijo el paisano Joaquín. El “hermano de Paco y Mari
Carmen y el tío y tío abuelo de su cada vez más numerosa reata de hijos y
nietos”, a quienes dedicó el concierto. Acicalado a su estilo con un
terno violeta que le hacía cinturita y un par de bombines blanco y negro
calados sucesivamente hasta el ceño, confesó Sabina que viene de cuando
en cuando de tapadillo a su pueblo camino a o de vuelta de Sevilla, y
se sienta en la plaza a llorar por los ausentes. Leonard Cohen, J. J.
Cale, Javier Krahe, Gabriel García Márquez y otros referentes y amigos
que le van faltando alrededor. Sus paisanos, 8.000 localidades en un
municipio de 35.000 tomaron nota por ver si la próxima vez lo trincan. A la vez melancólico y gozoso. Así lucía Sabina. Así, a secas. Como
la rúbrica manuscrita en rojo rabioso sobre negro absoluto, la ese como
una víbora flaca, el punto insolente sobre la i enhiesta, de la firma
del artista que presidía el escenario. Muy consciente de sus años, 69
-“En el pop la vejez es tabú, ni siquiera a mí me gusta que me hablen de
envejecer”-, pero sin renunciar a la sana costumbre de reírse de todas
las sombras, empezando por la suya. “Aquí tenemos a mi núcleo duro, que
es lo único que les queda duro a estas alturas”, dijo para presentar a
Antonio García de Diego y Pancho Varona, su “familia verdadera” y sus escuderos desde hace 35 años.